La vocación de la Berlinale por abrirse a obras del pretérito, a través de las retrospectivas, las restauraciones y los pases especiales de Forum, permite en ocasiones identificar caminos por los cuales el cine (y la sociedad también) se ha ido moviendo a lo largo de su historia. En esta edición, esa circunstancia está resultando especialmente fructífera.
Mujeres que corren
Imagino que la necesidad que puede sentir una mujer de «correr» ante el mundo que le rodea y la posición que le ha asignado una sociedad siempre dominada por los hombres será ancestral, pero no hace tanto tiempo que se manifiesta de manera pública y recurrente y, lamentablemente, lo tiene que seguir haciendo.
The Real Adventure es otra de esas rarezas que nos depara la retrospectiva dedicada a King Vidor, y cuesta imaginar que el concurso de su mujer Florence, protagonista del film, no haya supuesto alguna influencia en el enfoque de la misma. La modernidad que transmite casi todo el recorrido de esta obra producida en 1922 queda parcialmente malograda por su resolución (totalmente anticlimática desde nuestra mentalidad actual, perfectamente coherente con su tiempo), pero no deja de resultar interesante atender a tan temprana reivindicación del rol femenino en la institución matrimonial. La protagonista es una joven que se enamora y se casa con un millonario, que la ve exclusivamente como objeto de devoción amorosa, un papel reduccionista al cual ella se niega a someterse y la empuja a una fuga en toda regla en busca de su propia entidad, de su realización. Todo lo que trasciende a la problemática inicial del desarrollo argumental resulta demasiado idealizado, las cosas a veces suceden como por poder enunciativo; en realidad, como en esa excelente escena en la cual ella está soñando con su enamorado cual maja vestida y al despertarse se lo encuentra, de tal modo que no está segura si ya se ha librado de los brazos de Morfeo. Es una escena rimada en el tramo final, en lo que me parece la mejor idea de puesta en escena de un film dirigido con mucho oficio por Vidor. De hecho, podríamos incluso interpretar todo el periplo como una ensoñación de la protagonista, como si fantasear fuera lo máximo a lo que puede aspirar una esposa dentro de los estrictos límites del matrimonio. Incluso el título habla de una «aventura real»… ¿a qué se refiere exactamente? A primera vista diríamos que habla de la huida y la experiencia laboral de la protagonista, pero visto el sentido final del film, ¿no podrá referirse a la vida conyugal por oposición implícita a una «aventura imaginaria»?
No hay ensoñación posible en A Bonus for Irene, una obra de una hora escasa de duración realizada en 1971 para la televisión alemana en la cual Helke Sander (protagonista en la retrospectiva dedicada a directoras alemanas de la pasada Berlinale) retrata la complicada existencia de una trabajadora en el moderno mundo capitalista y machista. No hay mucha posibilidad de escapar siendo madre soltera y no está en su reivindicativa naturaleza dar la espalda a los problemas, pero a pesar de anhelar una relación sentimental, no puede dejar de huir de los hombres que se aproximan, que siempre terminan cosificándola, igual que hace el poder empresarial. El discurso verbal está muy por encima del estético, de hecho apenas perceptible en un film de puesta en escena esencialmente funcional, muy lejos de logros posteriores de esta directora alemana. El didactismo, proselitismo y ocasional trazo grueso presiden una obra estimable, una temprana muestra de feminismo militante que aboga por sumar fuerzas, pero de muy limitado alcance artístico.
Un siglo después de Vidor y medio siglo tras Sander, las mujeres siguen corriendo, claro está. Como la adolescente que retrata Eliza Hittman en Never Rarely Sometimes Always, embarcada en una odisea junto a su prima para tratar de abortar sin que se enteren sus padres. Es un personaje que se ofrece frágil y herido desde el principio, aunque también con personalidad. Pero son sus silencios, algunos de los más atronadores que se hayan visto en el cine reciente, los que transmiten la medida de su drama personal en esa poderosísima escena central que Hittman resuelve en un largo primer plano sobre su rostro. Quizás la puesta en escena no sea en otros momentos muy llamativa, pero la directora consigue hacer muy palpable el amenazante mundo varonil que rodea a la protagonista, y por eso pienso que la pequeña subtrama que describe lo que es en esencia una compraventa de favores sexuales, aunque se quede en morreo, resulta redundante y hace perder algo de depuración dramática a la película. Queda el refugio de la amistad femenina, la necesidad de solidaridad de género por la que clama el film.
Y en fin, era evidente que íbamos a llegar aquí, a The Woman Who Ran, la nueva aproximación al universo cinematográfico de Hong Sang-soo.
