La 64 edición de la SEMINCI (Semana Internacional de Cine de Valladolid) ha tenido este año un aura gris, que acentúa su particular declive. La edición ha estado condicionada por una programación bastante poco atractiva —con algunas excepciones— a la que se ha sumado la ya endémica ausencia de retrospectivas u homenajes relevantes, tirando un poco de piloto automático en ambos frentes, tanto en el de las películas presentadas, como en el de las actividades paralelas. Produce nostalgia echar la vista atrás, a no hace demasiado tiempo, para comprobar la pérdida de interés de un festival histórico, enterrado entre las propuestas mucho más atractivas, en sus diferentes apuestas, de los festivales celebrados en el mismo periodo (Sevilla, Gijón, la Muestra del Mediterráneo de Valencia), y la falta de impulso propio.
Uno de los platos fuertes del festival fue la película que lo inauguraba, Intemperie (Benito Zambrano, 2019), que extiende la tradición instaurada en las últimas ediciones de abrir con un film español. La película de Zambrano —un director de pocos títulos, pero todos dignos, comenzando por su gran ópera prima Solas (1999) — es una especie de western rural totalmente indisimulado, que adapta una novela de Jesús Carrasco. La trama narra la historia de un niño (Jaime López), que es perseguido por un siniestro capataz (Luis Callejo), y que en un momento dado consigue la ayuda de un pastor (un excelente Luis Tosar), antiguo ex-combatiente de la legión. Aunque la película se ambienta en Andalucía al final de los años cuarenta, el paisaje desértico y la atmósfera son un tanto intemporales, y remiten claramente a las aproximaciones contemporáneas al western (realismo sucio y estética de gran angular) filtradas siempre por la tradición del spaghetti. La película, pese a su cariz realista, apuesta por una estructura narrativa que remite a todas las claves del género norteamericano, incluso en su desenlace (una especie de duelo en un poblado, junto a la estación del tren). La película mantiene un tono denso y austero, ocasionalmente incluso plomizo en algún momento (Tosar supone un importante aliciente a partir de su aparición al final del primer acto), pero la película no evita ser plana y un tanto tópica, e innecesariamente tremendista en sus (por otro lado dinámicos) momentos de acción. Zambrano toca alguna nota político reivindicativa y construye un relato de clases, pero el conjunto, en su mezcla entre naturalismo y aires de western artificial, es más bien extraño. Técnicamente, es un film excelentemente rodado y puesto en escena, con un cuidado notable en la fotografía.
En la antítesis, dentro de las propuestas españolas, se presentó también El plan (2019), de (Carlos) Polo Menárguez, —director que atesora una incipiente trayectoria de éxito en circuitos secundarios con cortometrajes y algún film de bajo presupuesto—, y que propone también una adaptación, en este caso de la obra teatral de Ignasi Vidal. El resultado es un tour de force obrero y tragicómico con tres únicos personajes y unidad espacio-temporal. La premisa es la reunión de tres vigilantes de seguridad en paro (los omnipresentes Antonio de la Torre y Raúl Arévalo, más Chema del Barco) que quedan en casa de uno de ellos para ejecutar un misterioso plan. La situación evoluciona desde la comedia costumbrista (teórica) hasta la tragedia (impostada) a partir de los problemas diversos de los personajes con sus relaciones personales, laborales y familiares, y sus diferencias. El resultado es muy fallido: los diálogos sobrescritos y pretendidamente naturalistas resultan sonrojantes; todo es artificioso y ampuloso; la parte humorística tiene muy poca gracia, y la dramática es exagerada y tramposa. Desconozco si los problemas están originados en la obra teatral (imagino que unos cuantos sí, partiendo de lo forzado de la trama), pero desde luego su traslación cinematográfica es bastante floja.
Entre las mejores apuestas vistas en el festival se cuentan dos títulos —uno de ellos merecedor de la Espiga de Oro— que narran diversos encuentros entre culturas desde ópticas muy diversas, pero con la nota en común del humor distanciado como feliz premisa. La vencedora del certamen, El huevo del dinosaurio (Öndög, Wang Quan’an, 2019), es una película de Mongolia (cinematografía por otro lado verdaderamente exótica), con una trama sencilla pero llena de derivas, en el que destaca la excelente fotografía. La película hace gala de un ritmo pausado, pero también de momentos de auténtico cine (aunque sean pocos). La historia del film se basa en el contacto, en medio del desierto de Mongolia, entre un inexperto policía que debe vigilar un cadáver que ha aparecido en medio del campo, y una experimentada pastora de potente personalidad, que se encarga de velar por su seguridad. El film no desarrolla para nada la subtrama policiaca, que es una sencilla excusa, sino la evolución de las consecuencias del contacto entre dos personas tan diferentes. La narración tiene dos partes muy diferentes, separadas por un nexo memorable, al que nos referíamos antes con la idea del cine puro. La primera expone la situación y muestra la noche que pasan juntos los dos personajes, en la que el joven policía vive una especie de iniciación sexual con ecos de cierta llamada de lo salvaje (en términos de Jack London). La segunda muestra las consecuencias de dicho acontecimiento. El punto de unión es una fantástica secuencia, desarrollada en la morgue en la que se va a realizar la autopsia del cadáver, y en la que el policía conversa con el forense, en un modelo de poesía y fuerza emocional absolutamente fascinante. Existen buenas ideas, una estética que se queda clavada en la retina, a partir de enormes planos generales en scope, y un uso del espacio muy brillante, siempre con gran distancia, y otros momentos apreciables, pero el conjunto es un tanto irregular.
