Familia
Un año tras otro, Sitges nos trae evidencias de que es mejor estar solos que mal acompañados. Y lo suele hacer con obras bastante destacables. De menos a más cabe la pena valorar en su justa medida la propuesta de Laura Casabé en Los que vuelven, un melodrama colonial que incluye racismo, violencia doméstica y fantástico. Aunque la trama familiar y social se antoja anquilosada (a nivel formal y de ritmo, con demasiados tic de las telenovelas de época), Casabé se desenvuelve muy bien trabajando la sugerencia y desarrollando una sensación de presencia sobrenatural que influye en todos los personajes. La potencia del paisaje selvático permite plasmar un temor por lo no visible aunque, al fin y al cabo, la resolución se condensa de puertas adentro y el clímax resulta insuficiente.
Wendy por su parte descoloca en su ambigua resolución. La obra de Benh Zeitlin, visual y argumentalmente próxima a Bestias del Sur Salvaje, la película que presentó en el Festival hace 8 años, es una versión libre de Peter Pan. Zeitlin usa actores infantiles que participan con gran naturalidad e integra juegos, ritos, bailes y canciones en esta historia de niños que huyen no sólo de la pobreza sino de un destino que va a ser tan o más miserable que el día a dia que les envuelve. Como en su película anterior, utiliza la cámara y una gama de colores que nos acercan a un cine povera, a un documental, a la inmediatez tanto en su tramo inicial, más realista como posteriormente en el ámbito de la fantasía, aunque no renuncia a los efectos especiales para presentar el ente mágico que tutela la Tierra de Nunca Jamás. En este sentido, Wendy cumple con lo prometido y nos transporta mágicamente a ese mundo dónde los niños seguirán siendo siempre niños… mientras crean en él. Sin embargo, el desarrollo del conflicto resulta desazonante. Para quienes la vida no tiene marcha atrás o posibilidad de cambio la historia de Peter Pan puede no tener demasiado interés. Para aquellos con el síndrome de Peter Pan, para los que tienen cierta ilusión en el futuro, la Tierra de Nunca Jamás no deja de ser un referente, remoto sin duda, de una posibilidad de llegar, alguna vez a una Arcadia feliz. Zeitlin nos desconcierta con la evolución del argumento en Wendy al presentar a los descontentos con Peter Pan como un conjunto de mujeres y hombres prematuramente envejecidos y, finalmente, nos deja insatisfechos cuándo, tras una peripecia un tanto inane, los protagonistas, optan por renunciar a este mundo feliz para regresar con la familia. Como hiciera también Spielberg en su frustrante Hook, la Tierra de Nunca Jamás es reducida a un periodo de colonias con fecha de caducidad y la historia de Wendy a una anécdota que no permite el cambio de destino de unos personajes. Quizás el problema, de todos modos, no esté en la película sino en la constatación de que la infancia y la vida son así, sin escapatoria posible.
¿Qué puede soñar, qué puede llegar a sentir alguien afectado de demencia? ¿Hasta qué punto se puede mantener la identidad, hasta qué punto los recuerdos, agradables o amenazadores, pueden marcar los últimos recuerdos, definir el tramo final de una mente? Son preguntas que, en Relic, rondan por la mente de Sam y Kay, madre e hija, cuando deben cuidar de la abuela de la familia, cuya progresiva demencia desencadena episodios de desorientación y situaciones de riesgo. Natalie Erika James, otra debutante en el largo (y a la que el jurado dedicó una mención a su labor), desarrolla lo que podría haberse limitado a un drama familiar como un tenso ejercicio de suspense al dotar de protagonismo a la casa en la que vive la abuela, una casa que parece llena de secretos y espacios ocultos. Oscilando entre el terror físico (con amenazas reiteradas de apariciones monstruosas que tardan en aparecer) y el terror emocional (el pánico a la pérdida de identidad, de uno mismo o de un ser querido), James teje una historia familiar de encuentros y desencuentros que no pierde interés en momento alguno y que culmina en el intento por desentrañar el misterio entre las paredes de la casa. El deambular por pasadizos misteriosos entre los muros, con habitaciones que desaparecen y pasos que se cierran es una excelente metáfora para representar una mente que se apaga a la par que resulta visualmente una experiencia angustiosa. Una opción muy inteligente de puesta en escena que se quiebra finalmente por la discutible materialización del horror y el enfrentamiento definitivo a nivel familiar con el que la directora opta por cerrar Relic.
Y discutible, o directamente insatisfactorio, es el final de Jumbo pese a que es este debut uno de los más destacables del festival. Asombrosa historia basada en hechos reales (¿?), Zoe Wittock narra la historia de amor entre Jeanne, una adolescente tímida, y una atracción de feria. Pese a lo inverosímil de la situación y la extrema dificultad de representarla, Wittock desarrolla la relación entre la joven y Jumbo con extrema habilidad, utilizando los recursos de la máquina, los movimientos de su maquinaria y las luces, para presentar las fases de la peculiar relación. Así, Zoe, inicialmente sorprendida por ciertos sonidos que Jumbo desarrolla mientras la limpia, descubrirá que Jumbo se comunica con ella. Sucesivamente veremos cómo se inicia la complicidad con diálogo sonoro y lumínico (al estilo de los Encuentros en la tercera fase) para pasar a una relación que incluye paseos en las cabinas y un coito con desplazamiento de ejes y arboladuras y eyaculación mecánica incluidas. Evidentemente, el argumento precisa más puntales y se sitúa a Jeanne en permanente conflicto con una madre muy liberal que, al contario de su hija, busca continuamente parejas sexuales para sí y pareja para su hija. Es curiosamente esta parte de la historia la que tiene menos consistencia y bloquea el desarrollo emocional de Jeanne y de Jumbo. Sin embargo, pese al final forzado, Jumbo es harto relevante para seguir la trayectoria de Zoe Wittock.
