Existe un cierto paralelismo en el recorrido del cine de Pablo Larraín y el de Yorgos Lanthimos. Que sus últimas películas, Ema (Pablo Larraín, 2019) y La favorita (The Favourite, 2018), se hayan estrenado en España en el mes de enero, es una casualidad. Podría serlo también el hecho de que ambas están protagonizadas por mujeres tan macabras y maquiavélicas como lo han podido ser los hombres a lo largo de la historia del cine, y que estas hagan uso de la seducción para conseguir sus objetivos más retorcidos. Lo que de verdad llama la atención en esta lectura conjunta es cómo ambos cineastas han ido dejando atrás, poco a poco, esa distancia fría con la que retratado a sus personajes a lo largo de sus carreras. En Jackie (íd., Pablo Larraín, 2016), el director chileno ya mostraba una compasión prácticamente inédita en su cine hacia la que fue primera dama de los Estados Unidos. Por su parte, en El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of A Sacred Deer, Yorgos Lanthimos, 2015), el cineasta heleno también parecía querer un poco más a sus personajes mediante el uso del patetismo. Pero el cambio que ambos han dado en Ema y en La favorita es radical. Los personajes se dibujan igual de tortuosos que antes, pero el modo en que los cineastas los abordan deja un rastro ineludible de complicidad —o, si más no, de confabulación—.
El argumento de la última película de Pablo Larraín se podría resumir en la pregunta que hace Gastón, el personaje interpretado maravillosamente por Gael García Bernal, al inicio del metraje: “Nuestro hijito, Ema. Puta madre, ¿qué hicimos?”. El director elide mostrar el desencadenante de la trama, una gamberrada delictiva del hijo al que adoptaron Ema y Gastón, para revelar las consecuencias de esta. La solemnidad inaugural, encabezada por ese plano definitorio del personaje de Ema incendiando un semáforo, se contrapone de forma vibrante a una agresividad no solo verbal, sino formal. El montaje alterna ahora tres situaciones: la representación de una coreografía radiante, en que se filman los cuerpos al estilo de Clímax (íd., Gaspar Noé, 2018) pero sin la pomposidad del director galo; la visita de Ema al hospital en que se encuentra ingresada su hermana debido a sus quemaduras; y la violencia de las discusiones entre los personajes de Ema y Gastón, de una dureza y ferocidad mucho mayor que las de la alabada y artificiosa Historia de un matrimonio (Marriage Story, Noah Baumbach, 2019). Larraín intensifica esas peleas mediante la puesta en escena, colocando la cámara frontalmente y, en especial, haciendo que los actores se dirijan de forma directa al objetivo, escrutando frente a frente a los personajes cuando estos se quieren destrozar y avergonzándoles cuando no pueden ni mirarse a la cara.
En estos planos directos es donde brilla y arde la actriz Mariana di Girolamo. La fuerza y a su vez la delicadez de la interpretación sostienen a un personaje que, sin lugar a duda, puede resultar cargante, pero que, en el peor de los casos, podría pecar de una malicia tan taimada como absurda. La construcción del guion es, de este modo, tan perversa y retorcida como lo es su protagonista, y se sostiene en un montaje que da más prioridad al impacto emocional de sus escenas que a clarificarlas. La estructura narrativa podría ser la de un thriller psicológico, pero con una vuelta de tuerca: mientras que lo normal en el género sería padecer la venganza como espectador mediante una focalización en el personaje afectado por la psicópata —como en Atracción fatal (Fatal Attraction, Adrian Lyne, 1987)—, aquí no solo somos partícipes de cómo Ema orquestra su vendetta, sino que también la sufrimos como espectadores. Además, Larraín lleva aún más allá el uso de la elipsis, que ya era clave en Neruda (Pablo Narraín, 2016), para hermetizar el argumento de la película, lo que provoca que uno no tenga muy claras las motivaciones reales de la protagonista —y los planes que traza debido a ellas— hasta el final del metraje. Esto, por un lado, remarca el impacto de la resolución; pero, por otro, puede dejar un sabor de engaño en el espectador, y la sensación de que no ha conectado tanto con la historia como podría.
