El Festival de Cine Europeo de Sevilla regresaba para su decimosexta edición con una potente programación que recogía un buen puñado de los títulos más interesantes realizados en el Viejo Continente durante la presente temporada cinematográfica, además de las puntuales pero imprescindibles miradas al pasado cinematográfico. Es cierto que el SEFF tiende a jugar sobre seguro, especialmente en su Sección Oficial, pero eso también se ve reflejado en el alto nivel medio del principal escaparate del certamen. Y como no puede ser de otra manera, la selección reflejaba varias de las cuestiones más trascendentales de la realidad europea y española actual. Hablamos de obras que rimaban o contrastaban dentro de unas líneas temáticas que podríamos proponer de la siguiente manera:
De la ideología
La brillante ganadora del Giraldillo de Oro, máximo galardón del SEFF, no fue otra que la italiana Martin Eden. En manos de Pietro Marcello, la novela homónima de Jack London resulta una caja de resonancia de todo el siglo XX a través del más hermoso gesto estético del film, el reciclaje de imágenes de archivo para insertarlas con total naturalidad a través del montaje como trasfondo de la narración. Pero también con el caótico batiburrillo de referencias temporales surgido de la escenografía, que imposibilita cualquier fijación temporal aproximada. La consabida historia de autoaprendizaje y formación como escritor de su protagonista, impulsada por el deslumbramiento que le produce una bella joven y su aburguesado entorno familiar, sólo para llegar a un colapso emocional al que su furibundo individualismo le condena, sirve de marco resonante de los conflictos ideológicos que caracterizaron el siglo pasado. Ante la estimulante ambición de la propuesta, sólo hay que lamentar una dramaturgia quizás excesiva, altisonante por momentos, que exacerba la pasión del joven Martin y subraya la grotesca decadencia personal del ya maduro autor de éxito. La puesta en escena de Marcello evita a toda costa el encorsetamiento y ofrece soluciones visuales tan atractivas como la presentación de Elena, apropiadamente realizada como una aparición a través del reflejo de un espejo, pero también se antoja un poco deslavazada, o quizás una pertinente resonancia estética de un siglo tan convulso.
Triunfadora de la sección Revoluciones Permanentes, Bait certifica sin embargo que los conflictos ideológicos que muestra Martin Eden son por el momento una cuestión del pasado, ante el triunfo inapelable del liberalismo consumista y globalizador en este siglo, frente el cual sólo resta el recurso al gesto individual. Mark Jenkin emprende un sorprendente ejercicio de estilo que muestra cómo esa globalización pervierte inevitablemente espacios tradicionales como mercancía turística. En un pueblo de pescadores, dos hermanos han tenido que vender su casa familiar, adquirida por una acomodada familia que la utiliza y explota como vivienda vacacional. Uno de ellos se ha adaptado a la nueva realidad socioeconómica usando su barco pesquero para hacer recorridos panorámicos, pero el otro sigue fiel a su oficio, en parte como acto de resistencia, y mantiene constantes roces con los que considera intrusos advenedizos. Esta tensión se manifiesta primeramente a través de su anacrónico formato conformado a partir de película de 16 mm tratada para aplastar y estatizar la imagen, con una paleta de sonido postsincronizada que parece monoaural. Esta estética anticuada, bien colisiona, bien acompaña de manera natural al contenido escénico dependiendo de los personajes y situaciones retratadas, de los elementos más modernos o tradicionales que se muestren en pantalla. Y por supuesto, su llamativo montaje genera violencia a través del rápido engarce de escenas en ráfagas de montaje paralelo. Es una manera de reflejar el convulso sustrato bajo el cual reina la ideología dominante, conformando así una de las experiencias cinematográficas más estimulantes vistas en Sevilla.
De la perspectiva de género
Si hay una cuestión especialmente candente hoy, aquí y ahora, es la situación de la mujer en la sociedad en la que vivimos. Pero si bien esa inquietud está en feliz apogeo, obviamente no resulta nueva. La fascinante retrospectiva Melodías Excéntricas nos permitía retrotraernos a la Hungría de 1970 para observar el jugoso punto de vista femenino que Márta Mészáros ofrecía sobre la realidad del momento.
