El síndrome de China
No sería justo esbozar el balance —globalmente alejado de lo satisfactorio— de lo que ha sido la 49ª edición del Festival Internacional de Cine de Rotterdam sin antes tomar en consideración eso que hay que etiquetar ya como el nuevo ecosistema de los festivales. Que es un modelo cruelmente darwinista. Es ésta una tendencia —la del festival grande que se come al chico— que se ha ido acentuando en la última década, al tiempo que la globalización, en vez de abrir horizontes a certámenes menores, a lo que lleva es a un oligopolio. En los últimos años, de hecho, casi duopolio, con el resurgir de Venecia, de la mano del desembarco de Hollywood en el Lido —mucho más amigable y exento de riesgos que Cannes— y de la política de puertas abiertas del italiano Alberto Barbera con Netflix, mientras Cannes montaba frente a la plataforma televisiva algo entre la Guerra de las Galias y la Línea Maginot. Así, este quinquenio pasará como el de la dialéctica Cannes/Venecia, con todos los demás certámenes internacionales casi borrados del mapa. Y con Berlín en la inanidad por algo casi peor que la incomparecencia en estos últimos desastrosos años de Dieter Kosslick que apunto han estado de llevarse por delante a uno de los tres festivales emblemas de la temporada.
Y, ¿en dónde ubicamos a Rotterdam en este panorama tan antropófago? Pues en un ser/no ser que, tanto por fechas como por una ausencia clara de definición de contenidos, ha ido conduciendo al certamen holandés a un estado que podríamos definir como autárquico. Esto es, una escasa y declinante proyección real en el exterior, una buena salud en cuanto a la respuesta del público local y una retroalimentación del festival como supuesto marco demasiado autoreferencial o endogámico, un zoo de cristal del cine independiente y exótico. Que en realidad, ante la pérdida de magnetismo para las producciones europeas (que siempre prefirieron ir a una Berlinale alicaída, aún en su sección alternativa Forum, que ha mantenido un nivel aún dentro de los años de la debacle Kosslick: o que en el caso del cine eslavo optan por Karlovy Vary, que mantiene su categoría de Clase A) y también para las anglosajonas, que se orientan hacia un Sundance que les ofrece visibilidad.
De esta forma se explica la sobrerrepresentación en el catálogo de Rotterdam del cine asiático (Japón, Corea del Sur, China —que ha ganado las dos últimas ediciones con dos obras más que discutibles— India, Filipinas e Indonesia) y del latinoamericano, con una lluvia de producciones del vivero argentino casi siempre minúsculas porque las mejores se reservan para sus opciones en otros festivales clase A o, en todo caso, para el consumo interno en el Bafici bonaerense o en Mar del Plata.
Este estado de las cosas se ha traducido en una competición oficial, la de los Tigres, cada año más irrelevante. Y en un caudal de programación oficial cuyo ya citado ensimismamiento en la antropología asiática o latinoamericana nos ha ido llevando a buscar espacios de calidad segura en las retrospectivas de las que Rotterdam sí ha podido enorgullecerse porque —tanto las dedicadas a poner el foco en autores por descubrir como las de corte temático— nos han regalado durante años conocimiento y placer en las salas alternativas alejadas del Doelen, la sede oficial. Otra cosa es que en este 2020 alguien haya tenido la infeliz idea de valorar que la obra de la directora belga Marin Hánsel colmaría esa cinefagia a la cual nos malacostumbraron en ediciones pasadas retrospectivas como las del portugués Edgard Përa, el coreano JIn Jang, el danés Nils Malmros o el argentino Campusano.
Berlín renacido como amenaza redoblada
El hecho de que la Berlinale haya por fin reaccionado antes de despeñarse, con el fichaje del anterior director de Locarno, Carlo Chatrian, es tan buena noticia para los alemanes como motivo de preocupación para Rotterdam. Porque ya este año hemos visto que —tal y como se esperaba— Chatrian ha enfocado a Berlín como el certamen acaparador de cualquier atisbo de cine autoral con firma y película recien terminada. Pero también de un abanico amplio de las producciones de Asia o Latinoamrica que apuntan interés. El cambio de fechas de los Óscar dejan ahora tres semanas entre ambos festivales, que antes iban en solución de continuidad. Pero la aspiradora berlinesa ya funciona con un efecto devastador sobre Rotterdam, cuando menos similar al que Venecia somete a San Sebastián.
