Hace mucho, mucho tiempo…
De mocosos a millonarios
- Me voy a enfrentar a El ascenso de Skywalker (Star Wars, episode IX: The rise of Skywalker, J.J. Abrams, 2019) con cierta frialdad. Han transcurrido cuatro décadas desde el estreno de La guerra de las galaxias (Star Wars, Episode IV: A New Hope, George Lucas, 1977), al que asistí en sesión de tarde en el extinto Cine Montecarlo de Barcelona. Al cabo de los años, no soy ni fan ni hater de la saga, y sería más bien el escepticismo la sensación con la que acudiré a la sala. Es una decena de películas, una apuesta más industrial que artística y cuatro décadas de historia del cine que van del episodio IV, Una nueva esperanza, al episodio IX.
Tras una década de cierta languidez hollywoodiense en la que se obliga a retirarse a los grandes clásicos (Ford, Hawks, Hitchcock, primero; Donen, Wilder poco después) la pequeña pantalla ha ganado terreno a la pantalla grande y hay directores que fluctúan de la televisión o el teatro al cine (Martin Ritt, John Frankenheimer, Mike Nichols…), en la que la mirada se ha desplazado a Broadway y Nueva York y en la que las superproducciones catastróficas no acaban de salvar la taquilla, hay un grupo de mocosos que buscan poder. Poder, básicamente, de producir sus productos de modo independiente. En la Costa Este están Woody y Marty. Lucas y su amigo Spielberg se mantienen en L.A., mientras Coppola, Milius y De Palma van de un lado a otro.
En la segunda mitad de los 70 y la primera parte de los 80 se tambalea el sistema de producción. Los grandes estudios clásicos, con sus estudios de rodaje, equipos propios de casting, producción y postproducción y sus redes de distribución internacional se vuelven insostenibles y son devorados progresivamente por multinacionales. Los efectos digitales también determinan nuevas necesidades, nuevos proyectos y la incorporación de nuevas industrias que devendrán imprescindibles. No fueron ajenos a ello autores como Lucas, Spielberg o Coppola.
A río revuelto, aparecen numerosos grupos independientes que usan los estudios clásicos y su red de distribución pero que siguen criterios propios para planificación de proyectos y desarrollo de los mismos. Por poner algunos ejemplos relevantes, Lucas y Spielberg se mantienen en el seno de la Universal, pero en realidad son un grupo autónomo que a menudo colabora con un mismo equipo de producción, formado por Frank Marshall y Kathleen Kennedy, entre otros. Columbia Pictures, por su parte, vive dos décadas turbulentas durante las que produce a Spielberg Encuentros en la tercera fase y E.T., (que son distribuidas por Universal) y en las que pasa de absorber diversas productoras menores a ser vendida junto a una serie de casinos de Las Vegas, formar parte del entramado de Coca Cola, asociarse con la Gaumont francesa y finalmente ser una más de las compañías de Sony. La veterana United Artists, por su parte, se hunde tras diversos fracasos comerciales, especialmente Memorias (Stardust Memories, Woody Allen, 1980) y la mítica La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980)
Pronto quedaría claro no obstante que la industria mantiene el objetivo clásico. Hay compras y ventas, nuevas productoras aparecen (Miramax y el poder de los Weinstein arranca en 1980) y otras sucumben (Embassy, Orion) pero todo cambia para que todo siga igual… Los nuevos directores saldrán adelante si sus proyectos alcanzan los ingresos deseados. El marketing es imprescindible y ello conlleva que esta estrategia sea plenamente asumida por los directores. No hay margen para los excesos y hay que saber escoger un nicho de público que consumirá la película. Es relevante en este sentido el descalabro de Coppola y su proyecto Zoetrope. En 1981, Corazonada (One From the Heart, Francis Ford Coppola) naufraga significando literalmente el ostracismo de un director que tras triunfar a nivel comercial y artístico con Apocalipsis Now y las dos primeras entregas de El Padrino, deberá limitarse a desarrollar pequeños proyectos.
