Berlinale 2020. Crónica 5

Uno de los detalles que más me está gustando de la ciudad de Berlín es que no hay barreras que te prohíban entrar al metro hasta que no valides el ticket. Me hace pensar en uno de los muchos contrastes que hay en esta capital alemana, tan fría, gris y poco acogedora, pero que, como todos, también tiene calidez y buen corazón, también confía en la gente. Y es que, tal y como muestra Undine (Christian Petzold, 2020), que no haya restricción para bajar al andén permite que las despedidas que veíamos en los filmes de antaño se puedan seguir produciendo en la actualidad. Como si se tratase de la partida de un soldado a la segunda guerra mundial, Undine y Christoph se recorren el cuerpo y los labios como si no fueran a verse nunca más, apurando hasta el último sonido de la alarma que indica que la puerta del vagón se va a cerrar. Tal y cómo ya explica Luis Fernández en nuestra segunda crónica desde la Berlinale, el núcleo de la película de Petzold es el melodrama de la pareja. La historia de amor, en esencia convencional, funciona y llega a hacer mella gracias al gran trabajo actoral de Paula Beer y Franz Rogowski. Pero lo que hace de Undine una de las mejores películas que hemos disfrutado en este festival son los muchos aderezos fantásticos y mitológicos que dotan de más profundidad y enigma al drama romántico. Las imágenes subacuáticas no solo nos recuerdan a La mujer y el monstruo (Creature from The Black Lagoon, Jack Arnold, 1954), sino que parecen querer variar el mito clásico de Ondina. La mujer que tiene que hacer un sacrificio para recuperar la confianza de su amante en este caso no se convierte en ninfa al caer al río, sino al introducirse en una especie de pantano vedado por una presa. El agua que aparece en Undine está estancada artificialmente, el hombre ha tratado de controlar aquello que por naturaleza debe fluir, como si deseara atrapar en una pecera o en una piscina lo que debe por inherencia ser libre: los sentimientos.

Undine (Christian Petzold)

Decía Carlos Boyero en su crítica sobre Dolor y gloria (Pedro Almodóvar, 2019) que veía la película del director manchego “como quien ve crecer la hierba o llover”. También escribía Enric González en su crónica desde Venecia que “no se ve crecer la hierba porque no la hay, pero un espectador atento puede percibir probablemente la erosión de los adoquines”, refiriéndose a Los amantes habituales (Les amantes réguliers, Philippe Garel, 2001). Son dos citas que se podrían trasladar perfectamente a Days (Rizi, Tsai Ming-Liang, 2020), y en especial a su primera hora de montaje. Los diez primeros minutos, en los que solo encontramos tres planos fijos, en silencio y sin más movimiento en pantalla que el del agua o el viento, son una declaración de intenciones. En esta primera parte de la película, vemos a dos personajes haciendo acciones tan simples como sentarse mirando a lo lejos o lavar lechugas antes de cocinarlas. También vemos a un gato que se refleja en la sombra del edificio en un gran muro. Ese silencio total del inicio del filme refleja un estado de relajación zen que se contagia al espectador, que entra en una calma casi imposible de comparar con el cine de cualquier otro autor. Pero a la vez, las imágenes de Tsai Ming-Liang tienen un efecto hipnótico muy similar a las composiciones lánguidas de la pintura de Edward Hopper. Si resulta el referente más claro es porque el director taiwanés las compone desde la misma distancia que usaba el pintor americano, alejando la cámara para enfatizar en la triste soledad de sus personajes, pero haciéndoles posar en paz total. El montaje de Tsai Ming-Liang se relaciona también con esta majestuosidad de saber el momento justo en que cortar el plano, pues, como en la pintura de Hopper, parece que el cineasta cambia de escena en el punto preciso en que aún no se advierte el clímax de su escena, o justo después de este. Days contiene una de las secuencias más espectaculares a nivel sensorial de este Festival de Berlín, fortificada gracias a un grado de intimidad y a la vez civismo únicos. Pero sin duda, el momento más impresionante del último trabajo de Tsai Ming-Liang se encuentra en el instante en que los protagonistas se sienten a cenar en un bar callejero. Apenas se entienden verbalmente, y seguramente tampoco podrían hablar porque el tráfico se apodera con tal fuerza del sonido que en cualquier otra película interrumpiría la escena —de hecho, lo hace visualmente, con los coches circulando en primer plano y los personajes en segundo—; pero el afecto consumado entre ellos a lo largo del metraje confiere a la escena de una paz inquebrantable e ineludible. Tal y como en Nighthawks (Edward Hopper, 1942), en la melancolía del encuadre lejano se encuentra el equilibrio, la armonía.