Así las cosas, no cabe duda que Bero Beyer —el director artístico que cerró su etapa este año— deja a Vanja Kaludjercic un escenario para repensar necesariamente el festival. Para mantener lo que sí funciona bien aquí, esto es, la tarea de industria, el muy activo mercado de coproduccciones de la mano de los fecundos y generosos fondos de ayuda de la Hubert Bals Fund, pero también para constatar que si en Rotterdam hay efervescencia de productores, lo que se echa en falta es la presencia de prensa internacional. Este dato es revelador de las carencias del programa de estrenos mundiales del festival. Y del exceso de grasa de secciones perfectamente prescindibles como la de “perlas de otros festivales”. Hay que renunciar a llenar las salas de un festival de enero de 2020 con títulos de los anteriores Cannes. Venecia o Locarno. Porque sumar espectadores a la cifra final trae también la sensación de moribundia generada por el hecho de que en las votaciones del público la película ganadora sea Parásitos, seguida de la polaca Corpus Christi, de Babyteeth, Adam o Un Fils, todas ellas procedentes de Cannes o Venecia. De la misma forma que en 2019 este premio del público —copiosamente dorado económicamente— fue nada menos que para Cafarnaúm, el bluff cannesiense que justamente tendría que ser la antítesis de lo que un certamen del cine alternativo como quiere ser Rotterdam debería representar. Este vicio programador de jugar sobre seguro con los títulos del año es, finalmente, algo así una declaración de intenciones de la propia irrelevancia en el cual no solo cae este certamen.
La Sección Oficial: «El año del descubrimiento» y los tigres de papel
Y entro ya en la crónica de lo que consiguió moverse en este festival por encima de la gota malaya del cine prescindible, de los exotismos de fórmula, de las lecciones bien aprendidas para ir de autor humilde pero combativo cuando lo que se hace es seguir un cauce de eso llamado película-para-festival, que genera a su alrededor un mar de pereza.
Fue en este Rotterdam de cosecha a la baja en donde nació —paradójicamente— quizás la película más poderosa que ha visto la luz aquí en la última década. El año del descubrimiento, el segundo largo del murciano Luis López-Carrasco, es una decantación de cine político sereno y al tiempo radical que viene a desencuadernar el Libro de Oro de la Transición. Creo que el efecto de esta película a la hora de inhumar los fastos de la fórmula del éxito de nuestro milagro político del cambio democrático —en sus días considerado objeto de exportación mundial— solo puede tener una equiparación en aquella alquimia con la cual Jaime Chávarri enterraba los fuegos fatuos del franquismo y sus mascarones hace casi medio siglo en la espectral El desencanto. La obra documental de López-Carrasco reconstruye la voluntariamente preterida lucha obrera tardía de la reconversión industrial en Cartagena, que tuvo su gran falla final en el incendio del Parlamento autonómico, tras una intervención desaforada de las fuerzas policiales. Mientras en Barcelona y en Sevilla se entonaba la macarena del éxito internacional de España-92, El año del descubrimiento enhebra su saeta no ya de la desilusión sino de la derrota, contada como desde entonces —con la pantalla partida sirviendo las reflexiones desde el ágora de una churrería popular—, con un tratamiento visual como de grabaciones de aquel tiempo: una tribuna donde se fuma —como entonces— y donde gente del común, testigos de aquel combate desigual, sindicalistas que te hacen recordar la nobleza genuina de aquella función, van haciendo crepitar la pantalla. Y se va construyendo ante ti la crónica del cuándo y por que perdió la izquierda, en una derrota sin paliativos, la batalla de la hegemonía cultural y del poder transformador. Tambien —como cine clarificador sin necesidad de ponerse estupendo— pone luz El año del descubrimiento para explicar las razones por las cuales en aquel desastre de Cartagena se comenzó a incubar el huevo de la serpiente de la clase agraviada que hoy hace que en esa región alcance Vox sus cotas de voto más altas del estado.
Una película esencial, altavoz sensible de otro fin de la Historia, competía por el premio más relevante del festival de Rotterdam, el de los “tigres”, junto a otras nueve películas. No ganó. Y qué nos importa. Ninguna de las demás alcanzaba a esbozar ni una sombra sobre la magna construcción de (des)ilusiones de la obra de Luis Lopez-Carrasco. Lo cierto es que fue la película de la que se hablaba, la que generaba entusiasmos e irradiaba euforias pese a la infinita tristeza de lo que la película cuenta. A El año del descubrimiento, un documental de 200 minutos, le aguarda un largo recorrido porque ha venido para quedarse. Cosa que no se puede decir de las otras nueve candidatas a ganar el Tigre. Porque si ante algo no se arredra la onda expansiva de la película de López-Carrasco es ante los finalmente invencibles tigres de papel.
Desde luego, la película que se hizo con el Tigre-2020, la china The Cloud in Her Room, de Zheng Lu Xinyuan, ya se me ha evaporado de la mente. Como una nube —en efecto— muy pasajera. Se supone que quiere hablar de la generación millennial en una China en perpetuo corrimiento. Es espesa, pretenciosa, muy confusa. de esa clase de cine egotista y vacuo que te chupa la energía, te vampiriza y te hace salir de la sala solo, fané y descangallado. Bueno, pues ganó.