La espera ha sido desacostumbradamente larga y no parece que el director coreano haya invertido este tiempo en una mayor ambición a nivel de producción. Más bien lo contrario. Estamos ante otra obra de muy pequeño registro, episódica, en la cual una joven esposa aprovecha que su marido está en viaje de trabajo para hacer tres visitas que nos permiten intuir sus veladas inseguridades respecto a su propia vida y ofrecen una galería de mujeres en variados estadios vitales, pero siempre insatisfechas en alguna medida, perdidas en su intento por establecer una posición en sus relaciones que les proporcione comodidad y la posibilidad de realizarse. Como ese diálogo que en determinado momento expone las contradicciones que representa el hecho comer carne, las relaciones afectivas parecen caer en similares contrastes, entre la necesidad puramente fisiológica y el examen cerebral de lo que finalmente aportan, en particular al sexo femenino. Hong se muestra habitualmente (auto)crítico con el papel masculino, y aquí incluso se permite una hilarante ironía con su propio divorcio. La «mujer que huyó» se entiende que es la protagonista, pero puede ser aplicable a cualquiera de las demás. En realidad todos los personajes, incluyendo los hombres (y excluyendo los gatos), transmiten un cierto sentido del fracaso vital, incluso aquellos que no aparecen en pantalla. A la postre, en este contexto tan desesperanzado, sobreexpuesto por la tecnología (con el brillante uso diegético de las pantallas de vídeo) y sólo contrarrestado por el sentido del humor y la ligereza tonal de la narración, la alternativa sería el propio cine, a decir del fantástico cierre de la película (o cómo Hong regresa a su íntimo refugio tras su tormentosa separación).
Razas que son corridas
Podemos ensayar un trayecto análogo respecto al racismo, con tres jalones muy propios de su particular tiempo.
De nuevo en la retrospectiva de King Vidor, encontrábamos So Red the Rose, realizada en 1935 y evidente precursora de Lo que el viento se llevó. Los paralelismos son sorprendentes entre ambas, y la ausencia de sensibilidad racial todavía más acusada. Nos sitúa en el corazón de una familia sureña en el momento del estallido de la Guerra de Secesión, con una inmadura y temperamental joven como protagonista enamorada de un flemático primo que no le da coba a pesar de compartir sentimientos. Es otro notable trabajo de puesta en escena de Vidor, de un clasicismo inmaculado, que muestra su capacidad para conjurar emociones especialmente cuando ilustra la pérdida, cuando refleja el dolor de la ausencia. Se diría que la voluntad humanista preside una obra que aspira a superar el odio bélico entre compatriotas, para ver al ser humano como tal y no como enemigo a eliminar, si no fuera por el papel que reserva a los esclavos, en un tono claramente paternalista, cuando no descaradamente racista. Hay una escena en particular, pretendidamente cómica, donde la pareja protagónica bromea con la posibilidad de disparar a un niño negro que se queja de que no puede caminar tras haberle sacado una espina del pie, exactamente igual que si fuera una bestia de carga.
Por supuesto Med Hondo no estaba para aguantar semejantes planteamientos. El mauritano era un director militante como pocos y su cine un combate abierto contra el colonialismo, el post-colonialismo y el racismo. En su film Soleil Ô, tras un prólogo presentacional en el cual caricaturiza los dos primeros conceptos, centra su atención en el periplo de un inmigrante que llega a París para buscarse la vida y ver cómo toda su buena voluntad y expectativas son malogradas por una sociedad profundamente racista. Es una obra hija de tiempos contestatarios, finales de los años sesenta, muy desigual en su desarrollo, que combina una gran variedad de registros expresivos, que pueden ir del documental, a la comedia satírica, el surrealismo, llegando al drama con una cierta vena abstracta que expresa la angustia del personaje y, por extensión, de todo un continente. A la dificultad de manejar todos estos elementos se suma la incontrolada voluntad denunciadora de Hondo, que a veces le juega malas pasadas, como esa «cámara oculta» a través de la cual observa a los viandantes parisinos reaccionar a una pareja interracial, y cuyas imágenes monta con una banda de sonidos de animales de granja, como si las expresiones de sus caras no fueran suficientemente elocuentes. Aunque cómo juzgarle después de ver casos como los del film de Vidor, ¿verdad?
Hondo habla en tiempo presente de una herida sangrante, mientras Radu Jude reflexiona sobre el pasado de otra herida, el Holocausto, que supura en nuestros días. También con otro medio siglo de cine a cuestas, incluyendo hitos como Shoah que redefinieron las reglas del juego. El método de representación y denuncia no puede ser por tanto más diferente. The Exit of the Trains se remonta a finales de Junio de 1941, cuando se desató el Pogromo de Iași, la mayor matanza de judíos acaecida en Rumanía. El empeño de Jude por no olvidar las atrocidades cometidas en el pasado y pseudo-blanqueadas en el presente rumano, ya mostrado en títulos como The Dead Nation o I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians, le ha llevado a documentar tal evento con la obsesiva minuciosidad de un historiador (ocupación de su codirector Adrian Cioflanca, de hecho). El film está dividido en dos partes; la gran mayoría de sus tres horas las ocupa la inacabable sucesión de víctimas, todas aquellas de las cuales ha conseguido información, testimonios leídos sobre sus fotografías, siempre con ánimo de mantener la mayor austeridad tonal posible (una estrategia que recuerda a la brutal relación de asesinatos de mujeres mexicanas a la que se entrega Roberto Bolaño en 2666); finalmente, en silencio total, nos muestran fotografías del horror. Sin duda el dispositivo es de lo más pertinente, abogando por la inclusividad y la individualización. Las historias son tremendamente parecidas pero todas diferentes (y todas importantes), una verdadera caravana de muerte. Así, esa individualidad todavía resuena cuando vemos las instantáneas de las matanzas, siempre mucho más generales y anónimas. Y siempre con el mismo objetivo: no olvidar de dónde venimos y dónde estamos todavía.