67 Festival de San Sebastián. Roberto Gavaldón

Ironías del destino

En el perenne y loable empeño del Festival Internacional de Cine de San Sebastián por recuperar figuras relevantes de la historia fílmica a través de sus amplias retrospectivas, este año le ha tocado el turno a Roberto Gavaldón, uno de los directores más importantes de la cinematografía mexicana, pero quizás también un ilustre (cuasi) desconocido para buena parte de la cinefilia internacional. Y ahí precisamente radica el excepcional valor de esta apuesta, que permite hacer justicia a un realizador cuya obra resulta además de difícil acceso para los aficionados en condiciones dignas.

Digámoslo ya, Gavaldón ha sido el gran aliciente de esta edición del Zinemaldia. La veintena de películas ofrecidas en el ciclo a él consagrado permitieron una gozosa profundización en una filmografía que acredita medio centenar de títulos, cuya actividad cubre toda la Edad de Oro del cine mexicano (y un par de décadas más también), y cuyo periodo de esplendor se extiende desde la segunda mitad de los años cuarenta hasta la primera mitad de los sesenta.

Melodrama

Junto con Emilio “El Indio” Fernández, podemos considerar a Gavaldón como el rey del melodrama mexicano. Es el género por el que transitan la gran mayoría de sus films, no necesariamente de partida, ni siquiera en el plano principal, pero siempre al menos como sustrato tonal de su obra, y las más de las veces casi como necesidad existencial. Si La noche avanza o En la palma de tu mano se acercan al concepto de noir, si Rosauro Castro toma las formas del western, si Sombra verde se presenta como un film de aventuras o Macario como una muestra del fantástico, no es menos cierto que todos ellos atesoran no pocos elementos del melodrama.

<em>Acuérdate de vivir</em> (1953)

Acuérdate de vivir (1953)

Son las emociones larvadas, exaltadas y desatadas las que vehiculan el grueso de su filmografía. Amor, envidia, celos, codicia, son las motivaciones más recurrentes, en realidad comunes a tantas películas dentro y fuera del género, pero que filtradas por un tratamiento exacerbado de la pasión, unos diálogos recargados y ampulosos, por los contrastes de caracteres a través de dualidades y triángulos amorosos, por la recurrente presencia de la tragedia, por las ironías del destino que pueden llevar al fatalismo, conforman la esencia melodramática de sus films. Lógico también que, por ejemplo, Gavaldón recurriese varias veces a un elemento atmosférico tan práctico para caracterizar el estado volcánico de sus personajes como es la tormenta, que podemos encontrar en Sombra verde, En la palma de tu mano, La diosa arrodillada o La otra, además de esa “tormenta de fuego” que supone una de las escenas cumbre de Rosa Blanca.

Es un melodrama que también sabe mostrar una vena notoriamente popular, apelando a menudo a las clases humildes, cuya efusión pasional conectaba con el gran público del momento, o recurriendo a abundantes escenas musicales, como sucede en El gallo de oro, Acuérdate de vivir, La noche avanza, La diosa arrodillada o Rayando el sol.

Por supuesto, todo esto podría quedarse en un mero anecdotario si no viniese acompañado de un trabajo de puesta en escena fuera de lo común, con extraordinarios destellos de talento dentro de un estilo casi siempre interesante.

Una de las obras más señeras al respecto, también la más abigarrada a nivel emocional, es sin duda Acuérdate de vivir (1953). El enorme caudal argumental y la acumulación de giros melodramáticos la convierten en poco menos que un culebrón, replanteando constantemente el drama de sus personajes con asombrosa soltura y efectividad. De ella se podrían haber hecho varias películas, y de hecho, el comienzo nos hace pensar en Cyrano de Bergerac, el nudo tiene cosas de Mary Poppins y el tramo final recuerda a Mi vida sin mí. La protagonista es una sufriente mujer envuelta en sucesivos y frustrados triángulos amorosos, siempre dispuesta a sacrificarse al prójimo y a la rectitud moral de sus acciones. Acorde a su despliegue guionístico, el barroquismo impregna su estilo visual a base de grúas y angulaciones que transmiten las corrientes emocionales de los personajes.

<em>La diosa arrodillada</em> (1947)

La diosa arrodillada (1947)

Precisamente en Acuérdate de vivir encontramos una prueba más concreta del talento de Gavaldón en la puesta en escena, la celebrada elipsis que nos transporta años adelante con el simple cerrar y abrir de una puerta. Como también sucede en Rayando el sol con el baño en un lago del personaje femenino, niña cuando entra, mujer al salir.