Sí me parece una obra muy estimable el film al cual el mismo jurado que se lució dando el premio gordo a un film chino y malo, por segundo año consecutivo dio la medalla de plata. La coreana Beasts Clawing at Straws, de Kim Yonghoon, es uno de esos puzzles de guion que se van armando ante tus ojos, muchas veces yendo hacia atrás, para que poco a poco vayas atando los cabos de esas líneas argumentales en torno a una maleta de dinero en el casillero de una sauna y que emparenta con lazos de sangre a varios grupos de gente de mal vivir, de mafias y oportunistas. Es uno de esos mecanos de escritura de la historia en zigzagueos, un poco en la onda de lo que Tarantino bordó de maneras magistrales en Pulp Fiction. Naturalmente, Beasts Clawing at Straws no se mueve en esas alturas inalcanzables. Pero hay en ella un trabajo de empaste de tramas muy hábil y bien engrasado en humor, ritmo y resolución.
Me interesan muchos de los elementos que maneja la brasileña Maria Clara Escobar en su debut como cineasta —es también poeta— en el film Desterro. Habla de la deconstrucción de una pareja a la que ya vemos en ruinas al comienzo de la acción. Es algo petulante y verbosa en muchas de sus declamaciones. Y, sin embargo, en ella late un pulso que deviene desgarro. El de los dos seres que, en su elegía, aún tienen fuerza de protagonizar dos poderosos esfuerzos de coreografía y música. Y habla finalmente la apreciable Desterro de la muerte como el desvanecimiento de un cuerpo en una perdida idea de frontera.
Del resto de las diez películas de esta sección oficial me parece que es más que correcta la india Nasir. En ella, Arun Karthick (que ya participó y tuvo premio gordo en Rotterdam 2015 con The Strange Case of Shiva) centra una tensión social de país en su protagonista, un vendedor de telas musulmán progresivamente presionado por la enemiga de la intolerancia de la mayoría de religión hindú. También es el film una implacable denuncia de ese nacionalismo opresivo que representa en la India el populismo de uno de esos líderes liberales como Narendra Modi, que aunque no figure en el menú informativo diario como otros tiranauelos no deja de provocar estados de violencia sorda, finalmente detonada como los que se cuentan en Nasir.
De las dos películas argentinas en la competición, puedo llegar a soportar el calculado etno-drama de Piedra sola. Aunque esa homilía sobre los campesinos más allá del umbral de la pobreza, su tráfico de la carne de llama y el temor a la figura invisible a los ojos humanos del puma como temor atávico me suenen demasiado a constructo de escuela de guiones poceros.
Pero la que sí me genera mucho cabreo es la componenda de chirriante, estrepitoso ombliguismo pseudointelectual de la directora Jazmín López en Si yo fuera el invierno mismo. Esta autora obtuvo efímero prestigio en 2012 con otra película engolada hasta el hartazgo llamada Leones, que fue bien tratada en Venecia. Ya creía haberme librado de su mal karma cuando te cae encima con este engendrillo metacinematográfico en el cual cuatro jóvenes que se creen de la intelligentsia neobolchevique y latino-ché se reúnen en casa de una de ellos. Y en vez de practicar sexo, jugar al mus, tomar mate o ver Netflix no tienen nada más a la oda que hacer que ponerse a representar en performances de idiocia indescriptible secuencias de 2 peliculas de culto del cine revolucionario “prima della revoluzione”: nada menos que diálogos de La Chinoise de Godard e Inextinguible fuego de Farocki. Qué ocurrentes, qué encuentro tan cool. Qué irreverente debe de ser esta función de —estos sí— grimosos tigres de papel. Anoten el nombre: Jazmín López. Por si tienen ocasión de evitársela en cualquier encrucijada.
La venezolana La fortaleza, de Jorge Thielen Armand, tiene un protagonista enfadado con el mundo. Es como Un día de furia pero en el páramo. Y está extendida en casi dos horas de cine manifiestamente torpe. La griega Kala Azar, de Janis Rafa, desarrolla una necrofilia por animales muertos —un canario, un gato, un perro— que confieso que no me atañen.
Y entiendo que la holandesa Drama Girl, de Vincent Boy Kars debe de ser muy ocurrente en otra apuesta por lo “meta”: el director toma a una joven para que reinterprete en la pantalla sucesos de su propia vida: la enfermedad, muerte y entierro de su padre, un cáncer, temas como de muy buen rollo de los que, por mi bienestar, me desconecto después de haberle dado mucha cuerda.