En este contexto George Lucas escribe, co-produce y dirige La guerra de las galaxias, se convierte en Luke Skywalker y plantea la ambiciosa saga de tres trilogías, retando al sistema de estudios existente y planteando su autonomía en el contexto de producción. Dos películas más tarde, con el Skywalker Sound System y unos estudios de post producción en marcha, la saga queda aparcada. No le hace falta continuar su viejo proyecto de tres trilogías puesto que el negocio parece funcionar lo bastante bien como para dedicarse a la dirección o el desarrollo de la historia galáctica. De hecho, a los seguidores de El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, Irwin Keshner, 1981), impactados y admirados no sólo por su dinámica sino por una frase paterno-filial que marcó a varias generaciones, no nos satisfizo en exceso El retorno del Jedi (The Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983). El breve erotismo de Leia y la dinámica acción de Luke al inicio de la cinta fueron eclipsados por la edulcorada presencia de los ewok y un final de Darth Vader demasiado simple.
La saga es dejada de lado con bastante indiferencia por parte de los espectadores, ahora más interesados en nuevas propuestas. Lucas pasa a ser un magnate reflejo de los tiempos que corren, Spielberg un director rentable rescatado por su amigo tras el varapalo y correctivo posteriores a su sarcástica y comercialmente fracasada 1941 (íd., Steven Spielberg, 1979) y Coppola un asalariado que pone lo mejor de sí en proyectos muy diversos. Lucas ha producido Kagemusha, la sombra del guerrero (Kagemusha, Akira Kurosawa, 1980), recuperando al admirado maestro, El imperio contraataca, Fuego en el cuerpo (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981) e inaugura la que será su segunda saga y nueva fuente de ingresos con En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg,1981). Cuando cierra la trilogía con El retorno del jedi ya está diseñando un ambicioso plan de producción. A partir de aquí va más allá del ámbito cinematográfico, saltando a series de televisión, videojuegos, postproducción de sonido (en los Skywalker Studios) y efectos especiales y merchandising, hasta la fusión con Disney.
El retorno de Lucas: de la space opera a la soap opera
En 1999, 18 años después de El retorno del Jedi, Lucas reaparece como director… dejando claro a todo el mundo que nunca debió hacerlo.
Ya en el inicio de la saga (hace mucho, mucho tiempo) se planteó se trataba de una trilogía central que tal vez se completase con la que sería la trilogía inicial y final. Cuando quienes fuimos seguidores de aquella primera saga ya no teníamos esperanza (o interés) en su prolongación, Lucas decide asumir guion, producción y la dirección de la trilogía inicial, los tres primeros episodios de la saga, que se inició con La amenaza fantasma (Star Wars, Episode I: The Phantom Menace, George Lucas, 1999). Desconozco si había añoranza o tozudez por su parte como para desarrollar el proyecto, pero sin duda alguna había un interés económico para rentabilizar las nuevas técnicas de efectos especiales (que también se aplicaron a un lifting de los tres episodios centrales ya realizados) y un desbordante marketing en busca de nuevos adeptos. No hay duda que la estrategia funcionó a nivel económico y el espíritu Jedi renació en numerosos niños… más que en adolescentes o adultos. El torpe Jar Jar Binks devino el personaje más odiado de la saga y muchos preferirían verle torturado a él antes que a Darth Vader o al emperador. El guion, con los ecos mesiánicos (jamás claramente explicados) de Anakin y la posterior love story con Amidala, derivó la nueva trilogía de la space opera a la soap opera. Dejando de lado la soberbia carrera de vainas, el Episodio I no aportó demasiado a la serie, aunque siempre sería superior al siguiente episodio, el más inane, olvidable y olvidado de toda la saga. Si La amenaza fantasma desaprovechaba tanto a un gran personaje, Qui-Gong Jin, y a un nuevo malvado, el sith Darth Maul, El ataque de los clones (Star Wars: Episode II, Attack of the Clones, George Lucas, 2002) es una confusa y aburrida mezcla de cinta romántica, noir y sci-fi a la que no salvaba el progresivamente desarrollado diseño de producción. Sin duda La venganza de los Sith (Star Wars: Episode II, Revenge of the Sith, George Lucas, 2005) cerraba la trilogía con dignidad consiguiendo algunas de las mejores secuencias de la saga, desde la caída de la República a manos de un golpe de estado, la coppoliana matanza de jedis o el duelo final entre Obi Wan y Anakin. La sensación final ante la explicación del origen de Darth Vader era satisfactoria, pero, al contrario, la sensación de torpeza del conjunto de jedis ante la conjura Sith y su insuficiencia para contenerlos daba pie a plantear que su poder era poco más que una patraña.
