Locarno 2021. Retrospectiva Alberto Lattuada

En esta edición del festival uno de los grandes atractivos, a priori el mayor para mí, era la retrospectiva integral consagrada a Alberto Lattuada, que se vio parcialmente frustrada por la incomprensible decisión de proyectar la mayoría de sus obras sin subtítulos en inglés. Creo que denota muy poco interés por parte de la nueva dirección en esta loable tradición del certamen suizo por reservar un espacio que recupere la historia cinematográfica mientras mira al futuro en sus secciones principales. Si el objetivo de estos ciclos es redescubrir y revalorar obras y autores en el mayor ámbito posible, ¿qué sentido tiene ceñirse al espectro doméstico italoparlante precisamente en la ocasión de un certamen internacional?

El desaguisado era mayor si tenemos en cuenta que esta retrospectiva venía a sustituir a la que no se pudo celebrar el año anterior por la pandemia y que debería haberse proyectado ahora, dedicada a Kinuyo Tanaka, quizás la mejor directora de todos los tiempos y terriblemente necesitada de reivindicación —basta con ver cualquier encuesta sobre las mejores películas dirigidas por mujeres para darse cuenta—. Es decir, Alberto Lattuada no era ninguna herencia de la anterior dirección, sino una elección propia y aun así maltratada.

Y a decir del puñado de títulos visto, más los pocos que ya conocía de ocasiones previas, el director italiano se merecía sin duda el mayor esfuerzo de difusión. No sólo es un realizador que domina con excelencia la gramática visual y la dramaturgia, sino que a través de sus obras se pueden rastrear las pulsiones de un hombre descreído e implacable crítico con la sociedad que le rodeaba.

El molino del Po, de Alberto Lattuada

El molino del Po (Il mulino del Po, 1949)

Su cine reflejaba una sociedad siempre estratificada, siempre en conflicto más o menos abierto. El caso más paradigmático lo ofrece El molino del Po (Il mulino del Po, 1949), un ambicioso melodrama rural ambientado en el siglo XIX que recoge la problemática relación de clases que se da entre un terrateniente y los trabajadores de sus tierras cuando éstos abrazan el discurso socialista, con un tercer estrato representado por la familia dueña de un molino, que no dejan de ser pequeños empresarios. El conflicto se da a tres bandas y viene exacerbado dramáticamente por la relación de amor entre una molinera y un campesino, mediatizada permanentemente por la visceralidad de todas las posiciones. No es que Lattuada sea equidistante, pero la historia equilibra bastante bien todas las partes en liza. Todos tienen razones para actuar como lo hacen, aunque en su voluntad por jugar con unos personajes sanguíneos e irreflexivos, pienso que se le va la mano en algunos momentos del tramo final. En la puesta en escena ya se pueden apreciar las virtudes que acompañan todas las películas que he tenido ocasión de visionar, una elegancia y precisión visual que no deja de responder al caudal emocional de las situaciones y personajes. Aquí se beneficia de un rodaje principalmente en exteriores, a veces con escenas difíciles que le dan mucha materialidad y realismo al film (como la del incendio), monta planos de manera muy eficaz y utiliza con sentido dramático las angulaciones (y la mejor muestra es esa escena de tensión exacerbada cuando los soldados van a cosechar) e incluso se reserva momentos discretamente virtuosos (como la escena de la recepción de un cadáver en el río).

Quedan reminiscencias del mismo esquema social de El molino del Po en La loba (La lupa, 1953), donde tenemos al empresario dueño de la fábrica de tabaco, a la mano de obra femenina de extracción popular, y a un elemento de matiz arribista que tendría cierta analogía con los molineros, la mujer cuyo apodo da título al film. Es un personaje que exuda animalidad visual, en sus movimientos, en su mirada, incluso en su hábitat, ya que su casa está prácticamente excavada en la roca, como una cueva o madriguera. Es un espíritu libre que sólo busca satisfacer sus deseos sin reparar en las consecuencias de sus actos. Ese ansia de libertad le convierte en víctima señalada por transgredir la moral de su grupo social: por su desinhibida vida sexual, su condición de madre soltera o sus flirteos para conseguir de su jefe todo aquello que anhela. Pero también le lleva a una espiral manipuladora, capaz de enfrentarle con su propia hija, que se revela destructiva en un entorno tan pétreamente conservador. De esta manera, caminando hacia el arquetipo de femme fatale, es ella en este caso el detonante del ulterior conflicto de clase, en una obra donde casi todos los personajes están dispuestos a ejercer su cuota de poder, sea económico, sexual o moral/social.