Y de quien hay que seguir trayectoria es de Kourosh Ahari, director americano de ascendencia iraní, que sabe utilizar los resortes clásicos para un ejercicio de terror en The night. Producción modesta con aspiraciones de cotizar tanto en taquilla americana como iraní, tiene un notable acabado formal y cuenta la historia de una pareja iraní y su bebé que deben alojarse, tras un par de incidentes, en un hotel misterioso. Utilizando de modo admirable una muy adecuada banda sonora (música y sonidos), Ahari desarrolla una trama sencilla en la que los secretos íntimos de marido y mujer, rencillas y reproches, desencadenan presencias fantasmales y amenazas reiteradas. Sin ser especialmente original, esta noche que no acaba resulta algo más que un simple producto comercial y aúna las claves del cine de género estadounidense con el misterio y el malestar que viven en las imágenes de cierto cine iraní que cosecha pesadillas para ponerlas en imágenes (Fish and Cat y Invasion, de Shahram Mokri, o A dragon arrives! de Mani Haghighi)
Y elevando el listón nos encontramos con dos de las mejores películas de esta edición. En Rent-a-pal, encontramos a David, un personaje triste de vida miserable que, como los personajes de Relic, cuida a su madre demenciada. La diferencia con aquellas radica, en primer lugar, en que nos encontramos en los noventa, con un personaje tan triste como desagradable que vive habitualmente en el sótano de la casa de la madre. Y en segundo lugar en que el director, Jon Stevenson, no busca inicialmente el terror sino que nos sitúa ante un drama urbano y lo narra con el estilo de los dramas televisivos para acabar subvirtiendo este estilo. Stevenson rehúye una puesta en escena elegante y nos planta ante un par de vidas tan reales como deprimentes. Mientras su madre vegeta ante la televisión en el piso superior, David se apunta a un servicio de citas (que se presentan en grabaciones de video casero) a la espera de un encuentro que le cambie la vida. Inesperadamente David topará con un video llamado Rent-a-Pal desde dónde Andy le saluda y establece un supuesto diálogo con el televidente. Las preguntas o comentarios de Andy son lo suficientemente abiertos o ambiguos para que el “interlocutor” tenga la sensación de que alguien esté hablando con él. Stevenson desarrolla la historia durante buena parte como el cuento de un infeliz ogro que, vestido y peinado de modo anticuado, malvive limpiando la suciedad que deja su madre, emborrachándose y masturbándose o hablando con su peculiar colega, a la espera de que una princesa le salve. Sin embargo, tras el encuentro ansiado con una joven que se narra con toda la cursilería y empalago de las películas de sobremesa, Stevenson crispa el tono con las súbitas imprecaciones y amenazas que Andy lanza a David desde la pequeña pantalla. A partir de ese momento el inocente intercambio de comentarios que surgía del grano de las 725 líneas se convierte en un mensaje de odio que desencadena un clímax y un final repletos de humor negro. Rent-a-pal puede verse como una comedia con pobre puesta en escena pero para quien firma esto resulta una obra tan conseguida como subversiva.
El premio de la mejor película de la sección Noves visions y el Premio de la Crítica a la mejor dirección revelación recayeron con justicia en My heart can’t beat unless you tell it to y a Jonathan Cuartas, otro drama familiar habitado por un vampiro, en la que Dwight y Jessie se esfuerzan por cuidar de su hermano menor, Thomas, en un contexto de pobreza extrema. Así sus escasos ingresos se combinan con la imperiosa necesidad de aportar alimento a Thomas, de modos poco ortodoxos. Aun siendo una película de vampiros, Cuartas nos sitúa en la periferia extrema de la sociedad americana y narra una crónica de pobreza, de white trashers, de gente sin oficio ni beneficio, sin domicilio estable ni ingresos económicos, de jóvenes outsiders que pugnan por sobrevivir en una sociedad que les ha dejado de lado. Para contarlo, Cuartas presenta una historia que transcurre entre un básico motel de carretera y la casa medio abandonada mediante un formato cuadrado y una paleta de colores apagada, a tono con la tristeza de la historia, que recuerdan (pese a la distante orientación) a A ghost story. A diferencia de aquella, que basaba su atractivo en una mirada distante sobre la existencia, Cuartas se volca, casi con ternura, en sus personajes. La decisión rígida de Jessie choca frontalmente con la oposición de Dwight, más éticamente consciente de las decisiones que han estado tomando y también más consciente de la ansiedad que Thomas padece al verlos asesinar para suministrarle sangre. A pesar de la brutalidad de sus acciones, pese a la violencia seca con que sacrifican a sus iguales (hobos, prostitutas, inmigrantes ilegales), pese al gore que mancha cocina y baño y pese a los cubos de sangre, Cuartas pone en valor el empeño filial por seguir adelante y el amor que demuestran unos y otros. Si Natalia Erika James valoraba en Relic la demencia como una posesión paranormal que podía enfrentarse en familia, Jonathan Cuartas enfoca este peculiar caso de vampirismo como una enfermedad incurable que acaba precisando un tratamiento de final de vida. Así, pues, Dwight no abandona a Thomas a su suerte y borra la tristeza, el dolor y la miseria de su hermano en un emotivo final, llenando de luz la pantalla.