Seminci 2020. Volumen 2

Arte y escapismo

Cuando Javier [Angulo, director de la Seminci] me ofreció venir a este festival, la mayoría de mis amigos y mucha otra gente me dijo: ‘Estás loco. ¿Por qué irías a un lugar donde hay mucho Covid en la zona? ¿Por qué te pondrías en riesgo de esa manera? ¿Y por qué hay gente que monta un festival en este momento de crisis?

Peter Beale, presidente del jurado internacional de la 65º Semana Internacional de Cine de Valladolid

En una edición marcada por las restricciones, las medidas de seguridad y los aforos limitados debido a la pandemia, el arte se presentó como solución (o vía de escape) de conflictos humanos tan universales como el odio o el deseo, y otros tan concretos como, digamos, una pandemia mundial. Las películas de la 65ª Semana Internacional de Cine de Valladolid exploraron la fuerza creativa del ser desde diversas disciplinas como la música, el dibujo, la literatura o el propio lenguaje.

Isabel Coixet inauguró la Seminci con una propuesta extraña, hermética e hipnótica. Hay muchas películas dentro de Nieva en Benidorm (It snows in Benidorm, 2020), principalmente una sátira sobre las dos Españas —la de los guiris y todas las demás—, pero también un noir absurdo en forma de espiral nihilista; un romance a pesar de la edad y las decepciones; un horóscopo por fascículos según el tiempo atmosférico; y un manual para mujeres de la limpieza.

La trama se centra en el inglés Peter (Timothy Spall) que, tras perder su trabajo, decide dejar Londres y buscar refugio en la costa española, donde reside un hermano a quien no ve desde hace años y que, al llegar, resulta estar desaparecido. Peter tendrá que buscarlo, rodeándose de variopintos personajes como la enigmática Pearl (Sarita Choudhury), con la que iniciará una extraña relación.

En el film, el misterio en sí importa más bien poco, en la línea de obras recientes de thriller posmoderno, como la onírica Largo viaje hacia la noche (Di qiu zui hou de ye wan, Bi Gan, 2018), la metarreferencial Lo que esconde Silver Lake (Under the Silver Lake, David Robert Mitchell, 2018), la divertida ¡Ave César! (Hail, Caesar!, Joel y Ethan Coen, 2016) o la alucinógena Puro Vicio (Inherent Vice, Paul Thomas Anderson, 2014). 

A Coixet lo que le interesa es retratar el Benidorm del todo incluido, de las diademas de pene en las despedidas de soltera, de los chiringuitos para británicos, los clubs de striptease para británicos, las toallas dobladas en forma de cisne para británicos. Todo esto con el poso amargo y decadente de una España post-burbuja inmobiliaria y post-brexit, cuyos pelotazos urbanísticos son ahora fantasmas a orillas del mediterráneo. Benidorm es un lugar de mentira, nos avisa Coixet, es un lugar irreal, es una pesadilla suspendida en el tiempo. 

Por eso es una pena que la película llegue en pleno 2020 y no antes, porque la nueva normalidad de distancias sociales y aforos reducidos despoja al film de esa idea de ensoñación atemporal y lo transforma en otra cosa, no necesariamente algo peor pero sí algo que resulta tangible, fácilmente reconocible, el recuerdo de un pasado concreto: el de antes de ayer.

Sea como fuere, en medio del fango de purpurina y falsa paella, Coixet recurre a la literatura como balsa a la que aferrarse. Una de las ideas más potentes de la película es la obsesión de uno de sus personajes, la agente de policía encarnada por Carmen Machi, con la escritora estadounidense Silvia Plath. Machi recita sus poemas e imagina la casa en la que vivió cuando, cuenta la leyenda, veraneaba en la ciudad, en una villita bucólica frente al mar de la que ahora solo queda un chiringuito. Coixet se recrea en sugerentes evocaciones en Super-8 de una joven Plath que disfruta de un mundo que el viento se llevó. El Benidorm actual y el pasado se enfrentan y Coixet se pregunta: ¿existe la salvación para la especie humana si alguien alguna vez pudo encontrar la paz en la Costa Blanca?

Otra propuesta que apela al arte como escapismo es la bellísima Sweet Thing (íd., Alexandre Rockwell, 2020). En ella, los hermanos Billie y Nico (Lana y Nico Rockwell, hijos del director en la vida real) tienen que aprender a vivir en un EEUU miserable e injusto y a lidiar con sus padres separados: el padre (Will Patton) enganchado a la botella; la madre (Karyn Parsons, esposa de Rockwell y madre de Lana y Nico), a un novio que abusa de ella.

