Crisis de identidades (cinematográficas)

No es nada infrecuente que determinadas obras crucen el espacio de la cartelera comercial de modo tan fulgurante como fugaz, desapareciendo antes de que buena parte de los espectadores potenciales se hayan apercibido de su existencia. Cintas que condenan al fracaso financiero a directores y productores cuyas obras son víctimas de una nefasta política de exhibición y comercialización. Obras que se pierden en el marasmo de estrenos inanes, en definitiva, obras que no parecen tener identidad suficiente para ser valoradas de modo ecuánime.

No es nada infrecuente que ello suceda de modo simultáneo, pues las películas que deberían llamar la atención de su público potencial no son pocas. Paradójicamente, en el plazo de un mes, han cruzado la cartelera tres películas de identidad tambaleante y que, a su vez, debatían (entre otros) el tema de la identidad.

1. ‘Jojo Rabbit’, de Taika Waititi: corazones en peligro

Quizás no fuera la más atractiva, pero sí la que ha gozado del favor de la exhibición, con promoción via Óscar. Jojo Rabbit es una comedia ligera muy bien desarrollada a nivel de guion que cuenta la crisis de identidad de un niño de 10 años en la Alemania nazi. El padre de Jojo no ha regresado del frente, su madre se ausenta a menudo y él, menudo e introvertido, precisa de un amigo imaginario que le de apoyo y orientación en el duro día a día y en su incorporación a las Juventudes nazis. La peculiaridad, el sarcasmo, radica en que mientras el amigo imaginario no es nada más ni nada menos que Hitler,  la madre de Jojo esconde a una niña judía en la buhardilla. El enfrentamiento entre los dictados del Führer, interiorizados y “encarnados” de modo cotidiano, continuado, y la presencia de una posible compañera de juegos, víctima de tales teorías genocidas, desencadena una segunda crisis en la incipiente personalidad del protagonista. Jojo Rabbit funciona estupendamente como comedia gracias a su puesta en escena y a las interpretaciones del pequeño protagonista, de Scarlett Johanson y de Sam Rockwell (en el inefable papel de un sargento sarcástico y alcohólico que también esconde su identidad). No obstante, es esta identidad de género, próxima a la farsa, que ha condenado a Jojo Rabbit a cierta infravaloración crítica frente a posturas más severas en la contemplación del horror nazi. No hay que olvidar que Ser o no ser (To Be or Not to Be, Ernst Lubitsch, 1942) fue en su momento vilipendiada por hacer burla de tan terrible situación y que, pese a su éxito en el momento de estreno, La vida es bella (La vita e bella, Roberto Benigni, 1997) también sufre de tales contradicciones morales. ¿La mirada del cine frente al terror debe siempre adoptar una identidad de tragedia? No hay duda de que muchos profesionales del audiovisual y la filosofía defienden tal postura. También es cierto que muchos consideran que la única representación válida del genocidio se limita a Shoah (íd., Claude Lazmann, 1985), con el testimonio oral y visual del horror, censurando otras obras de ficción con argumento más o menos verídico… La película de Waititi, no obstante, y pese a ciertas licencias pseudo “wesandersonianas” que no acaban de encajar (especialmente en la escena final) funciona con el suficiente pudor visual frente a la tragedia como para lucir su identidad de comedia como cuento moral, llegando a un público mucho más amplio que grandes obras de nuestro siglo como es, por ejemplo, El hijo de Saul (Saul fia, Laszlo Nemes, 2015).  En definitiva, se nos recuerda, con sonrisas de por medio, que este huevo de serpiente puede transformarse en otra criatura socialmente más positiva si la identidad se desarrolla lejos de las manipulaciones ejercidas por el autoritarismo sobre la infancia o la juventud.

2. ‘Monos’, de Alejandro Landes: patéticamente patosos

Hay quién compara esta excelente película de Alejandro Landes con Apocalypse Now (íd., Francis Ford Coppola, 1979). Personalmente se me antoja más próxima a La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, Stanley Kubrick, 1987) por su análisis de la despersonalización del soldado y, también, del proceso inverso. El ejército requiere la pérdida de identidad individual para el desarrollo de un ejercicio colectivo. Algo que ya se buscaba en las juventudes nacionalsocialistas que captaban a Jojo y a los niños de su edad inculcando en ellos el odio racial y la creencia común de la supremacía aria, a la par que la veneración del Führer. Los adolescentes de Monos han seguido ya este proceso y, aislados, en lo alto de la meseta colombiana, empiezan a experimentar las dudas que les genera la ausencia de identidad individual.

