O cómo la búsqueda de la película se convirtió en espera
Uno acude a un festival de cine de forma un tanto egoísta. Existe siempre la esperanza de ver algo que nadie ha visto aún —o que muy pocos han visto todavía— para luego tener esa ilusión de ser aquél que le descubra a alguien el diamante en bruto, la joya perdida de la cosecha anual de películas: la búsqueda del filme que “justifique” el hecho de congregarse durante varios días en una sala oscura.
Decía Neus Ballús en la retrospectiva de sus cortometrajes, organizada en el marco del festival como sesión especial, que se tomó Pepitu Ricu (2008) como un ejercicio de desintoxicación del lenguaje televisivo con el que había tenido que convivir para ganarse la vida. Harta de planos recurso que no servían para nada más que centrar la voz del periodista que hablaría sobre ellos, filmó una escena tan simple como el jugueteo de un periquito con sus abuelos. Lo grabó saliendo de la jaula, lo grabó subiéndose al hombro de su abuela, lo grabó despreciando el hombro de su abuelo y lo grabó volviendo a entrar entre rejas. Así de naíf era la escena, pero le valió para poder volver a buscar su lenguaje cinematográfico y filmar un año más tarde un proyecto tan notable como Inmersión (2009). En ese siguiente cortometraje, Ballús se sumergió en una piscina municipal para filmar los cuerpos bajo el agua, para texturizar no solo la imagen sino el sonido, para distorsionar voces y para reflejar los distintos usos y usuarios de tal espacio. La cineasta pasó de la contaminación de un audiovisual tan encorsetado a la máxima abstracción posible, la de pasar del medio terrestre al acuático.
Algunos autores que han pasado por la sección oficial de largometrajes internacionales de este L’alternativa 2019 vienen con una intoxicación similar a la que tuvo Neus Ballús, pero aún más alarmante: un lenguaje audiovisual que parece contaminado de la tecnocracia y el esteticismo que imperan en nuestra sociedad. No hay puesta en escena: se filma como el turista que recorre una ciudad y se fija en lo que le rodea solo para hacer una story, sin estudiar qué se quiere grabar y cómo se quiere mostrar al espectador. Se rueda confiando en que tener una buena cámara —si está en modo 4:3, aún mejor— y un ojo capaz de entrever lo bonito será suficiente como para luego ser arreglado en la sala de montaje. Esta tendencia se ve completamente reflejada en los largometrajes Shelter: Farewell to Eden (Enrico Masi, 2019) y Swarm Season (Sarah J. Christman, 2019). Ambas películas, más allá de ser difusas y de extraviarse en situaciones demasiado complejas para las desmedidas ambiciones de los cineastas, rellenan el metraje de planos que no dejan de ser simples fotografías de alguien que pasaba por ahí, imágenes acaso inspiradoras que distraen a un espectador que trata de completar con el sonido —voces en off, ruidos magnificados y músicas trascendentales— instantáneas vacuas. En definitiva, una vuelta al plano recurso del que Neus Ballús huía.
Luego hay otras películas que naufragan un poco más tarde, en la sala de montaje. La primera se ahoga desde un primer momento: 4 godine u 10 minute (Miladen Kovacevic, 2018) recupera las tomas del año 2000 del primer serbio en subir al Everest, un escalador muy parco —tanto de palabras como de imágenes—. Pero estas tomas están montadas sin gracia alguna: en total silencio, de repente se congela un fotograma y se superponen extractos del diario personal del protagonista del filme. Y lo que es peor: una hazaña tan épica como escalar el pico más alto de la Tierra queda relegado a lo tedioso por el tono altivamente solemne que se impone como una orden.
Por otra parte, Nos défaites (Jean-Gabriel Périot, 2019) propone varias ideas interesantes: estudiantes de cine de bachiller, envueltos en pleno conflicto de los chalecos amarillos, recrean escenas de las películas que reflejaron las protestas de ‘mayo del 68’, para luego ser interrogados por los conceptos que aparecen en los diálogos y por el subtexto de ellos. La muestra interrogada es algo insuficiente, pero demuestra el analfabetismo político y la falta de conciencia obrera de los protagonistas con cierta elegancia, además de cuestionar el estado actual de los conceptos que medio siglo atrás inspiraron tal movimiento. El problema es que, a raíz de su montaje reiterativo e inmóvil, la película queda relegada a perder fuelle poco a poco y acaba por agotarse antes de tiempo. Que haya pocos entrevistados, que recreen las mismas escenas varias veces y que respondan a las mismas preguntas sin dar respuestas muy diferentes entre sí acaba por condenar al largometraje a un desgaste que ni el giro que toma al final termina de compensar.
De algo parecido adolece Erde (Nikolaus Geyrhalter, 2019), un documental de estructura capitular clásica que, valga el símil, escarba con fuerza en el terreno de la ecología hasta dar con preguntas muy alentadoras sobre cual debería ser la relación del ser humano tanto con la tierra y como con la Tierra. Su planteamiento es sumamente original y utiliza una fórmula de gran potencia visual: las entrevistas están intercaladas por planos cenitales de grandes socavones habitados por grúas. Pero lo que en la superficie parece ser —para entusiasmo de uno— una investigación profundamente humanista, termina por irse por los derroteros de los tecnicismos, perdiendo poco a poco sensibilidad y elocuencia, hasta llegar a un desenlace potente pero menos sugerente de lo que cabría desear.
