En el año del coronavirus, el campo de visión se reduce. La profundidad de campo se limita a la pista de baloncesto desierta del parque, los techos de las naves industriales y los bloques de hormigón del otro lado de la calle, exactamente iguales a los que uno habita.
Los tendederos están siempre ocupados. Hacer coladas, esa labor tan poco grata que otrora se posponía para el fin de semana, no parece tan mala idea cuando no hay mucho más que hacer. Excepto esperar. Podría ser alguno de aquellos planos de transición tan queridos por Ozu. Un poste de telefonía, una esquina con las ventanas medio abiertas. La chimenea de una casa de tres alturas rodeada de gigantes construidos a contrarreloj. Esa empalizada precaria donde se recostaban los vecinos para hablar, ver pasar a otros vecinos, criticar el nuevo impuesto, enumerar las reformas que requiere el barrio.
Como los planos-estrambote del cineasta japonés, aquí tampoco hay nadie. Objetos, estructuras, paisajes urbanos. Algo falta.
Lo más parecido a la panavisión sería el ventanal del comedor. Lástima que se abra sobre la nada de otra fachada alicaída y desconchada, otro simétrico sucederse de aperturas, ventanucos, desagües y persianas venecianas. Es el lugar desde el que uno más ve y esperaría por ello ver algo sorprendente, espectacular (¿para qué emplear ese formato, si no?). Pero no. Decoración de multinacional sueca, competición de maceteros, anhelo de jardines que se desparraman sobre el gris y las humedades. ¿Un espejo deformante y feísta o tu propio reflejo sin condescendencia?
No tarda en aparecer el documentalista que todos llevamos dentro, a la espera de encontrar el motivo, el lugar, el tiempo. ¿Qué hubiese sido de Robert J. Flaherty sin hombres montaraces ni una naturaleza incomparable? ¿Se limitaría a seguir a la gente con la cámara, ese goteo de seres humanos guardando la distancia de seguridad que transita por la calle tres pisos por debajo de mí? ¿O se centraría en el ir y venir de los pájaros sobre los tejados? (ver cine siempre ha sido clasificación y taxonomía: descubro, tras años compartiendo desayunos con ellos, que la pareja que se posa en la barandilla del terrado de enfrente son tórtolas turcas y no “dos palomas”. Guardo la guía de naturalista y vuelvo a mis fantasías de realizador empoderado).
Necesitaremos un Patricio Guzmán cuando esto acabe. Habrá una batalla de Italia, una batalla de España. Cada país necesitará un cronista de la inacción y la abulia gubernamental. Y tendrá que ser así, como Guzmán: un testigo de primera mano, sincero, cruel, desesperanzado.
¿O preferiríais alguien más poético, como Werner Herzog? Seguramente sería este un filme plagado de paradojas, de tipos carismáticos y solitarios, de supervivientes que escuchan ópera a medianoche. Herzog, humanista avant la lettre, creería también en la cultura como postrero salvavidas de unas sociedades desencantadas.
Frederick Wiseman estará ya recopilando material deliciosamente anecdótico. Seguramente empezará por rodar su propio encierro. Su estilo —en retaguardia, esperando siempre que el milagro se produzca— quizás se resienta de esta realidad desabrida: calles vacías, profesionales que interaccionan a través de pantallas, dinámicas de grupo sin grupo.
¿Qué le escribiría la madre de Chantal Akerman en estos días extraños? Las noticias que le traería de casa serían todavía más insípidas, la añoranza —a pesar de que estuviesen compartiendo cuarentena a solo unas manzanas de distancia— sería mucho menos llevadera. Pero sabría transmitir esta sensación que lo embarga todo: la incertidumbre.