Quizás la característica más llamativa de Don’t Cry, Pretty Girls! (un film musical no en el sentido tradicional ya que básicamente no hay interacción entre la acción escénica y la música extradiegética) es el constante movimiento que muestra y que viene virtuosamente recogido en elegantes planos de suaves travellings y panorámicas, un flujo formal que da réplica al escénico. Los jóvenes que protagonizan la película van de un sitio a otro casi con incontinencia, quizás porque todavía están en una fase vital en la cual buscan su lugar en la sociedad. Más en concreto, es la chica protagonista la que es llamativamente llevada por iniciativa de los personajes masculinos. Su novio, que no tiene reparos en flirtear (y algo más) con otras jóvenes, o el chico que parece gustarle, son quienes toman las decisiones, quienes tienen voz, y de hecho son también los hombres quienes interpretaran casi todas las canciones, los protagonistas de esa escena pop húngara que en primera instancia podría parecer el principal foco de interés para la película. Pero es la manera que tiene Mészáros de mostrarnos una sociedad machista donde las mujeres están arrinconadan en un rol pasivo, mientras los hombres les cantan muy cínicamente que “no lloren” y que “la vida puede ser maravillosa”.
La asfixia masculina trasladada a nuestros días queda en Hogar fuera de campo, ya que en el film de Maura Delpero apenas si hacen acto de presencia los hombres, pero se intuye el poder que ejercen. Sin embargo, su ausencia en pantalla, en el espacio que ocupan, tampoco supone la solución para ellas. Hay de hecho una profunda fractura e incomodidad entre esos personajes y la situación en la que se encuentran. Esas jóvenes madres o embarazadas al cuidado de unas monjas no dejan de estar recogidas en un hogar postizo, que casi más parece una cárcel, privadas del que deberían tener propio y natural, por diversas razones que la directora no siempre quiere hacer explícitas, y que en gran medida podemos suponer derivadas del machismo de la sociedad en la que viven. Las chicas están allí por pura necesidad y las monjas aprovechan para hacer proselitismo explotando su debilidad y la ingenuidad infantil, pero no tienen pinta de tener la menor simpatía por ellas. Nada más visual que la escena de la fiesta, que nos depara a unas internas con estética de chicas de alterne y perreando mientras al otro lado de la puerta las monjas contrariadas montan guardia y los niños ven dibujos animados religiosos, un contraste de lo más brutal que revela el artificio vital en el que se encuentran. Pero incluso las dos protagonistas, la nueva monja, joven y desacostumbradamente guapa, y la interna más asimilada a la vida en el centro, son elementos extraños al mismo: la primera se revela como una madre frustrada y la segunda anhela un hogar propio. Toda esta composición de lugar y caracteres viene servida por una dirección visual muy precisa que economiza planos y sitúa a los personajes en el punto preciso de la escena.
Quizás en Little Joe la cuestión de género queda más desdibujada, aunque la maternidad de la protagonista a diferentes niveles no deja de ser la clave del film. Jessica Hausner se aproxima al género de terror conjurado desde el mundo vegetal a través de una flor creada por procedimientos genéticos que combatiría su propia esterilidad cambiando el comportamiento de quien inhala su polen para garantizar su supervivencia. Hausner aplica el rigor visual habitual en su cine a la planificación del film, resultando en una atractiva estética que cuida mucho el color (lógico dada la importancia de las flores) y las angulaciones de cámara (ya desde el llamativo plano cenital circular de apertura), pero ese mismo rigor se echa en falta a la hora de manejar las reacciones de su protagonista, de un candor y una falta de perspicacia exasperantes; ¿quizás un reflejo de ese rol maternal que juega respecto a su creación?. De hecho humaniza a las flores bautizándolas con el mismo nombre que el de su hijo. Estas plantas están diseñadas para producir un efecto de felicidad a través de su aroma, que podríamos asimilar a esa felicidad indefinible e incluso normativa que parece derivarse de la procreación. Así, es evidente que la película pretende reflejar nuestro propio comportamiento como especie que busca su propagación y supervivencia, también exponer el desmesurado estatus que a menudo tienen los niños en nuestra sociedad y cómo transforman las vidas y la mentalidad de sus progenitores. En fin, la maternidad (o paternidad) como un potencial e inquietante Body Snatchers.
