Americana Filmfest 2020

El último festival presencial en Barcelona antes del encierro nos trajo propuestas de Norteamérica de variado calado. Hubo opciones diversas que tal vez hubiéramos valorado distinto durante o después de este confinamiento forzoso que estamos viviendo. En cualquier caso, os comentamos ahora el mundo que pudimos ver hace un par de semanas.

De la comedia al drama y a la comedia de nuevo

Las propuestas del Americana oscilaron curiosamente de uno a otro género, aunque fue en el ámbito de la comedia donde parecíamos encontrar propuestas más destacables.

Podríamos empezar con la intrascendente pero muy divertida The Beach Bum, básicamente por que en estos tiempos oscuros de encierro la película de Harmony Korine lanza una mirada tan condescendiente como luminosa hacia lo que podría haberse enfocado de modo muy distinto. Un pasado de vueltas Matthew McConaughey encarna a un pluritoxicómano “poeta” underground que vive de rentas de una esposa rica mientras navega entre cuelgue y cuelgue hasta que un accidente le fuerza a una responsabilidad… que no demuestra en ningún momento. Aunque pudiera ser próxima a Los diarios del ron o Miedo y asco en Las Vegas la propuesta de Korine es absolutamente superficial (reduciendo tanto la muerte como la creación literaria a puras anécdotas) y carece del interés estético de la propuesta de Gilliam o de la mala baba de otras obras del mismo autor como Spring Breakers (2012). Eso sí, esta oda hedonista es muy agradecida en tiempos de corrección política y contiene escenas hilarantes como la de un baño con supuestos delfines que resultan ser tiburones, secuencia que parece burlarse de otra película extravagante interpretada por McConaughey, Serenity (Steven Knight, 2019).

Honey Boy, de Alma Har’el

El centro de rehabilitación del que se fuga McConaughey en The Beach Bum es equiparable a aquel que acoge a James Lort, alias de Shia LaBeouf en Honey Boy (Alma Har’el, 2019), una de las más sólidas obras vistas en el festival. Catarsis de LaBeouf que escribió el guion reproduciendo sus experiencias como actor infantil, maltratado por un padre semiausente, y su posterior alcoholismo y toxicomanía. Honey Boy se crece por su honestidad, evitando maniqueísmo y tratando al padre no tanto como a un abusador sino como un inmaduro que no es consciente de su responsabilidad auténtica con su hijo, alguien más preocupado en difuminar su áurea de perdedor que en llevar adelante la vida familiar. Honey Boy consigue también un excelente equilibrio entre la historia pasada y el tiempo en que se narra, durante el ingreso del actor ya adulto, e integra parte de los flashbacks en el tiempo actual, favoreciendo la correspondencia entre los problemas de carácter de padre e hijo.

Entre drama y comedia se desarrolla la curiosa The Art of Self-Defense (Riley Stearns, 2019), una obra totalmente lacónica en torno a Casey, un personaje apocado y solitario quien, tras ser asaltado en la calle, se inscribe en una academia de kárate. Más tarde Casey (un personaje perfecto y perfectamente encarnado por el tristón Jesse Eisenberg) descubrirá aspectos siniestros en la academia a los que se enfrentará. Thriller en formato de comedia, la película de Stearns tiene mucho de las obras de Hal Hartley, como la dilatación del tiempo, la actitud del protagonista situado en un contexto tan hostil como extraño, su actitud impasible y los puntos de humor negro. Una película tan desconcertante como interesante que despliega con coherencia y sin aspavientos la evolución del personaje central hasta alcanzar el clímax final y que contiene una de las mejores actuaciones de Eisenberg.

The Art of Self-Defense, de Riley Stearns

Thunder Road (2018) resulta aun más desconcertante. Jim Cummings, su autor total (intérprete omnipresente, escritor, editor, director…), parece buscar el humor incómodo que trabajan otros directores, aunque la película no lo consigue. Historia de un policía de una pequeña ciudad que no consigue controlar sus emociones tras la separación de su mujer y la muerte de su madre, arranca con un tour de force del actor en el funeral de su madre (origen del proyecto, que primero se había materializado en un cortometraje), en el que el humor y el ridículo se confunden. Sus progresivos exabruptos y su histeria no consiguen cuajar en el espectador, ni a nivel humorístico ni como drama y sólo será a mitad de metraje cuándo cambie la situación. Tal vez al Cummings director le cuesta controlar al Cummings actor, sosías físico e interpretativo de Jim Carrey con toda la galería de muecas, que evoluciona de lo ridículo a lo insoportable. Sin embargo, la puesta en escena de la comida con la familia de su amigo, dónde el personaje, una vez más, se pone en evidencia, pero se da cuenta de ello, permite llevarlo hacia el patetismo y deslizar la comedia a un drama más equilibrado. Un drama que se serena en la tragedia para buscar un punto de esperanza para el personaje.