Otros casos paradigmáticos de su creatividad visual son los extraordinarios finales de En la palma de tu mano y La otra, ambos caracterizados por un fantástico uso de la escenografía para materializar la derrota emocional de sus respectivos personajes principales.

La enormidad de la imposible morgue donde se resuelve En la palma de tu mano (1951) no puede ser sino una proyección mental de su torturado protagonista, abatido visualmente por la acumulación de espacio vacío a su alrededor. Es la culminación de un descenso a los infiernos que viene precedido por la progresiva aparición de sombras y, de nuevo, un mayor énfasis en las angulaciones de los planos. Él es un cínico de profesión adivino que recurre al chantaje cuando se le presenta la menor oportunidad. La figura de la mujer fatal mediatiza un devenir orquestado a base de triángulos amorosos, y el hombre que se vanagloria de su condición demiúrgica pierde el control sobre sus propias emociones. La filiación que podemos rastrear con el cine negro no es óbice para que se trate de una de las obras de Gavaldón con parlamentos más recargados, seguramente un testimonio de lo mucho que le gusta oírse a sí mismo al personaje que interpreta el gran Arturo de Córdova.

En el caso de La otra (1946), el abatimiento de la protagonista queda sellado por el delirio de rejas, tangibles o en sombra, que se proyectan sobre ella en el fascinante cierre (rematado al estilo Swanson/Desmond) del film. Se diría de partida que la pareja de gemelas que focalizan el inicio de esta película comparte el radical contraste de personalidades de las hermanas (gemelas de voz) que desencadenaban la locura narrativa de Acuérdate de vivir. Pero aquí las cosas no son tan diáfanas, y precisamente el desarrollo se afana en explorar las dualidades de dos personajes caracterizados ambos por la misma María Félix. El espejo es el elemento escénico que se encarga de reforzar los paralelismos que se establecen entre ambas, que devuelve una imagen de sí misma quizás insospechada por la protagonista. Igualmente, en el primer clímax narrativo, tras un fantástico montaje para elidir el instante fatal, el estupendo uso de las sombras ya propicia una disolución e identificación entre ellas dos.

<em>El gallo de oro</em> (1964)

El gallo de oro (1964)

Destino

Si el final de La otra es análogo al de En la palma de tu mano, es porque ambos films guardan elementos comunes en su desarrollo, como es la comisión de un crimen, el proceso de tortura emocional, la necesidad de redención ante las transgresiones morales y la fatalidad que hace acto de presencia a través de las ironías del destino. Ellos mismos, los personajes, son los que sellan su suerte, y ese universo paralelo en el que podrían haber logrado sus propósitos nunca se siente como una verdadera opción.

Por caminos similares transita La diosa arrodillada (1947), donde el insoportable sentimiento de culpa precipita su desenlace. La pasión desatada entre un empresario químico casado y una modelo se sintetiza en una exuberante escultura de esta última, que da título al film y simboliza el deseo carnal. El amor, la renuncia y el sacrificio se formulan en términos absolutos, en (muy) recargadas declaraciones de intenciones que anidan el fatalismo.

Es la tónica general a lo largo de su filmografía, en la que el destino limita la capacidad de los personajes para atajar en la vida, para cambiar las estructuras sociales que les atan, incluyendo su estadio socioeconómico natural, una infranqueable barrera para la perversión moral y la ambición desmedida, pero también un celoso vigilante de la impermeabilidad social.

<em>En la palma de tu mano</em> (1951)

En la palma de tu mano (1951)

Ejemplo claro lo encontramos en La barraca (1945), adaptación de la novela de Blasco Ibáñez. El film nos muestra la disputa entre los campesinos de un pueblo y una familia en la miseria que viene a ocupar un terreno que los lugareños no permiten trabajar para guardar la memoria de un antiguo vecino caído en desgracia en una disputa con su terrateniente. No deja de ser una historia sobre gentes que hacen lo equivocado por las razones correctas, aunque con un encono y una mezquindad que resulta un tanto maniquea. En realidad pierden individualidad humana para convertirse en instrumentos de una fuerza atávica que supera a todo ellos y que consagra la permanencia del status quo.