Más allá de la espléndida fotografía y de una puesta en escena que refuerza el aislamiento del grupo (su posición en lo alto de un monte por encima de las nubes que cubren literalmente el resto del mundo, los planos cerrados sobre los personajes), Landes elabora un excelente discurso sobre el efecto de la fusión de la identidad individual en la colectiva y, posteriormente, del traumático intento de recuperación de la propia. El inicio de la cinta nos permite ver al grupo trabajando en equipo ejercicios físicos y de coordinación y su subordinación a una entidad superior que solo se encarna de tiempo en tiempo, hasta el punto de que las relaciones personales quedan condicionadas al visto bueno de la superioridad. Tal es el rigor que un incidente estúpido como la accidental muerte de una vaca, desencadena una crisis en el grupo, demonios individuales y el contraproducente rebrote de las individualidades en la dinámica militar. Así, la desaparición de un sensato líder eleva al mando a un adolescente tan inseguro como violento y, básicamente, a las dudas del resto de personajes acerca de su papel en la lucha y su relación con los demás miembros del pelotón. La férrea disciplina somete las personalidades individuales, ejemplarizadas espléndidamente no solo a nivel argumental sino de modo visual, como en el partido inicial que juegan a ciegas o en los movimientos coreografiados en sus desplazamientos, asimilables por los mostrados en Beau travail (Claire Denis, 1999). Sin embargo, la absurdidad de su lucha, de su situación, facilita la emersión del yo y pone al descubierto temores y fragilidad, violencia innecesaria, brutalidad y agresividad con los pares. Es el resurgir del soldado patoso que implosiona la rígida estructura militar en una serie de enfrentamientos individuales, errores estratégicos, insubordinación y crimen. Al final, Monos se revela como el reverso triste (tal vez más verídico) que el de Jojo Rabbit. Mientras el niño protagonista de aquella, tras una serie de experiencias traumáticas, acababa por elaborar una identidad que le liberaba de la tiranía social, el desertor de Monos no puede reconocerse, no se identifica a sí mismo, habiendo perdido, tal vez para siempre, su propia identidad.

3. ‘Sinónimos’, de Nadav Lapid: al pie de la letra

Cuenta Nadav Lapid que buena parte de lo contado y vivido por el protagonista de Sinónimos se corresponde con su propia historia. Como Yoav, el director de La profesora de parvulario (Haganenet, 2014) huyó de Israel para vivir precariamente en un París que acaba por revelarse hostil y en el que sobrevivió un tiempo con un diccionario y una cena diaria siempre idéntica y basado en los productos más económicos.

Yoav, hastiado de la política y la sociedad de su país, lo abandona en un arrebato y se planta en la ciudad luz literalmente con lo puesto. Y queda literalmente y simbólicamente desnudo frente al mundo cuando, al amanecer de su primera noche en Europa, desaparece toda su ropa y escasas pertenencias. A partir de ese momento, Lapid elabora una película tan singular como fuera La profesora de parvulario. Una obra que plantea un rechazo del sionismo, de un gobierno agresivo, genocida, pero también de una sociedad familiarizada con la violencia, que la ha asimilado en sus dinámicas (algo que ya aparecía sutilmente en su largometraje previo en los insultos y comentarios de los propios niños).

Sin embargo, Sinónimos va más allá al plantear la frustrante búsqueda de identidad propia que Yoav desarrolla en su periplo parisino. Envuelto en el abrigo y la ropa prestadas por Emile, Yoav intenta conseguir una identidad francesa a través de la lectura compulsiva y la recitación del diccionario. Avanza por las calles, propulsado por una fuerza interior, con la cabeza baja, como embistiendo, mientras repasa vocabulario y elabora frases que sentenciará cuándo tenga oportunidad. No obstante, ni el dominio del lenguaje (o de las frases hechas) no le basta para integrarse, del mismo modo que la relación con Emile y Caroline no es más que un simulacro de socialización. Son amistades con intereses propios, tal vez efímeros, que le facilitan la subsistencia, pero no le aseguran la nacionalización. Desarrollada con enormes elipsis, la odisea de Yoav por conseguir una identidad alejada de la israelí se revela epopéyica. Rechaza la ayuda de su familia, evita el encuentro con un padre que busca recuperar al hijo pródigo, pero sólo consigue trabajos vinculados con la embajada hebrea, sus agentes secretos y la violencia.

Molesto con la hipocresía global, y reivindicando su individualidad, Yoav echa a perder la oportunidad que le ofrece Caroline. Las sesiones formativas para la integración en Francia se revelan tan inútiles como falsas, exigiendo unos conocimientos que homogenizan a los candidatos a la nacionalidad francesa sin que aseguren en modo alguno su identificación con el significado de la libertad, igualdad y fraternidad. Francia, como Israel, exige de sus ciudadanos unas formas con las que cada individuo debe comulgar, unas fórmulas que deberán exhibir por encima de sus identidades individuales. Decepcionado, desorientado y empecinado, Yoav defiende hasta el final su identidad y sus creencias más íntimas, naufragando en un contexto que acaba revelándose tan hostil como su propia tierra y golpeando frenéticamente la puerta cerrada hacia la tierra prometida.

Sinónimos, con sus saltos temporales y los personajes que aparecen y desaparecen del relato, con la repetición sistemática, ritual, de palabras y frases extraídas del diccionario, resulta una obra tan desconcertante como estimulante. Una obra, como su personaje, que reivindica apasionadamente una identidad propia. Una obra, como tantas otras, a las que la cartelera niega el puesto que merecen.