Fijarse más es un imperativo de la imagen confinada. La cámara paso a ser yo mismo, un tipo moviéndose entre los dos laterales del edificio. No hay espacio ni necesidad para los travellings. Todavía no he llegado a la categoría de voyeur, pero entiendo el uso y disfrute del teleobjetivo. Quizás me permitiría acercarme más a los demás: la vecina que fuma cigarrillos compulsivamente mientras parece rezar a los de abajo, el hooligan ululante que utiliza la ovación-catarsis de las 20:00 h para combatir la ansiedad acumulada durante el día, el personaje recurrente que va y viene con sospechosa frecuencia. A estos desconocidos cotidianos —en 15 años todavía no les puse nombre— se unen los desconocidos recalcitrantes: los que bajan por la calle provenientes de la cercana estación de metro. Estos no se regodean en sus desplazamientos; avanzan veloces, enviando algún mensaje que anticipa su llegada, recolocándose la mascarilla. Secundarios en una narrativa estancada, pendiente de lo que pasa allí donde no hay ninguna cámara.
Me puedo tirar veinte minutos de reloj viendo pasar a la gente. Como en una película de Frank Capra, sería momento de epifanías: ¿por qué no pregunté más? ¿Por qué no hice más porque me importasen? ¿Por qué no reconocer que hasta ahora la tuya ha sido la mirada miserable del Harry Lime de El tercer hombre desde la noria del Prater? Sólo te faltó contarlos y multiplicar, hacer estadística con ellos. Pero no, para eso ya están los telediarios vespertinos.
La imagen confinada necesita independizarse del discurso oficial. Porque a estas alturas ya sospecha que todos mienten. Que el diario de rodaje se alargará muchas más semanas, que para conservar la mirada nítida deberá de apagar el televisor y dejar de consultar compulsivamente las webs de los diarios del Armagedón. Porque cuando todo hace aguas, el hombre sólo sabe hacer una cosa: entrar en pánico y proclamar en alto su recién descubierta falibilidad.
Así que nos desvinculamos de cualquier influencia, de cualquier intento por condicionar nuestra mirada. Lo cuál no quiere decir que renunciemos al peso de la historia. El día a día deja de importar en estas trincheras nuestras a tanta distancia del frente. Tan lejos, que ni escuchamos bengalas, balas ni bombas. Sólo el ronroneo de una lamentación que se prolongará mucho más allá. Hasta el día en el que seamos capaces de hacer recuento de todos nuestros muertos, esa generación de la postguerra a la que vamos a dejar morir sola, en cola.
Pero la imagen confinada no debe de dejarse vencer por la desazón. Eso le repiten constantemente. Cansados de constatar el imposible entendimiento de todas las familias del bloque —ayer gritó este, anteayer se puso a dar saltos el otro, “¡¿qué te he dicho, Sara?!”, “díselo a tu padre, a ver qué opina”, “caguen en Dios, ¡no me hagas ir!”—. Descubrimos que la intimidad ajena es un calco de las miserias propias, que todos los argumentos del mundo se condensan en tres docenas de convivencias descaradamente mediocres. Que “todo lo que haremos cuando ya no trabajemos” no supera ni tan siquiera el test de una semana enfrentados a nosotros mismos.
No hace falta seguir mirando las imágenes que generan los demás. El volumen hace tiempo que lo hemos bajado: nunca importó tan poco lo que se dice. Corremos las cortinas y nos refugiamos en la memoria cinéfila, lejos de las propuestas de las principales plataformas de streaming. Nuestro lugar seguro, tras nuestro ensayo como cineastas, pasa a ser alguno de esos sitios en los que ya estuvimos. La habitación se expande y dejamos a un lado el saxofón de Gene Hackman.
… y paseamos por un jardín de Marienbad. El eclipse antonioniano, a pie de acera. Un niño asustado en la playa mirando a cámara. Un baile en la mansión de los Ambersons. Las ruinas de Berlín y alguien que sube las escaleras del esqueleto de un edificio. Un diletante romano aficionado a los excesos. Lawrence jugando con su túnica tras la duna. John Wayne pegándole una patada a uno de los esbirros de Liberty Valance. Alguien preguntándole al espejo si está hablando con él. Un camión cargado de explosivos. El baile de una banda de tres. Un balcón desde el que escuchar las explicaciones de nuestro alcalde. Un fuera de la ley, dos en la carretera. Cuatro tipos que quieren volver a ver a Ángel. Un predicador al que le gusta escenificar el combate entre el amor y el odio. Una escalera por la que verla bajar de nuevo, un corredor sin retorno y ese olor a napalm por la mañana.
Algún día acabará esta guerra.