Un Jim Cummings que aparece como secundario en Greener Grass (2019), de Jocelyn DeBoer (actriz en Thunder Road) y Dawn Luebbe, directoras, guionistas e intérpretes de la película más bizarra (con permiso de Sorry to Bother You), más atrevida y punzante de todo el festival. Absurda, surrealista, con toques de Buñuel y de Monty Phyton, se plantea una distopía en una suburbia americana que da pie a situaciones disparatadas: niños regalados de una madre a otra como quien regala una prenda de ropa, desplazamientos en carrito de golf, hijos insoportables que provocan fugas paternas, transformaciones en perrito (tal cual)… La narración, entre risa y risa, pone en evidencia una burguesía americana que busca el lujo hortera y a la que se retrata con sarcasmo, vistiéndola con ropas insufribles y colores chillones.

Greeer Grass, de Jocelyn DeBoer y Dawn Luebbe

Como apunte final en este ámbito, recuerdo que gocé hasta en tres ocasiones de Swiss Army Man (2016), la delirante propuesta de “los Daniels” en la que un suicida era salvado in extremis, literalmente, por un cadáver que daba opción a múltiples usos y aventuras. Es por ello que The Death of Dick Long (2019) de Daniel Schneirt planteaba numerosas esperanzas. El resultado, no obstante, es una obra inane y aburrida que no ofrece estímulo alguno ni en la comedia ni el thriller. Otro tanto cabría decir de Jay and Silent Bob Reboot, otra payasada de un Kevin Smith que tiempo ha perdió el norte y que, aparte de las burlas hacia un Hollywood atrapado entre remakes, reboots y copias, poco tiene que decir.

Precariedad laboral

Más allá de género cinematográfico, no deja de ser interesante la diferente mirada que diversos directores lanzan sobre la precariedad social y laboral.

Phillip Youmans en Burning Cane (2019) desarrolla un ejercicio de fotografía y estilo pausado, en el que denuncia la infiltración de la droga en diversas generaciones de una comunidad rural negra, así como la dependencia de una religión que se revela tan hipócrita como inútil. El contenido, finalmente, resulta ser insuficiente por no desarrollar narrativamente el cúmulo de tragedias

Un tema que, sin embargo, invierte Kirill Mikhanovsky en Give Me Liberty (2019), quien opta por una fotografía “de urgencia”, sin iluminación ni trabajo de post producción, montaje con grandes elipsis y un desarrollo actoral basado en no profesionales. En un estilo que mezcla documental y ficción sigue el itinerario frenético y desbordado del conductor de un transporte sanitario no urgente a cuyos pasajeros habituales se añaden, casi por la fuerza, un grupo de jubiladas rusas con destino al funeral de una compañera. El variopinto grupo permite ver tanto la precariedad de las condiciones de vida de numerosas personas inmigradas, algunas afectadas de enfermedades mentales o físicas, que se alojan en residencias. Pero la mirada va más allá, hacia la situación de dificultad para el desplazamiento de personas con movilidad reducida, la situación de riesgo y olvido social de la población en barrios afroamericanos con escasos ingresos e, incluso, la presión que sufren trabajadores no cualificados como el protagonista de la película. Siguiendo los pasos de Vic, el conductor, su tráfico por calles medio desiertas y con violencia latente, pasaremos del primer contexto a otro, equiparando la precariedad de inmigrantes y afroamericanos, trabajado en más interiores que la pequeña odisea del grupo en el autobús. La película no está exenta de humor y saca jugo de la diversidad racial y de nivel de salud, con los problemas entre Vic y su abuelo demenciado, los duelos verbales que Dima (un pícaro que se infiltra en el grupo para conseguir todo lo posible, sea comida, dinero o sexo) mantiene con las abuelas, con una de las pacientes o con la conserje de la residencia, la confusión de tumbas en un cementerio o la borrachera consiguiente al funeral. Give Me Liberty es una obra tan desordenada como vigorosa, tan excesiva como necesaria, tan sencilla como valiosa.

