Lo que fuimos, lo que ya no seremos
1992, el pluscuamperfecto año de los fastos made in Spain. Encantados de habernos conocido, oiga usted. Conmemoraciones, juegos olímpicos, exposiciones universales. Aquello no era exactamente este país, pero sí la pantomima definitiva sobre cómo queríamos que nos viesen los demás. Como una cita con alguien inalcanzable —aquí España, aquí el mundo: muac, muac— para la que nos vestimos y acicalamos con esmero, prometiéndonos a nosotros mismos hablar lo justo y no sacar a relucir todas nuestras rarezas. Que para eso ya habrá tiempo.
Mientras nos camelábamos al Planeta, siempre ávido de nuevos destinos, un conflicto laboral consecuencia de una interminable e imposible reconversión industrial estallaba en el sureste. Allá por Cartagena la cosa se le fue de las manos a una clase política que creía tenerlo todo atado y bien atado y que ya sólo pensaba en que el palacio de convenciones no oliese a recién pintado el día de la inauguración, el traje lo devolviesen a tiempo de la tintorería y el asesor tuviese listo el discurso de marras antes de retirar la sábana, correr la cortinilla o cortar la cinta.
Ardió el parlamento de una comunidad autónoma. Una quema que no resolvió ni mucho menos el problema de fondo, pero que le permitió anotarse una victoria parcial a un movimiento obrero sediento de hitos, de mártires, de dirigentes. Pero sobrado de descontentos y víctimas propiciatorias; aquellos aspirantes a clase media traicionados a 200 metros de la meta.
Luis López Carrasco nos prepara el cóctel —no, no es molotov— definitivo. Y el que quiera entender que entienda. Por un lado reserva la segunda parte de su docudrama a aquellos que vivieron en sus carnes el desmantelamiento de la industria local, los que vislumbraron con lucidez que no había un plan B ni para ellos, ni para sus hijos ni para su tierra. Y por otro escenifica en un prólogo de casi dos horas un día cualquiera en la España del “es lo que hay”, del “dile a Chema que lo estamos esperando donde siempre”, del “esto lo sé de buena tinta que se lo dijeron al amigo de mi cuñao” y “otra de lo mismo para todos”. Un bar, una tormenta cruzada de conversaciones. Un teatro en el que haciendo las preguntas adecuadas —pero también prestando atención a los titubeos, las pausas y los silencios— se puede conseguir la espeluznante foto fija de un país nihilista (y ni eso somos capaces de abrazar con la suficiente convicción).
Escuchando a los de ayer, pero sobre todo a los de hoy —desencantados, pasivos, rendidos sin saber siquiera que existe la posibilidad de plantar batalla— se llega al retrato más completo de dos generaciones de españolitos perdidos, reencontrados, vendidos y próximamente olvidados.