Rizi (Tsai Ming-Liang)

Esa tranquilidad de la película de Tsai Ming-Liang no se comparte con Never Rarely Sometimes Always (Eliza Hittman, 2020), un filme de la sección a competición del festival que por otro lado converge en intenciones con The Assistant (Kitty Green, 2019), de la sección Panorama. El deseo de ambas cineastas es mostrar con naturalidad y todo lujo de detalles las trabas sociales, políticas, económicas y burocráticas con las que las mujeres deben convivir en el mundo actual para ejercer derechos tan esenciales como trabajar o tener libertad sexual. Lo mejor de ambas propuestas es que apenas apelan al sentimentalismo, ni siquiera al abordar la sororidad. Existe un miedo terrorífico y desolador a pedir ayuda, escenificado en la película de Hittman en el momento en que el personaje de Sidney Flannigan se mira al espejo y se traga el enjuague bucal. En Never Rarely Sometimes Always la definición del problema social se encuentra en el guion, que quizás a veces es evidente y efectista, pero que llega a mejor puerto que el de The Assistant. Y es que Kitty Green condena a su película a una pesadumbre que parece buscar en un ambiente de oficina la trascendencia del cine de Chantal Akerman, con mayor referente en Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1976), pero sin llegar a lograrlo. Pero, sin duda, los momentos fundamentales de ambas películas tienen como escenario una entrevista. Mientras que en The Assistant la conversación es poco sutil, con apenas silencios, en Never Rarely Sometimes Always se llega a la franqueza más honda y dolorosa posible a través de lo que se elide. El motivo del mayor acierto de la Hittman se debe en una puesta en escena mucho más naturalista y convencional que la de Green, sin excesivas pretensiones, pero logrando mayor precisión sentimental. La entrevista de The Assistant está montada en plano contraplano, mientras que en Never Rarely Sometimes Always la cámara se mantiene en un solo encuadre que transcurre casi la totalidad de la escena. La clave podría ser la siguiente: Hittman dirige el encuentro como una revelación del duelo de la protagonista hacia su pasado sexual —dejando así en el subtexto, o fuera de campo, la reivindicación política—, mientras que Green se queda en la superficie del encontronazo simplista y evidente entre individuo y sistema.

À l’abordage (Guillaume Brac)

Como en Undine, el agua también aparece con protagonismo en otra de las grandes películas de este Festival de Berlín, À l’abordage (Guillaume Brac, 2020). El director francés, después de realizar La isla del tesoro (L’île au trésor, 2018), vuelve a la ficción con una comedia de seducción que recuerda a los cuentos estivales de Éric Rohmer, y a su vez y por momentos a La virgen de Agosto (Jonás Trueba, 2019). La película empieza con un personaje que se detiene a bailar bachata a las orillas del Sena, y que después de conocer a una chica, queda tan prendado de ella que decide ir a visitarla a su pueblo de inmediato. Así, logra enredar a su amigo para coger un blablacar y dos tiendas de acampada y plantarse en un pueblo a seiscientos quilómetros de París, para poder sorprender románticamente a la chica. De este modo, el escenario principal de À l’abordage se convierte en ese punto de convivencia entre clases en que las diferencias siguen presentes pero la calidez del verano las iguala: el camping. La conciencia obrera toma partido en una presentación de personajes que pone su origen y economía cómo clave en su construcción, pero que en seguida se libera de toda carga panfletaria mediante el uso de la comedia. De la misma manera en que ocurría en Súper empollonas (Booksmart, Olivia Wilde, 2019), los personajes parecen en un principio no salir del arquetipo, pero en realidad lo trascienden a través de un humor tanto físico como verbal que juega a autoreferenciarse y a crear expectativa de gag en tan solo hora y media. El ligón impaciente, el gordo acomplejado y el pijo niño de mamá encuentran redención gracias a la entrañable sensibilidad masculina de Guillaume Brac. El cineasta decide no interferir en las situaciones mediante una imagen tan transparente y cristalina como la del agua del río, que busca el encuadre natural y no forzado y que prefiere pasar inadvertida antes que sacar pecho. Debido a la manifiesta química entre actores, À l’abordage encuentra el equilibrio entre crueldad y ligereza, y consigue que se convierta en la película genuinamente más divertida y refrescante de la Berlinale. Volviendo a la ciudad fría, gris y poco acogedora que es Berlín, el cineasta francés nos consigue trasladar, a través de su cámara, el calor y el refugio de felicidad del verano mediterráneo.