El alcoholismo, la pobreza y la infancia en EEUU son vistos a través de primerísimos planos rodados en analógico, en un blanco y negro estético, saturado, artificial, con el que su director parece querer decirnos que no pasa nada, que está todo bien, que todo es mentira y al salir podréis regresar a vuestras vidas de verdad. Un poquito como si el Jim Jarmusch de Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise, 1984) se pusiera a filmar el universo de Sean Baker en The Florida Project (íd., 2017). Y es que la película no está contada desde la crudeza, sino desde la caricia. Tanto es así que Rockwell se ha rodeado de su verdadera familia para los roles interpretativos. 

El arte —la música, en este caso—, es la vía de escape para este drama familiar: la cantante Billie Holliday es una fuerza de la naturaleza que recorre los planos como un fantasma o un ángel de la guarda, ofreciendo a su protagonista, con la que comparte nombre, momentos de descanso y felicidad en los que el monocromo da paso a la luz y el color.

En la franco-belga Josep (íd., Aurel, 2020), arte y memoria histórica se entrelazan en una conmovedora película de animación que supone el debut del artista Aurélien Froment (Aurel), conocido por sus trabajos en el diario Le Monde. En la Seminci, la obra logró el premio ex aequo al Mejor Director, compartido con los Hermanos Nasser por su Gaza mon amour (íd., 2020). 

Josep es, por un lado, un acto de justicia al recuerdo del sindicalista y artista catalán Josep Bartoli (Barcelona, 1910 – Nueva York, 1995), exiliado republicano de la Dictadura franquista. Con su huida a América, Bartoli se llevó un importante testimonio, en forma de bocetos, de la vida en los campos de concentración donde los franceses encerraban —y maltrataban— a los exiliados españoles durante y después de la Guerra Civil española, justo antes de la ocupación nazi y la Segunda Guerra Mundial. En palabras de Aurel, la película quiere hacer autocrítica a la actitud que tuvo Francia en aquel aciago momento de la Historia.

Por otro lado y sobre todo, Josep es un homenaje de un dibujante a otro. La obra y estilo de Bartoli dialogan con los de Aurel. Y, aunque los dibujos que se muestran no son los del catalán —son puramente aurelianos—, en ellos está su esencia, pues Aurel ha buscado con sus dibujos encontrar a Bartoli, hacerle preguntas, hacerse preguntas a sí mismo: cómo era el día a día en los campos, cómo fue huir, temer y amar mientras la propia vida se esfumaba y comenzaba una nueva, en Latinoamérica primero y Norteamérica después. 

Así, la película trasciende los temas humanos e históricos y pasa a ser una reflexión sobre el propio arte. El director experimenta con distintas disciplinas, desde el trazo más minimalista hasta la pintura más colorista, pasando por la mancha y por la animación convencional. De fondo, el embrujo de la cantante Silvia Pérez Cruz, que con su música da calor a las emociones que sienten los personajes. Cruz pone voz además a uno de los personajes estrella, Frida Kahlo, que fue amante de Bartoli y con quien se carteó durante años, y que acapara algunos de los momentos más mágicos del film.

Del lenguaje como fuerza creativa trata la alemana El profesor de persa (Persischstunden, Vadim Perelman, 2020), una de las películas más hollywoodienses del festival y ganadora del premio al Mejor Montaje. Su premisa es rocambolesca: un hombre judío sobrevive a un fusilamiento al hacerse pasar por persa y comprometerse a enseñar a un soldado nazi el lenguaje farsi, que inventa sobre la marcha. 

La obra quiere ser mucho más que una producción de época impecable sobre la vida de infierno en un campo de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial; mucho más que un gigantesco duelo interpretativo entre sus protagonistas —el argentino Nahuel Pérez Biscayart y el alemán Lars Eidinger—; mucho más que un montaje y una banda sonora que ayudan a construir un ritmo narrativo trepidante.

El valor de El profesor de presa está en su tema central: cómo un idioma, aunque sea falso o improvisado, puede construir puentes entre dos seres humanos antagónicos, la víctima y su verdugo. Así, lo que al principio parece solo un macabro y patético juego de máscaras por la supervivencia, crece y se transforma en algo más profundo: una relación única, compleja y dependiente en la que conviven el odio, el miedo, pero también la complicidad, el respeto —¿y el amor?—; un refugio de intimidad y consolación en un momento histórico devastador.

La mentira crece y crece y la ficción explora todas las posibilidades narrativas de ese nuevo persa que solo dos personas en el mundo conocen, llegando hasta las últimas consecuencias, en un clímax final duro pero catártico y conmovedor.