De la violencia
Hay violencia de muchos tipos en nuestra sociedad, de hecho hay violencia en todas y cada una de las películas que glosan esta crónica. Es connatural al ser humano y nuestros procesos civilizadores no han tenido el éxito deseado para contenerla. Pero este SEFF ha incidido en particular en esa línea que une el fantasma más o menos materializado de la violencia terrorista, fanatizada, con la violencia estatal y legalizada, incluyendo en esa ecuación los fenómenos de violencia que se generan en la periferia de una nada inocente Europa y que reverberan en ésta.
Dos films del Magreb protagonizados por policías/soldados con experiencias traumáticas con el terrorismo coincidían en una visión abstractiva y simbólica de la violencia con sendos relatos llenos de fracturas narrativas. Abou Leila, ganadora de la sección Las Nuevas Olas, nos retrotrae a la Argelia de los años 90 asolada por el terrorismo. Tras un atentado que sirve de apertura, acompañamos a dos hombres hacia el sur del país, al desierto, a la búsqueda del responsable del mismo. Hay una obsesión permanente por el misterio, por mantener al espectador en zonas de sombra, como si fuera imposible tener acceso a un conocimiento aproximado de la situación y los mecanismos que la rigen. Llegado un punto, perdemos todas las certezas sobre la realidad de lo que vemos en pantalla. Amin Sidi-Boumédiène hace del movimiento panorámico una puerta de acceso a otra percepción, a veces sencillamente al terror, a un espacio onírico en el cual la violencia se reproduce como una pesadilla sin lógica discernible. Sin embargo al film finalmente le pesa el metraje, la solemnidad que en parte deriva del abuso del mismo, y quizás también su carga simbólica.
Ala Eddine Slim, por su parte, nos lleva a Túnez de la mano de Tlamess, con la escena de unos soldados avanzando a través de estrecho cañón en busca de supuestos terroristas como punto de partida, lo que me produce un intenso déjà vu con Essential Killing de Jerzy Skolimowski, que vuelve a repetirse poco después cuando uno de los soldados es buscado por desertor mientras le seguimos desnudo en un largo plano-secuencia durante su huida hacia el bosque. El otro personaje clave es una joven y acomodada esposa, embarazada, que se encuentra un día con él de paseo por el bosque y termina retenida en un apartado refugio. Es un espacio que se diría suspendido en el tiempo, en el cual cambian las reglas de percepción (los personajes se comunican simplemente mirándose a los ojos). También aquí el territorio que transitan los caracteres acaba pareciendo más mental que real, la fantasía y el simbolismo se van abriendo paso (no siempre con igual fortuna, como el discutible recurso de utilizar un monolito como en 2001) mientras el relato busca adquirir un carácter mítico.
En la Sección Oficial, mientras tanto, otras dos películas nos dejaban inequívocas resonancias, los trayectos de Palestina a París de sendos personajes, israelí en un caso y palestino en el otro, sólo para comprobar en la capital del ideal revolucionario, de la Libertad, Igualdad y Fraternidad, que a pesar de su conflictivo lugar de origen, ciertas dinámicas son comunes en todo el mundo. También resulta curioso su contraste estético: si Nadav Lapid esgrimía en Synonyms (que ya glosáramos en nuestras crónicas berlinesas) caos visual para reflejar un mundo incómodo, Elia Suleiman opta por abundar en la idea de control a través de imágenes muy cartesianas, frontales y equilibradas.
Sólo hay un contraplano en It Must Be Heaven, repetido infatigablemente, la mirada estupefacta del propio director, protagonista de la película, sea en Palestina, París o Nueva York (otra escala en su trayecto), para convertirse en testigo mudo de un mundo contemporáneo donde se reproducen tanto la violencia, como los aparatos de seguridad, control y represión gubernamentales. Desde la comedia, desde el gusto por el sketch y el gag visual, Suleiman nos sugiere que entre sus juegos con el absurdo y la realidad de nuestra sociedad hay mucha menos distancia de lo que podríamos imaginar, que normalizamos situaciones que quizás deberían inquietarnos. Como por ejemplo, esas calles vacías de París, esos tanques y aviones que aparecen de manera inopinada, que se revelan producto del desfile del 14 de Julio, una celebración que no deja de ser nacionalista y militarista. El dispositivo es lúcido y brillante, siempre presto a dejarte con una sonrisa helada, eclipsando en esta ocasión al maestro en similares lides, el sueco Roy Andersson, cuya About Endlessness, también presente en este SEFF, se antojaba una obra menor dentro de su brillante carrera.