También está el caso de De nuevo otra vez (2019), filme en que la actriz y cineasta Romina Paula se retrata a sí misma y a su vez trata de dar un enfoque generacional a su crisis de los 40 particular. Pero lo hace mediante un guion simple e impostado que cae en todos los lugares comunes del género, para poder así recitar —tanto en diálogos como en monólogos— sus muchas reflexiones: las dificultades de conciliar maternidad y vida laboral; el hecho de no reflejarse en la edad de uno, que aquí no elide la escena cliché de la fiesta en que la protagonista no encaja y termina por irse; el hecho imperante en cierto cine de autor de cuestionarse la sexualidad; y el estado del arte, con personajes tratando de entender un cuadro. El problema es que Rohmer solo hay uno, y conseguir que una historia y sus personajes alcancen la meta ensayística con naturalidad está al alcance de muy pocos, entre ellos Jonás Trueba, cuya La virgen de agosto (2019) —coescrita y protagonizada por Itsaso Arana— es el espejo de muchas de las inquietudes e intenciones de la cineasta argentina.
Paradójicamente, en las disciplinas en que las películas ya mencionadas tienen más dificultades para persuadir al espectador, es decir, puesta en escena, montaje y naturalidad, sobresalen las para mí grandes cintas de la vigésimo sexta edición del festival l’Alternativa: Bait (Mark Jenkin, 2019) y Zumiriki (Oskar Alegria, 2019).
Bait es imperfecta, pero verdaderamente arriesgada. El cineasta plantea algo totalmente especial: un western en un pueblo de pescadores —el pub reconvertido en cantina— con la estética realista y el trasfondo social del free cinema británico de finales de los cincuenta. En seguida la disputa fraternal que mueve el argumento adquiere un subtexto de lucha de clases y de contraposición de tradición y modernidad que llena la simple trama de matices. La pesca y sus viejos métodos se resisten a quedar sepultados por la industria del turismo en un filme que, por mucho que enseñe MacBooks y despedidas de soltero, evoca sin ningún tipo de duda a tiempos pretéritos. Rodada en 16 mm procesados a mano, lo que da una imagen en blanco y negro granulada completamente acorde a sus intenciones, plantea una puesta en escena de un artificio conciso: abundan los planos detalle y los primeros planos cerrados, que, junto a aquellos que muestran el escenario con más amplitud —las nubes avecinan tormenta—, refuerzan la tensión y la gravedad de las bastas actuaciones de sus intérpretes. En Bait no se dejan las cosas encima de la mesa, se tiran o se estampan contra ella, lo que se apoya en un sonido modificado en que se suprime lo ambiental para amplificar el golpe de efecto —sea hablado o físico. También hay una gran apuesta por el montaje: al inicio la narración es ecléctica y exagerada, pero poco a poco va diluyéndose hasta quedarse en la esencia de un montaje paralelo que yuxtapone todo tipo de situaciones. Algunos diálogos se anticipan de tal manera a otros que toman una deriva delirante, otras acciones aisladas toman un significado ideológico como en los filmes de vanguardia: el simple plato de pasta que el marinero le ofrece a su novia contrapuesto a los bocados de las langostas que los ricos les han robado.
Y finalmente está la compleja y estimulante Zumiriki. Oskar Alegria vuelve al lugar de su infancia, un río del pirineo vasco con su isla inundada y sus dos orillas, y construye una cabaña en la que vivirá durante cuatro meses. El cineasta abre muchos frentes, pero todos de forma brillante. Por un lado, Alegria quiere conversar con su entorno y con las primeras cintas vascas. El McGuffin es la búsqueda de una vaca descarriada años atrás, pero su “intención no es desvelar el misterio, sino encontrar uno mayor”. El ermitaño —o náufrago— se asoma a una ventana que en realidad es un espejo de si mismo, lo quiera o no. Por otro lado, desea “filmar como un pastor, sin pensar, sin tiempo”. Y para lograrlo decide conocer en la oscuridad de la noche a los últimos pastores que siguen viviendo en el pirineo vasco. Los cuatro personajes son octogenarios para los que el tiempo transcurre con la levedad del que lleva toda la vida esperando: pero no del que espera de pie, inquieto e impaciente, sino del que espera sentado en una silla, calmado y reflexivo.
Así, el director navarro formula una película en que la esencia no está en la acción, sino en la inacción, la gran diferencia de su también brillante ópera prima, La casa Emak Bakia (2012), en la que el cineasta navarro buscaba incesantemente las rimas entre su cine y el de Man Ray, o bien forzadas, o bien por azar. Pero en Zumiriki, la tranquilidad y la seguridad que dan el hecho de no tener un reloj u obligaciones —o plan de rodaje—, permiten que el director pueda planificar cada escena con todo lujo de detalle, a la vez que ese contacto constante con la naturaleza —o con uno mismo— confieren una todavía mayor lucidez poética a sus reflexiones. Además, el montaje por capítulos refuerza el tono ensayístico de una obra en la que el cineasta encuentra el difícil equilibrio entre solemnidad y la autoconsciencia. Es por eso por lo que el filme resulta fascinante: la humildad del autor —que se considera un igual a los que conviven en el bosque— hace que sus atildadas ideas y decisiones nunca resulten grandilocuentes o autocomplacientes, sino tan inspiradoras como el arte más minucioso. “Filmar es vivir dos veces”, o una forma de entender el cine como un todo. Pues qué es la mirada —o el hecho de filmar— sino una tangente entre memoria y espera.
Y, de este modo, la búsqueda del filme que “justifique” acudir a un festival de cine resulta no ser una búsqueda sino una espera. Como la de Oskar Alegria en su isla inundada. Como la de los últimos pastores octogenarios del pirineo vasco: sentado y a oscuras.