Nomadland, de Chloe Zhao / Residue, de Merawi Gerima

Residuos en el backyard de Trump

Como en otras situaciones semejantes de la Historia, la América Trump, esa America First, trató de reducir las expresiones externas de sus disensiones internas. Si había conflicto, debía ser de puertas afuera, frente a la sempiterna amenaza exterior, se tratara de China, Rusia, Europa o un enemigo extraterrestre. Los Estados Unidos de América mostraban un rostro de unión al universo entero y cualquier referencia a injusticias, desigualdades o corrupción era minimizada por el establishment al cargo. La opresión fue contestada, sin embargo, en las calles por el Black lives matter y en los medios y los juzgados por el MeToo. El asalto al Capitolio (que merece sin duda una representación fílmica) fue una suerte de 23F larvada desde dentro del Gobierno y posiblemente frenado por los propios poderes del Estado sin que así lo pareciera. Mientras todo ello se exhibía en los telenoticias e incluso en series de ficción, la pobreza mordía las entrañas de una América menos poderosa, más olvidada y muy desfavorecida. 

Hace unas semanas comentamos el retrato de este backstage que nos llegara con  Bloody Noses, Empty Pockets (Bill Ross, Turner Ross, 2020). Era una mirada que oscilaba entre la celebración del alcoholismo y la consideración hacia un conjunto de personajes maltratados por la vida (que, a su vez, maltrataban a sus hígados con suma alevosía). Ese bar en penumbra la puerta del cual bastaba para alejarlos de cualquier celebración del 4 de Julio era uno de los refugios en que podían lamerse las heridas aquéllos que no se contaban entre los privilegiados de la America First. 

Poco después, preparándose para su glorificación en el Oscar, llegaba a las pantallas comerciales Nomadland (Chloe Zhao, 2020) otra mirada hacia el patio de atrás de la sociedad trumpista. En The Rider (2017) Chloe Zhao contemplaba ya la desorientación y la errancia de un jinete de rodeos a quien las fracturas (y las facturas) impedían seguir ejerciendo su oficio, las dificultades por la falta de empleo digno y el alto precio que implicaba la ausencia de una cobertura sanitaria universal. No obstante, Zhao alternaba las secuencias de mayor dramatismo (el amigo lesionado y postrado para siempre en el hospital) con reencuentros con viejos colegas, dotando a The Rider de cierto tono elegíaco que la alejaba de un cine de denuncia social. Era como si hubiera vuelto atrás en el tiempo, aunque no para semejarse a los secos westerns experimentales de Monte Hellman  sino para aproximarse más al western elegíaco, específicamente al Junnior Bonner (1972) de Mc Queen y Peckinpah. The Rider, por ello, ganaba enteros si se valoraba como el relato de un fin de época, aunque se tratase a través de un reducido número de personajes, antes que se considerase una reivindicación frente a unas condiciones laborales intolerables. La melancolía aplacaba la revuelta. 

Nomadland

Todo ello sería aplicable a Nomadland aun cuando las dimensiones son distintas. Distinto en cuánto a presupuesto (mayor aun cuando se presente en sociedad como una película indie), distinto en cuanto a ambición (orientada a la pesca de premios) y distinta en cuanto a su orientación (vinculándose directamente al punto anterior). Nomadland bordea continuamente la ambigüedad de su objetivo, del tratamiento narrativo incluso. Allí dónde The Rider exhibía cierta melancolía, Nomadland la substituye directamente por nostalgia. La fragilidad dolida de Brady es sustituida por la fuerza casi pétrea de Fern, interpretada por la siempre excelente Frances McDormand. Al contemplar los desfavorecidos que surcan las carreteras en busca de un trabajo mejor no se echa la mirada atrás para recordar a los hobos de los 30, enfermos, hambrientos y encaramados en trenes de transporte sino que se lanzan referencias directas a los colonos, a los pioneros que avanzaron hacia el Oeste con sus carromatos. La mirada de Chloe incluye, acoge, a diversos personajes que se han visto obligados por la falta de recursos y la precariedad laboral a abandonar su casa y hacer de una furgoneta, de una campera o una roulotte su nuevo hogar. Alguno de ellos explicará sus cuitas anteriores, muchos otros no lo harán. Todos han sufrido un trauma personal y/o laboral y una pérdida de recursos que les ha dejado, literalmente, en la calle. A excepción de Fern y Dave (encarnado por David Strathairn) los personajes que Zhao contempla son personas reales que se interpretan a sí mismos. Sin embargo, evitando caer en un innecesario dramatismo, evita también el conflicto real. No hay personajes que lamenten la situación. La única deserción es, precisamente, la de Dave, como si se tratara de una impostura (o una confesión de derrota) no aceptable por los nómadas reales y que hace precisa representarla por un actor. Chloe Zhao, Fern y todos los nómadas miran hacia el presente y el futuro, no hacia el pasado inmediato que les ha llevado hasta esta errancia antes no deseada. La miseria es sustituida en pantalla por el orgullo de vivir en un país de grandes horizontes, en la posibilidad de ganarse la vida viajando y, de este modo, se diluye la denuncia. Quizás era eso lo que Zhao pretendía, acomodándose a un discurso poco conflictivo y acomodándose, a su vez, en la industria, Oscar mediante, para obtener proyectos que poco tienen que ver con la crisis social del obrero estadounidense. Subvirtiendo tal vez su intención, cabe considerar a Nomadland como una herramienta del sistema que promueve el equilibrio con la “América vaciada” a la par que evita la crítica hacia un sistema económico que aprieta pero no ahoga. 

