“Un proveedor de risitas, de chistes sobre espacios de aparcamiento, un tipo de segunda categoría que inexplicablemente ha ascendido a las filas de los cineastas, gracias a haber trabajado duro, a una suerte asombrosa y a estar en el lugar adecuado en el momento justo”. Tal que así se define Woody Allen en una de las páginas de su autobiografía A propósito de nada. No deja de sorprender esta descripción de sí mismo que, de un modo u otro, Allen repite en diversas ocasiones a lo largo de las 438 páginas de este curioso documento. Con casi 85 años y 55 películas como director en su haber, Allen se desnuda ante los lectores, insistiendo con una exagerada humildad en que la suya es una historia azarosa que le ha llevado desde una familia de clase media baja a un estatus de lujo exclusivo.
A propósito de nada es, sin duda, un libro necesario para los fan de Allen aunque no tan relevante para los seguidores no tanto de su figura como de su obra. Hay de hecho una sensación de premura en el texto, con idas y venidas en el tiempo, con comentarios repetidos y con una construcción directamente vinculada a los monólogos de su autor. Leer el libro nos lleva inmediatamente a las imágenes de Manhattan, con la voz en off de Woody Allen, efectuando digresiones continuas e insertando historias dentro de historias. Del mismo modo, si bien la primera mitad del libro sigue de cerca su juventud, la carrera en la stand up comedy, su llegada al cine y todas sus comedias iniciáticas, hay un segundo bloque de unas 80 páginas dedicado a la relación y conflicto con Mia Farrow y su prole. Se hace evidente entonces que existe un motivo, una necesidad (tal vez personal, tal vez jurídica) de declarar ante todos los lectores, todos ahora testimonios, su versión de los hechos, del modo más subjetivo y más claro posible. Será en el tercer tramo del libro cuándo Allen retoma el comentario sobre sus obras, a partir de las interpretadas por Farrow, hasta las más recientes. No obstante, los comentarios de las mismas no son tan prolijos como las denuncias contra Mia o los panegíricos hacia Soon Yi y se antojan insuficientes para un estudioso de la filmografía de Woody.
Aun así, A propósito de nada no carece, en absoluto, de interés. En primer lugar, por el respeto mostrado por su protagonista hacia prácticamente todos los profesionales y amigos con los que ha colaborado. No hay censura, sarcasmo ni maledicencia contra colaboradores sino profusión de palabras amables y declaraciones de admiración. Incluso para Jean Doumanian, amigo de décadas y productora de buena parte de su obra, con la que partió peras tras un conflicto pecuniario. En todo el libro sólo se plantea como conflictiva (leyendo entre líneas) la relación con Christopher Walken, Haskell Wexler, Judy Davis o Marion Cotillard.
Muy al inicio del libro, Allen se define como un analfabeto misántropo y solitario inculto y deja claro que evitará reivindicación sobre su figura como autor y, aún menos, como intelectual. Insiste en que, a diferencia de lo creído, él ha sido siempre un deportista y se le ha tomado como un personaje culto sólo porque llevaba gafas y admiraba obras de hombres realmente inteligentes, fueran Arthur Miller (a quién profesaba admiración) o su devoto Bergman. Se identifica como el personaje central de La rosa púrpura de El Cairo, una soñadora que trata de fugarse de su entorno a través del cine y, en arranque nihilista, revela que el más simple de los chistes desaparecerá al igual que las obras de Shakespeare cuando el universo se extinga. La narración de su juventud tiene todo el aroma, divertido y melancólico, de Hanna y sus hermanas, Radio Days o Broadway Danny Rose y desemboca en el mundillo de la comedia de bares y su desarrollo como guionista para estrellas televisivas que, finalmente, le llevará al cine mediante una película que aborrece, What’s Up Pussycat?, pero cuyo éxito comercial le introdujo (junto con el productor Jack Rollins) en un nuevo medio. Allen enriquece las peripecias como director novel con referencias elogiosas a un gran número de personas, muy especialmente hacia Diane Keaton (su “estrella del norte”), con quien interpretó varias comedias cuándo ya no estaban juntos (en contra de la creencia popular) y también de su segunda mujer, Louise Lasser, según él una persona encantadora pero también una mujer con grave trastorno mental y una infiel pertinaz. Pero también explica su método de rodaje en Toma el dinero y corre, un método absolutamente simple que depende de la profesionalidad de actores y director de fotografía y que, dice, no haber modificado sustancialmente a lo largo de su carrera. Allen llega a decir que el mérito de la película, y su éxito, se deben al trabajo de edición de Ralph Rosenblum que dio vida a un metraje un tanto inerte. Y remata su humildad en otra página declarando que si la película no funciona, la culpa es exclusivamente suya.
Allen explica que no varió su método de trabajo desde esta primera obra y confiesa evitar tanto los ensayos prolongados como la repetición de tomas, tendiendo, con los años, a rodar planos prolongados y escasos planos de recurso, lo cual le complica los montajes finales. Página a página, avanza hacia el final repasando cada obra y pequeñas anécdotas. No hay explicación completa, sin embargo, para algunos éxitos o situaciones tan extrañas como fuera el doble fracaso de Septiembre. Una película en la que tuvo que cambiar al protagonista principal, Christopher Walken, por otro fenómeno, Sam Shephard, con quien se llevó bien pese a los comentarios negativos de éste sobre el propio Allen. Una película cuyo material no satisfizo a Woody Allen y que decidió rodar de nuevo con otros actores. Es, sin duda, el mayor misterio de su filmografía. ¿Qué no funcionaba en la primera versión, que nunca se editó formalmente? ¿Qué se mejora en la segunda?… la sucinta explicación es que él no es, ni mucho menos, Chejov, y pagó cara su ambición.
…A propósito de Allen, discreto autor que niega ser artista, tramposo narrador de su biografía, y figura más apasionante de lo que nos deja ver. Leer para entender.