Sin duda el mayor éxito de este episodio y de la apuesta de Lucas fue económico, con ingresos que iban de la mano de una avalancha de productos televisivos, videojuegos, cómics, novelas y juguetes varios y que aseguraban una audiencia para una futura (¿y definitiva?) trilogía final.
Una trilogía puesta en contexto
Siempre nos confundimos al hablar de la primera o segunda trilogías, debido al inverso orden cronológico de producción de ambas. La tercera trilogía no da lugar a dudas en este sentido y, por otro lado y de modo paradójico, puede sentar la autoría de Lucas sobre una saga de aventuras, aun cuando no sea el guionista ni director de ninguna de las obras que la rematan.
Una trilogía que arranca con El despertar de la fuerza (Star Wars, Episode VII, The Force Awakens, J.J. Abrams, 2015) dónde sabiamente Lucas cede el guion a su viejo colaborador Lawrence Kasdan (autor de los episodios 5 y 6, así como de En busca del arca perdida) y a J.J. Abrams, que también toma la batuta como director en lo que es un aplicado remake del episodio inicial. Nuevos personajes, jóvenes inexpertos en un planeta desierto, que súbitamente se ven envueltos en una trepidante aventura bigger tan life, recorriendo confines de la galaxia y enfrentados a un malvado enmascarado. Trilogía sin duda que luce efectos especiales más actuales (la primera trilogía parece vintage y los episodios I a III quedaron pronto algo desfasados por el gran avance tecnológico de la última década) y mucho más brío que las dirigidas por Lucas.
No hay que ignorar, no obstante, una obra que en el contexto de Star Wars, una rareza, un suceso curioso. Rogue One: una historia de Star Wars (Rogue One, Gareth Edwards, 2016), que vendría a ser como el Episodio 3 y medio, dónde se narra la aventura para recuperar los planos de la Estrella de la Muerte que Leia enviará a Obi Wan al inicio del Episodio IV. Rogue One es una cinta bélica, con pocas concesiones a la comedia, extremadamente enérgica y adulta. Con mínima participación de Lucas (que no consta como productor directo ni como guionista), la historia marca un giro hacia cierta maduración de la narración y del público que, si bien no es reconocible en el episodio VII, si lo será en los dos últimos.
Rian Johnson le dio vida a los personajes nuevos en la segunda parte de la última trilogía, consiguiendo emocionar con Leia (habiendo fallecido Carrie Fisher durante la postproducción y siendo revivida digitalmente) pero también con Rey, Finn y (por fin un digno sucesor de Vader) un malvado, torturado, Kylo Ren. Los últimos jedi (Star Wars, Episode VIII: The Last Jedi, Rian Johnson, 2017) es discutida por los viejos fan de la primera trilogía (a los que se refirió directamente El despertar de la fuerza con la reaparición de Leia, Han Solo y Chewbacca) pero es vigente en el contexto actual, no sólo a nivel técnico sino por situar la acción en un mundo en el que las fuerzas fascistas controlan todos los medios, dónde los viejos héroes están cansados y renuncian a sus sueños y son jóvenes airados (feministas y multirraciales) quienes se enfrentan al Mal. A pesar de algunos altibajos narrativos el guion de Johnson consigue atraer el interés de las generaciones de fan captadas en su infancia con los episodios I a III y el de los nostálgicos de la trilogía original.
