Quentin Tarantino. Cinefilia y saqueo

Tarantino cinéfilo, Tarantino saqueador

Los grandes artistas copian, los genios roban

Pablo Picasso

Michael Madsen ajustando el dial de la radio en pos de ese temazo que haga la cosa más fluida, menos traumática (para él, claro está). ¿Cuántas veces había visto a un personaje esperando a que sonase una de las canciones de su vida? ¿Cuántas veces había compartido las pulsiones sádicas de directores noveles con ganas de sobrecoger a la platea más impresionable?

¿Y cuánto cine negro debía de llevar visto Quentin cuando rodó, con 29 años, Reservoir Dogs? Allí estaba todo: el aroma, los personajes, el estilazo. Y sin embargo aquello me pareció distinto, innovador. ¿Radical? No, no. El clasicismo gobernaba la mayoría de decisiones de puesta en escena: el trabajo con la cámara, las conversaciones aparentemente inanes, la pistol opera climática… Quizás había visto mucho menos cine del que presumía (y presumiría, en años venideros). Pero tampoco lo había visto yo con 18 años recién cumplidos. Quizás por eso (por el desparpajo con el que ambos manejábamos nuestra ignorancia), Reservoir Dogs me impactó como pocas películas lo habían hecho antes. Existía una intención clara de violentar las maneras de hacer cine, pero siendo muy escrupuloso con las formas… quería trolear con un despliegue soberbio de oficio. Quería contar lo de siempre. Quería contarlo como nunca (¿y cuántos no, antes que él?).

El lenguaje clásico en el cine. Un lugar común como cualquier otro: el dónde, cómo y por qué colocar ahí la cámara y no en otro sitio. ¿No os habéis sorprendido a veces, viendo películas de los años 40 y 50, anticipándoos al movimiento del tomavistas? ¿Sabiendo exactamente desde dónde iba a filmar el director la siguiente escena? ¿Previendo un fundido a negro, un movimiento, un contrapicado? El clasicismo era (y es) como la novela del XIX: un fluir natural, una odisea controlada, una narrativa empoderada.

Culto a la regla, sí, pero coronando por el camino a un nuevo héroe. ¿Antihéroe, dijiste? Puede ser, puede ser. Aunque para el realizador de Knoxville no deben de existir este tipo de dicotomías. Los malos tenían todo el derecho del mundo a ser tratados como héroes invictos. Aunque terminasen en el arroyo, no tanto por méritos propios como en respuesta a una cierta lógica narrativa. A unas pautas que, verborrea al margen, debían de respetarse.

¿Recordáis los títulos de crédito? Habíamos visto a esa media docena larga de mangantes venidos a más discutir sobre banalidades varias. No los conocíamos de nada, y, sin embargo, supimos de inmediato que nos iban a caer bien. Aunque alguno no creyese en eso de dejar propinas. Y por si acaso no nos había quedado clara su condición de titanes en negro, acto seguido los vimos desfilar contra la pared de ladrillos, eclipsando la furgoneta azul, con palillos en la boca, algún chándal de barriada y corbatas de vendedores a puerta fría.

Jackie Brown

Jackie Brown (íd., 1997)

Y ahora os tendría que hablar de Pulp Fiction. Pero… ¿creéis que Quentin respetaría la estricta linealidad y hablaría a las primeras de cambio de su mejor película? No, no. Va a haber saltos. Tiene que haberlos.

Quentin Tarantino también había aprendido la importancia de aquel mantra de los grandes: “el nombre antes del título”. El suyo debía de aparecer antes de nada, porque eso significaba asumir una herencia, una seguridad en el modo como debían de hacerse las cosas. Antes. Así que en Jackie Brown y sobre fondo azul piscina (mosaicos incluidos), reaparecía su firma.