La imposibilidad de progresar socialmente aparece también en dos de las películas protagonizadas por Ignacio López Tarso a principios de los años sesenta, El gallo de oro y especialmente en Macario (1960), una fábula de tintes sobrenaturales en el México español, rural y miserable. En ella, un hombre que gana para alimentar a duras penas a su familia sueña con comerse un pavo él sólo. Su mujer roba uno para él y tras una serie de sobrenaturales encuentros le es otorgado el poder de sanar. El film retrata con logrado aire costumbrista las miserias de una sociedad clasista y cruel, a base de un negro sentido del humor, lleno de retranca durante todo el metraje.

Representa otro caso de esa fuerza invisible que somete las vidas de las criaturas de Gavaldón castigando generalmente comportamientos inmorales, pero que también denota esa querencia del director mexicano por retratar la injusticia de una sociedad profundamente desigual, consagrada al materialismo y de vocación conservadora, cuando no tiránica.

Tiranía

Es lo que en encontramos en Rosauro Castro (1950) en la figura del homónimo cacique que mantiene su dominio sobre un pueblo a sangre y fuego. Quizás la película desaprovecha un tanto el potencial de sus contradicciones, que pronto dejan de ser foco de la acción salvo por el amor que siente por su hijo. Sin embargo su dirección nos regala soberbias secuencias como la de apertura, que sigue a la escasa comitiva funeraria de una víctima de Rosauro candidato a presidente del pueblo, con múltiples planos desde el interior de diferentes locales cuyos ocupantes nos ponen en situación, manifestando así la multiplicidad de puntos de vista. O como el cierre, que sugiere de manera muy sutil la presencia de Dios como la fuerza que resuelve los conflictos, simplemente con ese plano picado final reencuadrado sobre un reloj.

En el caso de El rebozo de la soledad (1952), el enemigo no es solamente el caciquismo, sino también la ignorancia y la superchería. Ante ellos, un humilde médico que sacrifica una vida más cómoda en ciudad para asistir a las gentes de un pueblo. El argumento se abre a todo tipo de situaciones en las que se dan cita amor, deseo, odio, violencia o muerte. Hay secuencias realmente memorables, como la operación a un bebé en una estación con el estruendo de una máquina locomotora de fondo. Es una pena que el tramo final se convierta en una gruesa y discursiva lección moral, rematada por una última escena que formula de manera bastante explícita la simbiosis entre ciencia (medicina) y religión, y cómo sería necesario pasar por el filtro de la segunda para practicar adecuadamente la primera, una relación que ya se venía insinuando más veladamente en el resto del metraje.

Por su parte, la novedad que aporta Rosa Blanca (1961) es que la opresión viene del exterior de México, de una compañía petrolífera estadounidense, en un clásico argumento de disputa por la tierra entre el pequeño propietario y el poderoso que obvia los límites de la ley, contraponiendo en pregnantes imágenes las edénicas tierras de su orgulloso propietario con los infernales campos petrolíferos. De ahí que la óptica se mueva del caso particular al prisma nacional, lo que termina diluyendo el drama individual ante la buscada perspectiva histórica y de clase (de hecho el film fue prohibido por el gobierno mexicano y no pudo estrenarse hasta pasada una década).

<em>Macario</em> (1960)

Macario (1960)

Sociedad

Es con toda esa problemática sociedad con la que se plantean romper los personajes de la notable Sombra verde (1954). Su tramo inicial y el propio título de la película juegan al despiste, ya que se diría una historia de supervivencia en la selva. Su protagonista es un ingeniero casado que se pierde en una expedición pero acaba dando con un minúsculo poblado llamado El Paraíso. Fundado por un hombre que pretendía huir de esa sociedad tóxica, allí ha criado a su hija, una asilvestrada joven que no precisa esconder sus instintos naturales, sus pulsiones sexuales. La referencia edénica funciona evidentemente por oposición a las reglas y convenciones sociales, simbolizadas por la chica y la esposa respectivamente, y entre ellas se debate el ingeniero (Luis Alcoriza fue el encargado junto a Gavaldón de realizar la adaptación de la novela homónima de Ramiro Torres Septién, y no cabe duda del carácter antecedente de Sombra Verde respecto a la fantástica Tiburoneros que Alcoriza realizaría una década más tarde). El melodrama se presenta en esta ocasión más contenido, dentro siempre de un registro que tiende al desaforamiento. La naturaleza tiene una viva presencia en las imágenes, y por ahí se descarga parte de la intensidad que quizás de otra manera hubieran soportado los personajes.