El final del camino
Pase lo que pase con El ascenso de Skywalker (The Rise of Skywalker, J.J. Abrams, 2019), la saga terminará para mí, pienso antes de verla. Personalmente, ya no me he molestado en ver Han Solo: una historia de Star Wars (Solo, a Star Wars Story, Ron Howard, 2018), el que sería un spin-off, escrito por Lawrence Kasdan (a sus 70 años) y su hijo. En las plataformas podemos ver múltiples subproductos en forma de series, series animadas, series de Lego, cortometrajes o videojuegos sobre los diferentes personajes, principales o episódicos, de la saga. Ha muerto Carrie Fisher, ha muerto David Prowse y han matado a Han Solo. Me siento tan cansado de trilogías que todo lo que espero es un digno colofón.
Y, una vez vista, hay que dejar claro que El ascenso de Skywalker es disfrutable y da todo lo que de ella se podía esperar. Hay aventura, peligro, desenfado, duelos espectaculares, malvados indestructibles, last minute cliffhanger y, sobre todo, hay épica. En el episodio VII, Abrams se limitó en dos direcciones. Por una parte, a su estrategia habitual de presentarnos sorpresas: nuevos héroes, nuevos malvados, nuevos caminos a desarrollar por el espectador o por otros productos. Pero, por ello mismo, no avanzó demasiado en ninguna línea para limitarse a honrar, en la segunda mitad de la trama, a Lucas, amo y señor de la saga, en una serie de set pieces que no eran sino un remake de la parte final del episodio primigenio con el asalto a la Estrella de la Muerte. Ahora, en El ascenso de Skywalker, hay, una vez más, escenas similares a las vistas en los episodios IV y VI, en Rogue One, y en el VII con una batalla final la resolución de la cual depende de un acto heroico cuyo fracaso o éxito determinará el hundimiento o triunfo de la Revolución. Sin embargo, en esta ocasión, Abrams (también autor del guion) deja de lado los homenajes y prioriza insuflar vida y energía a todas las escenas. Arrancando con una vibrante persecución a saltos por el hiperespacio, saltando de un escenario a otro, define a Rey, a Finn y a un cada vez más torturado Kylo Ren y la relación entre los tres, mientras no cesan los combates.
Hay fans puristas originarios de de la primera trilogía que claman al cielo por los cambios introducidos (nuevos poderes ahora desarrollados por los Jedi, reaparición de ciertos personajes) sin reparar en que estos recursos se han desarrollado siempre en la historia de las sagas de ciencia-ficción y que, de hecho, ya estuvieron presentes (tal vez con narración más justificada, más clara, en los episodios V y VI, con el desarrollo de habilidades de Luke que apenas conocía en el inicio de la saga). Tal vez, en aquel momento éramos más inocentes y ahora tenemos el defecto de buscar más ciencia en lo que en realidad se desarrolla sólo en el ámbito fantástico.
El ascenso de Skywalker nos deja con gran sabor de boca. El enfrentamiento solitario de Rey con una nave espacial en medio del desierto, las arenas movedizas, la desorientación del viejo C3PO o los combates con Kylo Ren son algunas de las mejores secuencias de toda la saga y sitúan este último episodio muy cerca de los míticos V y IV.
No dudamos de que Lucas o sus herederos asociados querrán desarrollar nuevas sagas con Rey, Finn o Poe. Las propuestas de una nueva trilogía ya son realidad. Pero no serán ya lo mismo. Quizás sirvan para los fan cosechados con estas últimas obras. Sin embargo, para muchos, para los que nos fascinó la trilogía original y detestamos los tres primeros episodios, para los que jugaron con el merchandising de éstos y ahora contemplaron el cierre de la saga, lo más digno es enterrar los sables jedi y cerrar con dignidad en Tatooine un círculo que ha conseguido emocionarnos de nuevo.
Al albor de la tercera década del siglo XXI, aquel modelo que Lucas y los otros mocosos cambiaron se revela algo caduco. Los Hollywood brats son ancianos y venerados directores que han seguido trayectorias diversas y han contribuido a la pervivencia del sistema. Su papel, ahora, será decisivo en el rumbo de producción, distribución y visionado que las plataformas digitales vayan a tomar. Aunque eso, ya sabemos, es otra historia, otra apasionante saga.