Give Me Liberty, de Kirill Mikhanovsky

Boots Riley en Sorry to Bother You (2018) hace otra denuncia de la precariedad en modo comedia. Obra también salida de la inmediatez contempla la dificultad para llegar a fin de mes de gran parte de la población (afro)americana, las precarias condiciones laborales y, en modo directamente burlón, las ambiciones capitalistas estajanovistas. El arranque es visualmente atractivo presentando las entrevistas de teletrabajo como una literal aparición del vendedor, con mesa y teléfono, en la propia intimidad del cliente, sea cuál sea la situación en que esté, facilitando diversos gags. La idea de que un negro que blanquifique su timbre de voz puede hacer muchas más ventas que si el cliente telefónico identifica su raza o de que la gente si trabajo puede alojarse en celdas trabajando doce horas a cambio de comida se presentan de modo tan divertido como sarcástico y muy relevante de la situación social en los Estados Unidos.  Sin embargo, desde el ascenso laboral de Lakeith como superventas, Riley deja de lado el conflicto laboral y deriva la comedia a planteamientos político–sociales que se enfocan con el tono de comedia grotesca, con la transformación de trabajadores esclavo en mutantes equinos con mayor capacidad de esfuerzo. Pese al uso de animación y a la autoconciencia de desarrollar la trama con un tono de mayor burla y menor acidez, Riley pierde el ingenio que luce en su parte inicial. Divertida, también necesaria, pero posiblemente apresurada en su desarrollo, funciona como comedia, aunque sin alcanzar la contundencia que la realidad de Give Me Liberty expone.

El síndrome Sundance

No es la primera ni la segunda vez que lo digo. Sundance apadrina, atrae y promueve un conjunto de obras cuyas características pueden saturar por repetición de su fórmula. Por ello cabe preguntarse cuántas veces hemos visto ya Mickey and the Bear (2019). La película de Anabelle Attanasio nos lleva de nuevo a una comunidad rural con familias habitando caravanas o construcciones precarias, hijos adolescentes a merced de padres alcohólicos y necesidad de fuga. El problema no radica en la calidad de la obra sino en que ya ha sido filmada anteriormente por muchos directores.

The Sound of Silence (2019) de Michael Tibursky ve descompensada su originalidad por otro problema del síndrome Sundance, la excesiva predominancia de un estilo, un tono severo, por encima del desarrollo de guion. De modo parecido a lo comentado acerca de Burning Cane, esta historia sobre un académico que desarrolla la idea que los espacios (de ciudad o domicilio) generan su propio sonido, su melodía, carece del desarrollo argumental adecuado. Así vemos con interés cómo Peter Lucian analiza sonidos de lavadoras, frigoríficos y tostadoras buscando causas de malestar en los inquilinos de un apartamento, originadas en ondas sonoras incompatibles con el ecosistema. O como desarrolla la teoría a nivel de barrio. Sin embargo, el conflicto personal que genera el aislamiento en su propia idea no permite llevar adelante lo que podían ser giros de guion como la renuncia a un trabajo prometedor que si acepta su ayudante o una crisis personal. Es curioso ver como una noción de autoría condiciona hasta tal punto cómo para desarrollar un punto de partida con una puesta en escena atractiva (fotografía en blanco y negro, desarrollo en la banda sonora) para limitarse a sí misma en este ámbito, malogrando el resultado de conjunto.

The Sound of Silence, de Michael Tibursky

The Sound of Silence, de Michael Tibursky

The Vast of Night (2019), a diferencia de las anteriores, es una obra modesta, pero de gran eficiencia. La acción transcurre durante unas pocas horas nocturnas, en una pequeña comunidad, en los años cincuenta, y su director Andrew Patterson desarrolla la obra con economía de medios. Aprovecha sabiamente el off visual (con el adecuado pretexto de las llamadas en antena a una emisora de radio), una puesta en escena ágil (que compensa la sencillez de la trama) con inclusión de travelling en paralelo y uso de drones y un par de excelentes actores que sostienen toda la acción, Sierra McCormick y Jake Horowitz. De hecho, aun en su breve duración, no será hasta la mitad del metraje en que se desencadena el misterio pero, aun así, Patterson nos ha mantenido interesados. El resultado es una apreciable cinta de ciencia ficción que emula con buen nivel los episodios de The Twilight Zone, a los que hace referencia explicita de modo original en el principio y la conclusión de la obra.

Los canadienses son raros

… Es lo que piensan los estadounidenses y tal vez, inconscientemente, he dejado para el final la peculiar obra traída (personalmente) por Denis Coté, Repertoire des villes disparues / Ghost Town Anthology (2019) en versión yanqui. En esta película francófona, la tensión y el misterio planteados en The Vast of Night como unos fenómenos sonoros o visuales en una noche, se desencadenan progresivamente a partir del suicidio inexplicado de uno de los pocos jóvenes de una diminuta comunidad rural. A partir de este suceso, representación física de la agonía de la comunidad, la angustia se expande, acabando por materializarse en la reaparición de numerosos antepasados que empiezan a pulular por las calles del pueblo. Coté no plantea una obra de zombis sino una metáfora de una sociedad en crisis que, según sus palabras, no vincula a la despoblación rural de Canadá pese a que ésta exista. Se orienta más a una metáfora de la incomunicación social que pone en escena con una fotografía degradada y un trabajo sonoro, dando a esta fábula triste un tono elegíaco que, desafortunadamente, entra en sintonía con los tiempos que corren.