Los hermanos Dardenne, por su parte, huyen como siempre de cualquier estrategia abstractiva o globalizadora para ceñirse a sus íntimas epopeyas individuales. Con Le Jeune Ahmed vuelven a ofrecer una odisea personal en la cual late la necesidad de redención. Ahmed es un adolescente musulmán que, bajo la dirección de su imán, se radicaliza hasta el punto de tratar de asesinar a su profesora. Es un personaje que, tal y como está descrito y tratado, ofrece poco juego; un muro de fanatismo recogido sobre la introversión y el silencio. Ofrece más potencial el efecto que produce sobre los caracteres que le rodean, la madre, el hermano, la profesora, la tópica chica cristiana que se siente atraída por él, o bien su educador, pero se muestran como meros apoyos que interesan lo justo a los realizadores belgas. La puesta en escena de hecho se focaliza en el protagonista, cámara en mano por supuesto, siguiendo sus evoluciones con planos mayormente cerrados, que resaltan su ofuscación y falta de perspectiva. En un momento dado hay un juego con sus gafas nada casual, en el cual se invita al personaje a mirar desde otra perspectiva, con otros ojos, con otra definición, socavando momentáneamente sus certezas. Pero la película fracasa a la hora de inspirar al espectador mucho más que las ganas de quitarle al chaval la tontería a tortas, y visto el torpe intento de epifanía final, se diría que los Dardenne opinan lo mismo.
De los cadáveres
Los cadáveres son a menudo testimonio de la violencia conjugada en tiempo pasado, de heridas emocionales no restañadas, de memorias lacerantes o incluso de un ignominioso continuismo. También pueden denotar olvido (o pretensión del mismo) por pura omisión. La actualidad informativa, con la reciente exhumación del cadáver del Generalísimo, se conjugaba con varias obras que afrontaban la temática de manera más o menos explícita.
El franquismo es de hecho el muy elocuente trasfondo de la última película de Eloy Enciso, que con Longa noite da continuidad a la estrategia narrativa que ya había mostrado en Arraianos, de regusto straubiano, con otro film articulado sobre textos preexistentes recitados por actores no profesionales. A la Galicia de posguerra, escenario gris, triste, oscuro, retratado en depuradas imágenes de estáticos encuadres, vuelve un combatiente que había sido dado por muerto. Hay por tanto algo fantasmal en su presencia, una cualidad que se extiende a todo la realidad mostrada, pero que explota realmente el último tercio de la película, un viaje a una noche inacabable, perfilada por los tenebrosos claroscuros de Mauro Hercé, en la que resuenan voces de muertos en un no-lugar al que quedan condenados (hasta nuestros días) aquellos señalados por el régimen.
También el franquismo está en el corazón de El sopar, uno de los títulos programados en el homenaje a Pere Portabella. El director catalán reunía el mismo día de la ejecución de Salvador Puig Antich a cinco ex-presos políticos, que discuten sobre la condición del luchador político encarcelado, sobre sus armas y capacidad de acción una vez privados de libertad, sobre el efecto que puede surtir semejante arma de represión en el militante activo. No hay más adornos, ni apoyos visuales o sonoros, es una obra presentada desde la desnudez, soportada por la capacidad significante de la palabra. En su concepción original, podríamos considerarla vista hoy en día como un valioso testimonio sobre un cadáver político, el franquismo, pero el texto añadido a modo de coda describiendo la situación procesal de los políticos del Procés sugiere de manera evidente el continuismo de unas estructuras y unas estrategias muy poco democráticas, a decir de Portabella.