Y ya iban tres. Pero esta venía después de Pulp Fiction, la cinta que lo había consagrado definitivamente como el director más molón del nuevo Hollywood Miramaxero. ¿La maldición de la segunda película? ¡Al cuerno! Había ganado Cannes, tenía ya su Óscar al mejor guion. Y como todos los clásicos, aprendía pronto a perder en casa: el año de Ed Wood (Tim Burton, 1994), Balas sobre Broadway (1994) y su Pulp Fiction,  el premio a la mejor película se lo llevaba Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994). Habría que ir acostumbrándose… ¿qué había dicho tantas veces de los logros realmente artísticos y los cantos de sirena de la Industria?

Homenajear algunos de los peores filmes de los 70. Entronizar a la cultura popular, al pulp, a todo lo que a uno le gusta y no se atreve a confesar. Para Tarantino los placeres culpables se convertían en películas, en odas al infrauniverso adolescente. ¿Su apuesta? Sublimar los personajes, las situaciones y los diálogos. Convertir la estética en dialéctica.

Pero no, los peripatéticos tarantinianos no dialogan en pos de la Verdad. Lo hacen para dejar bien patentes sus miedos, sus flaquezas, sus contradicciones. En su cine se habla para caer en el ridículo, no para convencer a nadie de nada. Pero… ¿acaso no son los mejores diálogos de la historia del cine soliloquios apenas encubiertos?

Volvemos a Jackie Brown, a la cámara resiguiendo a Pam Grier por la cinta transportadora. Después venía un travelling lateral (este de cuerpo entero) y uno frontal, los dos encuadres predilectos en los books fotográficos de la policía. El buen cine siempre está lleno de pistas.

Un libro de Elmore Leonard (Rum Punch) para su primera adaptación literaria. Sinónimo de serie B, de diálogos vacilones —los mejores, quizás, se los reservó para las tres primeras temporadas de la serie Justified: la ley de Raylan (2010-2015)—. Hay pocas casualidades en la carrera de Tarantino. Todo tiene algo de pronunciamiento, de declaración de intenciones. No iban a haber películas para “ellos” (los halcones de Hollyood, encantados del poder embriagador de su apellido) y películas para él. Todas serían suyas o no serían.

Y tenía claro qué era “lo suyo”. La nadería podía —¡debía!— ser materia artística. Death Proof es una lección sobre cómo rodar magistralmente una mala película. Es como escuchar a Herbert von Karajan dirigiendo la intro de El coche fantástico. Dándolo todo, convencido de que eso está a la altura de Wagner y compañía. De espaldas al público, dividido entre los que creen que “eres un pedazo de freak” y los que aceptan el juguete y se pierden en los guiños, en las referencias, en el “esta yo también la ví y siempre supe que, después de todo, no era tan mala”.

Hitchcock no elegía a Cary Grant por casualidad. Tarantino tiene a su Samuel L. Jackson, ese intérprete que sabe darle a cada personaje lo que su mentor busca; dotarles del derecho a tener un lado oscuro. Tarantino no es de troupe itinerante: el súcubo-actor debe de ser consciente de su condición simbólica. Ya fueran Harvey Keytel, John Travolta, Robert Forster o… Kurt Russell, que en esta carrera suicida sabía exactamente por qué había sido elegido. Sí, ni más ni menos que por ser Kurt Russell, protagonista de 1997: Rescate en Nueva York (John Carpenter, 1981) y La cosa (John Carpenter, 1982), pero también —y sobretodo— de Tango y Cash (Andréi, Konchalovski, 1989) o Frenos rotos, coches locos (Robert Zemeckis, 1980). ¿Acaso no merecía una paliza por todo ello?

Se puede querer hacer una película por rodar una determinada escena a la que uno lleva años dándole vueltas. Como, por ejemplo, una persecución de coches de apenas 15 minutos. Filmada con una conciencia absoluta de estar levantando un monumento en mitad de un estercolero genérico.