Il capotto, de Alberto Lattuada

El alcalde, el escribano y su abrigo (Il Cappotto, 1952)

Aunque en La loba sea el pueblo llano quien ejerce la represión moral, parece que la especialidad de la casa Lattuada era retratar la hipocresía de la moral burguesa. Y no hay título más evidente ni demoledor al respecto que La playa (La Spiaggia, 1954), protagonizada por otra madre prostituta —la loba también lo era bajo el prisma de sus vecinas)—. Esta mujer se va de vacaciones a la playa acompañada de su hija, interna en un colegio el resto del año y desconocedora de la profesión de su madre, con el deseo de cambiar de vida. Pero su intento de rehabilitación laboral siempre tiene en frente a los vigilantes de la moral y de la paja en el ojo ajeno, los que miran por encima del hombro al débil y agachan la cerviz ante el dinero. Entre la protagonista y esta tropa de hipócritas, dos personajes contrapuestos pero ambos con más o menos dobleces: el alcalde idealista que intenta que las cosas cambien y el millonario del lugar, hombre misántropo, de una lucidez despiadada y terrible, cuyo discurso asume el film para acabar con uno de los finales ¿felices? más amargos que recuerde. Porque la película es brutal, sin concesiones, se puede permitir hacer un discurso tan explícito a través de personajes tan definidos y connotados, los más maniqueos que he visto en su cine. Pero en realidad, no deja de repetir cierta estructura de caracteres en su obra, con un entorno social agresivo que condiciona la vida de personajes más dulces y sensibles que se ganan la simpatía del espectador, sea la prostituta y su hija en este caso, sea la sufrida hija de La Loba, o la pareja de enamorados de El molino del Po.

El delito de Giovanni Episcopo, de Alberto Lattuada

El delito de Giovanni Episcopo (Il delitto di Giovanni Episcopo, 1947)

Los receptores de nuestra empatía tanto en El delito de Giovanni Episcopo (Il delitto di Giovanni Episcopo, 1947) como en El alcalde, el escribano y su abrigo (Il Cappotto, 1952) van un paso más allá hasta llegar al patetismo, personajes de una falta de carácter y una torpeza social tan grande, víctimas propiciatorias de un universo hostil, que pueden resultar hasta molestos a ojos del espectador. Ambas son adaptaciones de obras de diferentes autores, pero es imposible no relacionarlas ya que tienen en el estreno de una prenda de vestir por parte de unos personajes de similar oficio el germen del desastre posterior. En la adaptación de la novela de Gabriele D’Annunzio, Giovanni Episcopo es un contable cuya vida descarrila tras un funesto encuentro con un timador de carácter mefistofélico. De nuevo el conflicto de clase social está presente, entre el trabajador, que en el fondo muestra aspiraciones burguesas, y el aristócrata que no es más que pura élite extractiva, un parásito de quien el protagonista no puede separarse. Mientras tanto, el conflicto inspirado por la célebre obra de Gogol El capote, donde Lattuada potencia los elementos más cómicos del relato para acercarlo a la parodia, convierte a su protagonista no tanto en víctima de aquellos que le roban, sino de un sistema y unas élites corruptas que no le ofrecen la mínima protección y le condenan a la miseria.

En cambio, las protagonistas de Guendalina (íd., 1957) y Dulces engaños (I dolci inganni, 1960), hijas de la acomodada burbuja burguesa, no se podrían mover en similares coordenadas trági(cómi)cas, pero sus trayectorias deparan fuertes dosis de melancolía.

En Guendalina, que disfruta de la presencia de Valerio Zurlini como guionista —y que tiene mucho que ver con la siguiente obra de éste, Verano violento (Estate violenta, 1959)—, la joven que da título al film se enamora de un estudiante de clase trabajadora mientras termina la termporada veraniega, inusualmente alargada debido a la dolorosa separación de su mujeriego padre y una madre tan imposiblemente joven como La loba. Guendalina, quizás también influenciada por la vulnerabilidad de su situación familiar, actúa con incipiente orgullo de clase, aunque en el fondo todavía no esté atrofiado su sentido humanista dadas las preferencias amorosas que demuestra. Sin embargo, es en realidad una relación imposible por la diferencia social que impone su círculo vital, relatada a través de un film iniciático, de maduración bajo la disfuncionalidad de sus progenitores, de toma de conciencia de un futuro que presumiblemente hará de ella un nuevo y convencional ejemplar de ese mundo burgués al que pertenece.