La intención de Merawi Gerima en Residue está muy lejos de la de Chloe Zhao. Sus personajes son negros, no tienen opción de desplazarse más allá de su barrio y no tienen halo de santidad. Su cine es seco, voluntariamente confuso y dolorosamente real. Residue presenta el retorno de Jay a su barrio de infancia del que ha estado alejado durante más de una década. Habiendo tenido la fortuna de formarse en LA en estudios de imagen su retorno a los parajes de infancia revela una realidad tremendamente amarga. Los residentes de la calle Q y del barrio periférico de Washington que habitan han sufrido una triple derrota. De la pobreza y la drogadicción Jay podía ser consciente. Sin embargo, a su regreso, encuentra una tercera ola que barre la zona, la gentrificación. La cámara con que Jay trata de testimoniar su reencuentro con la infancia capta desde el primer momento (amenazan con multarle por aparcar en doble fila mientras descarga su escaso equipaje) que el barrio ya no es lo que era. Sobre los escombros de una sociedad empobrecida la gentrificación blanca se va aposentando, tomando posiciones, gozando de precios bajos (que pronto dejarán de serlo) e, incluso, gozando del contexto. Aquí, como en Nomadland, hay pioneros. Sólo que en este caso los pioneros son blancos asentándose sobre territorio negro y aprovechándose de la decrépita situación de la población que fuera autóctona. Así, durante las fiestas, pueden presumir de vivir en la “frontera”, refiriéndose a la zona de mayor riesgo del barrio, o aprovechar la circulación de droga para disfrutarla desde su posición aventajada… No deja de ser una actualización del colonialismo pasada. Los emigrantes paupérrimos desplazaron a los indios autóctonos con ayuda del ejército. Los nómadas pobres (mayoritariamente blancos) ocupan ahora las tierras vaciadas de las que los comanches o kiowa fueran desplazados y los blancos ricos ocupan los espacios y desplazan a la población negra más depauperada.

Tras el shock inicial, Jay se dedica a buscar a su mejor amigo de infancia con la inevitable consecuencia de topar con las consecuencias de la pobreza. El grueso de los amigos está en la cárcel o han fallecido por las drogas o asesinados por policías. Los blancos recién llegados, por su parte, exhiben una hipócrita familiaridad de buen vecino o, directamente, el racismo más despreciativo. Sin embargo, Residue no se nos presenta como un simple alegato a dos tintas. Mientras Zhao trabaja en Nomadland con línea blanca sobre materia oscura, Gerima suelta borrones sobre una historia dolorosa de personas heridas. En ambas películas el curso del tiempo es difícil de apreciar. La historia de Fern puede suceder en un año, tal vez menos o tal vez más. La historia de Jay se mueve en un contexto temporal aún más indefinido, siendo difícil aseverar cuánto tiempo va desde su llegada a Washington hasta el desenlace. Ambos directores plantean la situación como inmutable, con las injusticias perdurando con los años. En el primer caso, con los personajes en deriva permanente hasta su muerte. En el segundo, prisioneros en su propia cárcel. 

Hay, sin embargo, una diferencia básica entre ambas películas, que marca su estilo y lo explica a la vez. Zhao hace su película sobre material ajeno en tanto que Gerima crea la suya sobre aquello que ha vivido personalmente. Es tal vez por ello que Residue avanza a trompicones, con un montaje y una narración a salto de mata. Jay encuentra primero a unos interlocutores que, lejos de alegrarse de su retorno, le recriminan su actitud de pródigo niño pijo, después se acuesta con una “novia” y más tarde aparece (súbitamente para el espectador) en la casa de sus padres, quienes le salvaron posiblemente de un destino aciago al mandarle a estudiar a la costa oeste. A partir de ahí, un reguero de encuentros y desencuentros con conocidos y viejos amigos, todos ellos recriminándole su ausencia y lo prescindible de un retorno vehiculado por una cámara que se pretende testimonio del dolor social. Ciertamente, Residue podría haber sido formalmente mucho más pulcra pero se agradece esta suerte de desorden vital que la aleja del formalismo de Nomadland y que, sin embargo, la acerca a la vivencia de su director, a la confusión de un barrio, de un grupo social, en trance de desintegración. 

Merawi Gerima no es, no obstante, un realizador de guerrilla que se limita a captar imágenes documentales y lo demuestra especialmente en un par de secuencias de acertada construcción argumental y formal. En una de ellas Jay se encuentra, a instancias de sus padres, con un viejo conocido al que no tiene por especialmente próximo. Este le recrimina que ahora se plantee recoger en una película todo aquello que ha ignorado durante años, empezando por él mismo, quien se tenía en consideración como un gran amigo y de quién Jay ni tan solo se despidió al partir a LA. En la otra, clímax de la película, Jay consigue encontrar a su amigo del alma con quien compartió tantas horas de juego infantil y con el que también perdiera contacto años atrás. Aparentemente la conversación tiene lugar en el bosquecillo dónde sus familias les llevaban a pasear, un espacio más bucólico que la dureza de las calles y del día a día. Les envuelven el sonido del arroyo y de los pájaros, resuenan sus propias voces de infancia. Sin embargo, en montaje paralelo, vemos a Jay y su amigo entrevistándose en la cárcel por unos breves instantes antes de que el prisionero sea llevado a su celda. Gerima demuestra aquí la injusticia que Jay hizo con todo su pasado, con sus amigos más íntimos, abandonándolos en su miseria y sólo tratando de recuperarlos con intereses espurios. En esas dos secuencias, el director de Residue nos hace a todos sus personajes más reales, más emotivos, que sus homónimos de Nomadland.