También la pareja de enamorados de La diosa arrodillada desafiaba las convenciones sociales y la institución del matrimonio, pero no tenían la selva como refugio y la necesidad que sentían de satisfacer su deseo dentro de una estructura social rígida les terminaba empujando a la perversión. Incluso en Acuérdate de vivir esa tensión está presente, por más que su protagonista renuncie sistemáticamente a cualquier tentación. Es una renuncia aparentemente virtuosa, pero en Gavaldón no todo es lo que parece, y de hecho se trata de un personaje que raya el fanatismo y cuyo comportamiento también genera infelicidad alrededor suyo.

Arquetipos y apariencias

La “santa” de Acuérdate de vivir es uno de los arquetipos que podemos encontrar en la filmografía de Gavaldón, que tampoco muestra una obsesión excesiva por ninguno en particular. La chica de Sombra verde o la cantante de rancheras del El gallo de oro son ejemplos de mujeres fuertes e independientes. Rosauro Castro, el pelotari de La noche avanza o Benavides en El Gallo de Oro pueden verse como muestras del macho mexicano, de una masculinidad hipertrofiada y malentendida. Y por supuesto, hay variadas femme fatales, como las viudas adineradas de La otra y En la palma de tu mano, o como la protagonista de la fatalista Rayando el sol (1946).

Ella es el perenne objeto de deseo de dos hombres que han crecido juntos como hermanos, convirtiéndose así en el elemento que se interpone en la amistad masculina y que precipita el drama de tintes fratricidas, en connivencia con el inevitable carácter sanguíneo de los personajes. Estructurado en dos tiempos separados por la elipsis que mencionaba antes, la narración funciona en buena parte a través de repeticiones, de rituales que los personajes han establecido y que han alcanzado un significado profundo. Por otro lado, es interesante el papel de la religión, aunque pueda ser externo a la esencia de la acción. Ofrece la posibilidad del perdón y la redención a través de la fe y el sacrificio, pero de nuevo el desarrollo de los acontecimientos parece traicionar esa apariencia de valor positivo absoluto. El sacerdote, que por momentos parece ubicuo y omnisciente, ensalza la fe de uno de los personajes que roba una estrella del manto de la virgen por pura devoción, y la contrapone a la guerra que se desarrolla en Europa; sin embargo, esa misma pasión incontenible e incontenida es la que provoca la tragedia en casa.

<em>Sombra verde</em> (1954)

Sombra verde (1954)

Ahora bien, si hay un film en el que las apariencias pueden engañar, ése es Días de otoño (1963). Rara avis en la filmografía de Gavaldón, también fuera de ella, esta fascinante e insólita película se configura como un drama sobre la fantasía que nos hace dudar de lo que vemos en pantalla. Cuenta la historia de una inocente chica que llega a DF y, avergonzada tras ser víctima de un engaño por parte de su prometido, hace creer a su círculo más cercano que se ha casado. La extrañeza se hace presente al introducir al novio, que bien parece una invención idealizada (bañada por la dorada luz de los días de otoño) de la solitaria y soñadora protagonista, y cuya presencia en pantalla es mínima. Más que una persona real parece un fantasma, que de hecho es en lo que ella finalmente le convierte. La carga melodramática viene muy matizada, interiorizada en un personaje que se mueve entre el sufrimiento por el engaño en el que se ha visto enredado y la construcción fantasiosa que ella misma parece creerse por momentos. Toda esta sutileza encuentra réplica visual en un refinado trabajo de puesta en escena en donde panorámicas y travellings fluyen delicadamente en planos cuidadosamente compuestos e iluminados por el maestro Gabriel Figueroa. El final no es menos singular, incluso potencialmente interpretable, muy diferente del que las convenciones argumentales harían inevitable, y apropiadamente en el mismo figura la protagonista como única persona de carne y hueso. A la postre Gavaldón nos libera del destino al que estábamos condenados como espectadores mientras su heroína parece recuperar las riendas del suyo propio.

Tras tantas películas con personajes atrapados por su actos, por sus errores y flaquezas, condenados a redimirlos en la tragedia personal, Días de otoño se siente la apropiada culminación del periodo de mayor esplendor en la carrera de Roberto Gavaldón, un broche de oro para un director cuyo nombre ya no puede volver a sonarnos extraño.