Dulces engaños, de Alberto Lattuada

Dulces engaños (I dolci inganni, 1960)

Guarda Guendalina muchos puntos en común con Dulces engaños, el protagonismo de una adolescente, el proceso de maduración acelerada dentro de un ambiente burgués hasta enfrentarse con una realidad mucho menos idílica que la imaginada, incluso la dejación de funciones de sus progenitores. Aquí es una Katherine Spaak de quince años que completaba el primer papel protagónico de una precoz carrera que le llevaría a convertirse en uno de los objetos de deseo preferidos del cine italiano de principios de los 60. Y es su mirada sobre sí misma, sobre su cuerpo, sobre su rostro, ¿sobre su alma?, lo que abre y cierra este film, que abarca una única jornada en la vida de esta joven, en pleno despertar sexual, jornada iniciática y de pérdida de inocencia. Su periplo le enfrenta con varios modelos amorosos, sea el de una compañera que defiende el ideal platónico o el del joven con trazas de gigoló. No me parece casual que los perros sean mentados en dos ocasiones, como figuras de afecto sumisas y de horizonte temporal limitado, intercambiables a la postre. Representa sin duda una mirada agridulce y desencantada a las relaciones sentimentales y a los resortes que rigen las vidas de las criaturas que nos ofrece el director lombardo. Su puesta en escena vuelve a lucir por precisión y paciencia, con planos significativos que no se suceden de manera gratuita. Como su llegada y salida inicial al colegio, que la separa visualmente de sus compañeras, como los grandes espacios que propone para empequeñecer a la protagonista en casa de la princesa, como esa mezcla de intimidad y oscuridad que se sucede en su culminación amorosa, que separa más que une a los personajes.

Los fotogramas de Lattuada se vuelven a teñir de desencanto en El bandido (Il bandito, 1946), una obra de posguerra sobre un prisionero que regresa a Italia para encontrar su mundo en ruinas, lo que le termina llevando a la delincuencia. Es una historia de crimen y castigo en la que igualmente se trasluce la injusticia social del país, así como la imposibilidad de cambiar el estado de las cosas. Si La playa insinuaba el fracaso de la política y la ley como motor de cambio, aquí es el crimen el que se acaba demostrando inoperante, sugerido en esa escena tan significativa en la que arroja los billetes de un botín entre los huéspedes de un albergue para personas sin hogar, gesto que sabemos inútil en el fondo. El crimen, como ejercicio de rebeldía y solución vital, al menos entre aquellos que todavía conservan algún rasgo de integridad moral, acaba volviéndose contra uno mismo, lo que la película muestra con lógica implacable pero excesivo celo, como ese improbable encuentro del protagonista con la hija de su amigo, personaje cuya utilización peca por momentos de sentimental. El bandido es otro excelente ejemplo de las habilidades de Lattuada en la puesta en escena, de su magnífico manejo del espacio y el montaje. Por ejemplo en la escena en que el protagonista regresa a su casa, con esa panorámica circular que va descubriendo la destrucción; o durante el homicidio del proxeneta, con ese montaje en el que recurre al plano detalle de sus pies, también al picado sobre el hueco de la escalera, todo tan precisamente engarzado; o en el mismo asesinato del profesor, verdadero punto de inflexión ético de la historia, conducido hacia una oscuridad cuyas sombras físicas evocan las morales.

El bandido, de Alberto Lattuada

El bandido (Il bandito, 1946)

Cineasta esencialmente pesimista, como hemos visto el desencanto preside visiblemente su obra. Ni una sola de estas películas aquí referidas tiene un final que podamos considerar feliz, la pareja de El molino del Po no podrá salir adelante, la Loba dinamitará su propia vida y la del pueblo, un Giovanni Episcopo que nunca ha matado una mosca necesitará recurrir al crimen para romper su dinámica de victimización, al escribano del cuento de Gogol le espera la consabida tragedia, las jóvenes de Guendalina y Dulces engaños verán hacerse añicos su mundo de ilusiones adolescentes y por supuesto al Bandido le llegará su castigo. Sólo la protagonista de La playa acabaría en mejor situación que como empezó, pero pagando un precio muy alto y tremendamente amargo, la toma de conciencia de cómo funciona la sociedad. Porque esto es clave, ninguna de las acciones y gestos de los personajes podrá cambiar esa sociedad a la que pertenecen, entre cuyos diferentes estratos y leyes no escritas están condenados a vivir.