El franquismo, el cadáver de Francisco Franco para ser más preciso, sobrevolaba también por pura asociación de ideas e imágenes la proyección sevillana de State Funeral, como varios espectadores hicieron notar en el coloquio posterior. En su impenitente labor por desenterrar un pasado soviético que de alguna manera sigue reverberando en el presente, Sergei Loznitsa se ocupa curiosamente de un entierro, el de Iósif Stalin, una exhibición (con todo el significado de la palabra) de adhesión a la figura que dirigió con mano de hierro la Unión Soviética durante dos décadas, que se cultivó la imagen de Padrecito entre la población, todo dentro de un exacerbado culto a la personalidad del que su despedida es buena prueba. Cubriendo los días que van desde su fallecimiento hasta el funeral, Loznitsa recupera el muy abundante material rodado para la producción de un film documental, a la postre prohibido, porque ya los vientos políticos estaban cambiando en el país. Loznitsa procura disponer las escenas de manera clara y ordenada, apelando a la paciencia del espectador para empaparle de una realidad que termine hablando por sí misma, y a lo largo de más de dos horas de excelente labor de montaje, el film repasa el homenaje de las instituciones y muy en particular de la población, mostrando la triste facilidad con la que se pueden secuestrar, no sólo el libre albedrío de la sociedad, sino también sus emociones.
El fantasma de esa Unión Soviética de la cual Stalin fue una de sus principales cabezas visibles anida en las imágenes de Space Dogs. Elsa Kremser y Levin Peter parten de la tan celebrada como cruel hazaña que supuso el lanzamiento del primer ser vivo al espacio, la perra Laika claro, para fabular con su espectro, que a decir de la película, vagaría por esas calles de Moscú de las que salió originalmente, por las que transitan hoy otros perros callejeros de los que se ocupa este documental. Sus imágenes capturan las andanzas de los canes con sorprendente habilidad, como si la cámara fuera un invisible compañero (quizás ese fantasma de Laika después de todo), y el resultado parece por momentos producto de una calculada puesta en escena con intérpretes conscientes. Pero lo que observamos es también la reverberación de un relato mítico, el soviético, a cuya sombra se ejercían procesos de ingeniería y control social, evocados por los que podemos ver plasmados sobre los perros en imágenes de archivo. Igualmente, la reverberación de un sistema cuyo colapso ha dejado un rastro de marginación entre los implacables oropeles de la pujanza capitalista, esos espacios desolados finalmente reconquistados por los perros.
También conecta con la actualidad Atlantis, pero desde un futuro que se resiste a definirse como distópico, que más bien se diría realista. La eventual posguerra ucraniana no sólo es el marco, sino el principal determinante de este film. Es un escenario postindustrial y postapocalíptico, un enorme cementerio de vidas humanas y residuos contaminantes, un espacio no apto para el normal desarrollo de la vida humana, pero quizás el reducto adecuado para aquellos a quienes la guerra ha convertido en náufragos sociales. La puesta en escena de Valentyn Vasyanovych es deliberadamente fría en su virtuosismo, por su rigor y distancia formal, por la grisura de su paleta, una severidad a juego con el contenido (no hace falta ir más lejos de la espeluznante escena de la autopsia), hasta el punto de clamar por un ápice de calor y vitalidad. En su calculado desarrollo argumental resultan llamativas algunas simetrías que se disponen a partir de la escena inicial, donde podemos ver a dos soldados enterrando un cuerpo en imágenes infrarrojas. A la misma dan réplica sendas escenas climáticas igualmente relacionadas con fuentes térmicas que marcan el destino de los que imaginamos son esos mismos soldados; también la labor del protagonista, que dedica su tiempo libre a desenterrar víctimas sin identificar de la contienda bélica como posible proceso redentor de ese gesto inicial que suponemos era rutinario, como una manera de recuperar su humanidad (que tanto resuena en un país como el nuestro).