Ese uso del montaje difuso también deja momentos de una belleza casi poética, pero que mientras que en Neruda se debían, en su mayoría, al uso de la voz en off de García Bernal, aquí son fruto del ensamble entre música e imagen que figura Larraín. La virtud lírica de las imágenes —simbolismos que solo a veces tienden al subrayado— se basa en el uso del claroscuro, que en Ema se encuentra a medio camino entre la sobreexposición de No (Pablo Larraín, 2012) y la penumbra neblina de El club (Pablo Larraín, 2015). La dirección de fotografía, operada en gran angular, destaca la belleza de los ambientes urbanos en que se mueve la película: desde el colorido barrio de Valparaíso hasta los paseos marítimos, la escenografía por la que luego transitarán y bailarán sus protagonistas es profundamente quimérica —sobre todo en comparación a la crudeza mostrada en El club—, pero fabulosa.
Y es que, con su mayor ejemplo en El club, el cine de Larraín siempre ha tenido un lado profundamente político. Pero nunca había abordado de manera tan directa lo generacional, y menos aún cuando una generación no es suya —en Ema los ecos de la dictadura apenas se oyen—. Más allá de discutir temáticas como el denominado “poliamor” y la educación infantil moderna sin tener la prepotencia de querer sentar cátedra, Ema se posiciona a favor de la música más denostada y —paradójicamente— más escuchada de nuestra sociedad actual, el reguetón.
Durante el transcurso de la película, las chicas salen a bailar dejando de lado lo antinatural y restrictivo del baile experimental para lanzarse de lleno a la música urbana. Pero Larraín no escoge el reguetón que suena en las discotecas, sino que selecciona a artistas alternativos. Cuando el personaje de García Bernal denuesta ese género del que dice ser “música de cárcel”, pues “que muevan las caderitas no las hace más libres”, se refiere al reguetón comercial, de tendencia machista. Esa escena, filmada también de forma frontal, parece simular una declama del propio Larraín hacia el espectador, a modo de expresar a este su rechazo al género. Acto seguido, las chicas contestan que —parafraseando— el personaje de Gastón parece el típico turista que hace cuatro fotos a dos barcos y ya se considera experto en la historia del puerto. “Creen que esta huevada la hacemos por ellos, pero lo hacemos por nosotras”, han dicho minutos antes mientras bailaban en la calle. La humildad de Larraín al posicionarse y reconocer que puede que esté equivocado es refrescante, y esa escena es la que cambia la interpretación de la película: quizás no estamos entendiendo lo que hace el personaje de Ema —o la generación de los noventa— porque en realidad ni el mismo cineasta acaba de estar seguro de cómo es. Es decir, no se trata de un retrato generacional, sino de una invitación a resolver el misterio de esta. Ema, como la música que escucha, es un alma libre, y Larraín la abraza totalmente. Las melodías experimentales de Gastón, puro raciocinio, se contraponen a la música urbana de Ema, libertinaje total.
La película termina con un final impactante, que, por utilizar símiles “reguetoneros”, se podría explicar como una suma de Gasolina (Daddy Yankee, 2010) y Felices los 4 (Maluma, 2017). Una vez el plan macabro e indescifrable de Ema está a punto de consumarse, la cámara se sitúa frontalmente ante la pareja protagonista del mismo modo en que ocurría en el plano final de películas como El jeque blanco (Lo sceicco bianco, Federico Fellini, 1952) o El graduado (The Graduate, Mike Nichols, 1967), es decir, como si los personajes le dijesen directamente al espectador: “Dios mío, pero ¿qué hemos hecho?”. Porque en realidad, a lo largo de Ema, tanto Gastón como ella no han hecho otra cosa que tratar de decidir cómo explicarle al mundo la tragedia vivida. Sus discusiones siempre empiezan en quién tiene más culpa de los dos, pero siempre terminan en cómo van a excusarse ante los otros —en ese sentido, la subtrama del felino resulta esclarecedora—. Porque si algo parece querernos contar Pablo Larraín en sus últimas películas, esas mismas que parecen conchabarse ligeramente con sus protagonistas, es que la narrativa es lo que verdaderamente marca nuestras vidas: cómo el hecho de vivir no es más que construirse un relato de uno mismo. En Neruda, el personaje del poeta es escrito por el policía que él mismo se ha inventado. En Jackie, la protagonista vive su intimidad teniendo únicamente en cuenta el qué dirán. En Ema —la más libre de las tres películas al no sustentarse en una biografía sino en la ficción— el cuento que la propia Ema se cuenta a sí misma, totalmente inverosímil, es la única salida que le queda para seguir con su vida, para no enloquecer. Aunque sea una lunática.