Me gusta pensar en Malditos bastardos (2009) y Django desencadenado (2012) como en un díptico. Un díptico de transición entre los, hasta la fecha, dos editores (¿no preferiría él llamarlos montadores?) de todas sus películas. Entre Sally Menke (fallecida en 2010) y Fred Raskin.

Malditos bastardos se sostiene, como Django desencadenado, a costa de sus excesos. Y como en todos y cada uno de sus filmes, es también la historia de un flechazo con un actor. Descubrir que sobre la capa de la tierra existía alguien como Christoph Waltz debió de colmar las aspiraciones (sí, siempre excesivas) de Tarantino. Alguien a quién podía dar cuerda y dejar hacer. Y sin embargo, ambas son películas de crisis. De no acabar de encontrar el tono. De saber lo que funciona y poder recrearlo a ciegas, con el piloto automático. No son lo que pretendían ser: la última palabra sobre el cine bélico y el western. Los clímax hiperconversacionales —los diálogos para besugos elongados ad infinitum— nos hablan de un creador conocedor de su marca… pero incapaz de renovarla, apelando continuamente a la nostalgia del espectador por Reservoir Dogs o Pulp Fiction.

Malditos bastardos

Malditos bastardos (Inglorious Basterds, 2009)

Infragéneros reivindicados, escenas mistificadas. Quizás esto última sea Los odiosos ocho: un intento —notable— de teatralizar todo lo que tenía de espídico su Django. De coger el spaghetti-western y dignificarlo subiéndolo a las tablas. De ensayar nuevas combinaciones de actores, nuevas formas de rodar lo más trivial con el más grande de los equipos del mercado. Una ópera bufa sobre lo cotidiano o una entrega de Agatha Christie con idéntica resolución que sus Diez negritos.

Más que en ningún otro director de la historia del cinematógrafo, el bagaje de Quentin es el de un genuino cinéfilo, un memorión dispuesto a recitarte sus filias (he conocido a muchos y podéis creerme: la mera pasión por el cine no les asegura el buen gusto). Pienso, esta vez, en Kill Bill, posiblemente el batiburrillo más desorbitantemente brillante con todo lo que había visto (y le había impresionado).

La venganza. Uno de los temas más sobados. Obras maestras, películas infames. Cuando se trata de tener que matar a alguien, nunca hay punto medio. Va a haber que hacerlo por las malas. Y las malas, cinematográficamente hablando, suelen ser atractivas coreografías de sangre y vísceras.

Uma Thurman contra 88. Todavía recordaba la escena “europea”, con la censura indirecta en forma de blanco y negro. Quentin siempre ha sido muy zorro (tratar con Miramax obligaba a agudizar el ingenio): la autoría es defendible… hasta los extremos fijados por la calificación para menores que reciba el filme. Kill Bill pudo ser una experiencia distinta en función del continente, pero sobretodo, representó la culminación de todas sus obsesiones fetichistas (¿no es eso la cinefilia?). La Novia, desatada, se convierte en un ángel exterminador amoral. Aplasta ojos, secciona arterias, vuelve de entre los muertos. La cuenta atrás de malhechores ajusticiados nos acerca cada vez más al macguffin, a ese Bill que señalará, indefectiblemente, el final de la película.

¿Qué pasaría si la filmoteca personal de Quentin, en lugar de por cintas de serie B y Z, estuviese mayoritariamente copada por clasicorros despampanantes? En otras palabras: ¿qué ocurriría si todos fuésemos capaces de identificar sus guiños a un Hitchcock, a un Ford, a un Kubrick? ¿Lograría ser tan bueno como De Palma para perdonárselo? Si tuviese realmente interiorizado el cine que Tarantino homenajea y defiende… ¿me sorprendería de igual manera? Los que realmente saben de esto han detectado en Kill Bill varias docenas de referencias explícitas e implícitas, de escenas repensadas, recauchutadas, incluso machihembradas. Una sinfonía de préstamos que funciona como obra inédita. La cinefilia es memoria y, sobre todo, capacidad de contagiar a los demás nuestras pasiones. Sin Kill Bill no hubiese llegado a cintas que de partida había desechado por infumables, tirando de juicios de valor.