De los traumas personales
En un año alumbrado por el ejercicio autorreflexivo que Pedro Almodóvar afronta en Dolor y gloria, el SEFF ofrecía otro excelente autorretrato a cargo de Abel Ferrara. Porque hay demasiadas coincidencias entre la figura del cineasta neoyorkino y el Tommaso encarnado por Williem Dafoe, comenzando por la utilización de su mujer e hija reales como actrices de la ficción, como para no pensar que nos encontramos ante otro intento de exorcismo de los demonios personales de su director. Desde la primera escena emerge con fuerza la problemática de la comunicación, de las fórmulas que permiten tender puentes empáticos con el prójimo en lugar de canalizar la ira hacia el mismo. Esto resulta evidente en la relación que el protagonista mantiene con su mujer, que además es moldava, en sus problemas para conectar a un nivel profundo con ella desde su aproximación un tanto narcisista a las relaciones, agravada por la insoslayable barrera cultural e idiomática, por más que el inglés les sirva de apaño. La puesta en escena de Ferrara genera un movimiento que pasa de la dulzura al extrañamiento casi inadvertidamente, con abundancia de planos secuencia que propician una dinámica hipnótica, casi onírica, que abre la película de manera natural a las fantasías, sueños y pesadillas, a los miedos y las frustraciones, a ese mundo subjetivo que se apodera de la misma, a las neurosis y al instinto autodestructivo que no deja mucho espacio para conectar con aquellos que rodean a su progresivamente torturado protagonista.
Todo está mucho más ficcionalizado en Sibyl, donde Justine Triet afronta un complejo juego de capas y espejos para purgar los traumas de una psicóloga que decide reemprender su carrera como escritora, particularmente la pérdida no superada de su antiguo amor, pero también una suerte de crisis existencial y de identidad. Cuando se le presenta una nueva paciente, actriz, cuyas circunstancias mantienen cierta analogía con su pasado y cuyo caso estimula su escritura (por decirlo eufemísticamente), se desata el alambicado dispositivo argumental en el cual la capacidad demiúrgica, el control de uno mismo y de las situaciones que nos rodean, devienen en fundamentales. Y en el fondo se trata de una película sobre la aceptación, sobre la capacidad de los personajes para asimilar sus circunstancias y pasar página, para que las experiencias vitales se conviertan precisamente en experiencia y no en un lastre. Pienso que Triet se excede en su despliegue estructural (¿era necesaria la subtrama del niño del Monopoly?) y sin embargo consigue llegar de una pieza a la conclusión tras sus múltiples piruetas narrativas, aunque su film amenaza con quedarse en mero artefacto por momentos. El montaje, claro está, tiene una gran importancia, y resulta muy pertinente su habilidad para introducir elementos del pasado como si fueran sueños de vigilia, dándoles una interesante cualidad subjetiva.
De traumas personales está lleno Archipielago, una de las obras integrantes del foco dedicado a Joanna Hogg. El título no hace tanto referencia al lugar físico donde se desarrolla la acción, en una de las Islas Sorlingas, como al formado por la familia que allí se da cita para pasar las vacaciones. Es una madre y dos hijos, con un padre que no quiere hacer acto de presencia, a los que se une una joven empleada doméstica. Como drama familiar que es, siempre son esperables las consabidas crisis, pero no hay catarsis posible cuando hablamos precisamente de unos seres incapaces de romper su aislamiento, de escapar a su condición de islas emocionales, producto de reproches, envidias, clasismo y otros posibles traumas de los que no llegamos a saber su naturaleza. El estatismo de la puesta en escena, hecha principalmente de planos fijos generales, sugiere la nula capacidad de los personajes para romper con esas barreras emocionales que les atenazan, y también resulta muy llamativa la frecuencia con la cual sus rostros se nos ofrecen sin iluminar, de manera que sus rasgos se difuminan, como máscaras en las que no resulta posible penetrar. La casa también tiene su rol, compartimentando a los personajes, un espacio en el que sabemos que pasaron años, como si fuera un antiguo hogar familiar, pero que parece devenido en aséptica casa vacacional. Como ellos, que más que una familia de verdad se diría han evolucionado hacia un simulacro de la misma.
La casa vacacional de Archipielago nos evoca otro hogar perdido y reconvertido en alojamiento turístico, el de Bait, lo que nos trae de vuelta nuevamente al principio, a la ideología (que termina impregnando casi todo, claro está). Es un buen ejemplo del batiburrillo de relaciones temáticas que manejan las obras reseñadas, de la dificultad para constreñirlas en su sentido y significación. Porque si algo muestra la mayoría de las películas vistas en este SEFF es la complejidad del mundo en el que vivimos, la dificultad para desentrañar los mecanismos que lo rigen y encontrar soluciones a las cuestiones más lacerantes que se ciernen sobre la sociedad que nos rodea.