El otro film, mucho más comercial, y llamado incluso a tener presencia en los Óscar, es The Farewell (Lulu Wang, 2019), una amable comedia dramática, bastante interesante, con un indisimulado aspecto autobiográfico, que se sumerge con sensibilidad, naturalismo y notable ironía, en las procelosas relaciones chino-americanas desde un punto de vista cultural. La película, de producción americana, aunque de carácter claramente chino (de hecho está, en buena parte, hablada en mandarín), es en sí misma una metáfora de esa combinación, en su naturaleza cultural, estética y narrativa híbrida, entre el desarrollo rítmico, convencional de los productos norteamericanos mainstream, y la profundidad estética y reflexiva del cine oriental. La premisa se basa en el viaje de una adolescente americana de origen chino (Awkwafina, actriz que suena ya para una posible nominación al Óscar) que vuelve a China junto a sus padres ante la aparente muerte inminente de su abuela. Toda la familia se reúne pero inventa una excusa para no informar a la anciana de su situación terminal. El tono del film cae puntualmente en el almibaramiento relamido, pero lo cierto es que es eficaz en su unión del humor costumbrista y las sutilezas emocionales, precisamente por la verdad y el conocimiento que encierra de las fronteras culturales de las que habla. Una película familiar, digna y con momentos interesantes, aunque se mueva en territorios dramáticos un tanto manidos y convencionales en su plasmación de las relaciones familiares y generacionales.
La distancia en el punto de vista, el humor sutil y el costumbrismo —ideas que contenían los films anteriores en algún punto—, son también los mimbres con los que se construye Echo (Bergmal, Rúnar Rúnarsson, 2019), la tercera película del director islandés, que logró con su anterior film, Sparrows (Þrestir, 2015), la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, llamando la atención de paso por la saludable producción cinematográfica de Islandia. En este sentido, y tomando también en cuenta la obra de su compatriota coetáneo Grímur Hákonarson, presente también en la programación de la SEMINCI, se pone de manifiesto que más que un sello autoral individual, este cine parece tener una marca propia común en su querencia por las historias mínimas, plasmadas con gélida distancia, ironía soterrada, y estética basada en los largos planos fijos y la iluminación tenue. En este caso, la propuesta de Rúnarsson es precisamente un fresco minimalista compuesto por unos cincuenta segmentos independientes (que podrían ser vistos como pequeños cortos aislados), que pretenden ofrecer en su conjunto una especie de panorama global, entre costumbrista y surrealista de Islandia, en este caso durante el periodo navideño. Alguno de los segmentos es un simple ejercicio de estilo visual, otros encierran bastante poesía, alguno es genial (como el de la hija de un padre divorciado que quiere enseñarle sus progresos al piano, descubriendo que su hermanastra es mucho mejor pianista que ella), y otros son simplemente anecdóticos u olvidables. Muchos hablan de la soledad, casi todos encierran un cierto tono entre melancólico y depresivo (que la verdad, no contribuye a romper muchos tópicos sobre el diminuto país nórdico). En definitiva, el conjunto es interesante, pero tan irregular y distante como las piezas de las que está formado.
Otra de las apuestas de la sección oficial fue el cine turco, con el digno pero finalmente pesado melodrama —también costumbrista— A Tale of Three Sisters (Kiz Kardesler, Emin Alper, 2019). Se trata de una fábula rural, ambientada en una aldea aislada en las montañas donde vive un padre anciano y tradicional con tres hijas, que puntualmente se emplean como criadas en la casa de un médico de la ciudad. La mayor, casada con un pastor acomplejado y de pocas luces, tiene un bebé; la mediana acaba de ser devuelta al padre y tiene un carácter enfermizo; y la menor, aún inocente, sueña con una vida alejada de la aldea. El film tiene cierta densidad, una belleza visual innegable, más por la fotografía que por una puesta en escena convencional y bastante impersonal, y las interpretaciones son destacables. Sin embargo, el conjunto es folletinesco, denso y encierra, bajo la máscara de un tono buenista, un discurso bastante ambiguo, que bascula peligrosamente hacia lo reaccionario, en la asunción por parte de las hijas del carácter entrañable y tradicionalista del padre, lo que resulta un tanto sorprendente.
En conjunto, la SEMINCI siempre introduce apuestas aisladas de interés, aunque su filosofía como festival sufra algunas paradojas en su evolución de los últimos tiempos. Esperamos esperanzados a que remonte de cara a futuras ediciones.