No, tras ver de dónde Quentin obtiene su inspiración no hay cambios sustanciales en mi canon. Ninguna nueva incorporación al Olimpo de las imprescindibles. Pero comparto su devoción por esos instantes locos, esas escenas que uno puede llegar a dudar que fuesen rodadas por responsables de conjuntos más bien mediocres. Quentin selecciona por nosotros y nos evita la agotadora tarea de rebuscar entre la morralla. A cambio, está claro que él mismo tiene una visión muy sesgada de lo que es “el Gran Cine”. ¿Pero no iría en su contra un conocimiento enciclopédico, una cosmogonía visual “de crítico”?

Pulp Fiction

Pulp Fiction (íd., 1994)

Para rebatir esto último, toca hablar por fin de Pulp Fiction, lozana y sin fecha de caducidad 25 años después de su estreno. Aunque en toda escuela de cine se subraye lo evidente (su estructura narrativa, los tics de estilo), lo cierto es que la segunda película de Tarantino era un ejercicio de clasicismo en toda regla. De cinefilia sin ese ánimo de reivindicación de lo irreivindicable que tendría gran parte de su filmografía posterior.

Un despliegue que funciona negándole al espectador el goce inmediato, ya sea manteniendo el suspense (desde el prólogo en el bar al epílogo en el mismo establecimiento), sacrificando a alguno de los protagonistas venideros o despojándole de asideros morales que muchas veces sólo aspirar a funcionar como guía de interpretación. Pulp Fiction, sin ser una película especialmente inteligente, parecía un hito absoluto en aquel panorama adocenado, superviviente de los terribles 80.Y, sin embargo, no había apuesta más segura. Introducción, nudo, desenlace. Un guion bien barajado, una modélica dirección de actores, un montaje al ritmo de hits que siempre habían estado ahí. Si después pudo presumir ampliamente de frikismo, en Pulp Fiction Quentin presentaba su tesis doctoral: así entiendo yo el oficio, así destilo yo mis influencias. Un baile como celebración de la extrañeza. Cine negro con arquetipos reinventados. Un tipo con clase que resuelve problemas. Un poquito de sado-maso. Atmósfera retro, fulanos post-modernos. Fugacidad, milagros, sacrificios y un cierto código del deshonor.

Quentin Tarantino no se engaña tampoco sobre lo exiguo (para unos) o lo heterodoxo y febril (para otros) de su talento. Sigue obsesionado con que todo lo que puede decir un realizador no da para más de 12 películas. Pues bien, Érase un vez en… Hollywood será ya la novena. Y como esto iba sobre cinefilia y los límites del control que cualquier director de valía quiere tener sobre su obra, ¿os imagináis su última película? Las últimas películas son manifiestos post mortem para fans convencidos de la autoconciencia de sus ídolos. Algunos nos legan obras que demuestran su franca decadencia. Otros, el genial estadio al que habían llevado su oficio. Los hay que son más de elegías, de réquiems interpretados por actores fetiche, manufacturados también por técnicos que ya son de la familia.

Quentin no ha pretendido nunca presumir de ideario intelectual. En ese pulso interminable entre el qué contar y el cómo hacerlo, él ha sido un pope de lo segundo. Pero no lo dudéis: nos dejará un legado, posiblemente el más influyente entre los directores nacidos en la segunda mitad del siglo XX. Y sabe que no podrá despedirse sumándose a una franquicia espacial (¿Star Trek?) o incluyendo nuevos rosarios a sus panoplias kataniles (¿Kill Bill 3?).

Por eso imaginarse la última película de Tarantino viene a ser como imaginarse la última película que a uno le importe. Una mezcla de vértigo, inquietud y gozo.