Mapa del cine realmente vivo
Entre las cerca de 200 proposiciones que llegan a Rotterdam y ante las que no tienes referencias, el juego del azar, de las horas de ensayo-error empleadas en el empeño, hay que apuntar unas cuantas obras de las que no se deslizan sobe tu piel sin dejar huella, como el fatídico Tefal del muy notable film de Todd Haynes:
De la bien nutrida colonia de cine argentino en el festival, merece consideración La dosis, que es un thriller psicológico de enfermeros dioses de la vida o muerte ajenas, material de guion que siempre suena a ya conocido, pero está bien contado por Martin Kraut y es capaz de generar inquietud.
El cazador, del bien conocido Marco Berger, no se sale del marco LGTB de su autor. Pero posee mayor viveza que su cine anterior. La idea de la juventud como cebo del deseo está desarrollada con eficacia y agradecible sobriedad.
La coreana Moving-On pertenece a un subgénero del que abomino: el de las familias Kore Eda style, con el dialogo norte-sur de padres e hijos y sus corrientes de empatía o distanciamiento. Este film de Nam mae-wui-Yeo-reum-bam posee una concisión proporcionalmente opuesta al nombre de su director y al cine familiar interminable de Kore Eda. Y logra una naturalidad en las interpretaciones muy superior en mi estima que el cine del japonés tan sobrevalorado.
En la panameña Tierra adentro, Mauro Colombo acierta a transmitir desde el territorio del documental la atmósfera de la violencia del narco o la guerrilla que rodea y que ha vuelto fantasmal las tierras del Darien. Y lo hace sin retruécanos autorales.
Fanny Lye Deliver’d, de Thomas Clay, es película desigual y —sin embargo— posee algunos de los momentos de cine más poderoso visto en este festival. Rodada y proyectada en 35 mm es algo así como un western en la Inglaterra puritana de Oliver Cromwell. Su fuerza visual es prodigiosa y envuelve una historia de violencia y de corsés de represión sexual rasgados con osadía de los que componen una obra de empaque.
La danesa A Perfectly Normal Life, ganadora del premio de la sección Big Screen, es un drama ciertamente menor sobre cómo una familia —y sobre todo, una hija— afronta el cambio de sexo de su padre. Aun en todo lo que tiene de previsible, hay en el film de Malou Reymann una ausencia de golpes bajos emocionales que, en cierta forma, la enaltecen.
Terminal Sud, film francés de Rabah Ameur-Zaimeche, es cine político sobre una situación de totalitarismos enfrentados, unas calles que podrían ser las de Argelia recorridas por sendas violencias que convierte en kafkianos los intentos de mantener la cabeza alta de un hombre justo.
En Witness Out of the Blue, el ya conocido Fung-Chi-chiang, guionista de Johnnie To, despliega un polar original en su revisión del cine de género, vigoroso y con un extraño y sutil sentido del humor. No sé si es el primer caso de cine negro donde las cotorras tienen la última palabra.
La turca You Know Him, de Nasipse adayiz, se mete en las entrañas de la campaña electoral de un candidato a alcalde. Sin duda, no profundiza más allá de la epidermis en la situación de un régimen autoritario como el de Erdogan. Y cinematográficamente no ofrece propuestas que la acerquen a nombres mayores del cine de su país. Pero son precisamente su sobriedad y su clasicismo los que le inyectan dosis de verosimilitud cuasidocumental a lo que, en verdad, es el último hurra de un candidato mitad político, mitad mafioso, en un sistema que deja entrever la suciedad de sus cloacas.
ColOzio, es lo nuevo del mexicano Artemio, que nos sorprendió en Rotterdam hace 5 años con aquel revenge de mujeres torturadoras llamado Me quedo contigo, que conseguía descolocarte. Le teníamos mucha fe a Artemio y por eso esperábamos mucho de esta farsa en torno al magnicidio del candidato del PRI a la presidencia Luis Donaldo Colosio. Pero no hay en esta segunda película del pintor y cineasta ni rastro de la feroz provocación ni del espíritu bizarro de su obra anterior. Es mucho peor, más fumeta sin gracia y más desnortada que la peor de las idas de olla narcisistas de Nacho Vigalondo.
Y para los amantes del terror, dos piezas bien diversas pero ambas estimulantes. La indonesia Impetigore, de Joo Anwar, es una prospección en el cine de pueblos malditos que se atreve a desarrollar visualmente toda una narrativa de la leyenda y del pasado macabro con notable osadía y buenos resultados. Y posee una de las secuencias iniciales más adrenalínicas de la temporada.
La británica Saint Maude, de Rose Glass, nos regala una incursión en un territorio a mitad de camino entre el cine de posesiones y el rol del sirviente malvado, con algo de Losey y de Aldrich. Ese caserón gótico y lo que en él sucede o levita está filmado por Glass con estilo y estimulante mala baba.