Sobre la luz (y el arte de atraparla)
Declararse al cine. De rodillas y con los ojos vidriosos. Es de lo que suele ir un festival, y así fue más que nunca en la 66 edición de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, que otorgó su Espiga de Oro a una propuesta que era toda ella un rendirse ante el arte de hacer (y proyectar) películas. La india Last Film Show (íd., Pan Nalin, 2021), la historia de inocencia de un niño que descubre el cine y del trabajador de una sala que le introduce a su magia, lleva inevitablemente a establecer lazos con Cinema Paradiso (íd., Giuseppe Tornatore, 2021). Es, como el clásico italiano, una historia pequeña, íntima y autobiográfica. En primer plano, siempre la mirada pícara del protagonista. De fondo, los planos abiertos de una India rural amable y cercana en la que el cine, como en todas partes, es eje central de la conversación cultural del siglo XX. Como hilo conductor y desencadenante de las tramas, dos objetos, dos símbolos. En primer lugar, el proyector de películas, una tecnología que se vuelve mística a ojos del protagonista, porque tiene el poder de atrapar la luz y convertirla en imágenes, un cachivache que vive en la película sus últimos días, muere y muta y renace convertida en mil colores de conocidos nombres y apellidos, en una de las escenas más impactantes, emotivas y bellas del film. En segundo lugar, el tren como elemento generador de vida, sustento indirecto de familia y vecinos, que viven de vender té u otro tipo de enseres a los viajeros que paran en la estación.
Con la sutileza y los simbolismos que ya le funcionaron en su cortometraje El Adiós (íd., Clara Roquet, 2015), Clara Roquet arranca Libertad (íd., 2021), la película inaugural del festival, con el plano de unas cortinas abrazando con el viento la silueta de una mujer colombiana que llora en silencio, justo antes de incorporarse a su trabajo de cuidados en el hogar de una familia burguesa. La secuencia destaca por la luz, y es precisamente el arte de atraparla lo que hace Roquet en su primer largo: una historia delicada y sobria que encierra entre cálidos rayos del sol de verano una furia contenida y la mala leche de varias batallas que se libran en silencio: entre clases, géneros, generaciones y parejas. En medio de estas guerras cotidianas (que se parece a nuestras propias guerras, a todas las guerras), madres, hijas, nietas y abuelas transitan, se encuentran, se enfadan y se mienten.
La clave y el valor de Libertad, lo que la diferencia de otros debuts costumbristas de debutantes catalanas, es sin duda su perspectiva de clase. Porque la Libertad del título da nombre a un personaje, la hija de la criada de la familia protagonista, recién llegada de su Colombia natal y dispuesta a recordar a todos que su madre no es la amiga de nadie: es una trabajadora que cuida de la casa y de la abuela mientras nadie más lo hace.
En medio de un vaivén de fiestas en barcos y cenas con copa y canapé, la película sitúa el conflicto en la forma de mirarse, de aprender y desaprenderse en dos chicas de la misma edad, pero de orígenes y clase social opuesta, que se hacen amigas a pesar de los prejuicios y contra todo pronóstico. Al final del metraje, se enfrentarán a la cruda realidad: el destino les tenía preparado un bando inevitable en la guerra de la vida.
De las relaciones humanas, de tener hijos y aun así querer aferrarse a la juventud, y de la búsqueda de la transgresión y la modernidad en lugares insospechados habló la película serbia Celts (Kelti, Milica Tomovic, 2021). Es una propuesta sorprendente, sobre todo para los ojos de los europeos del sur, pues se trata de una comedia fresca, de enredos y personajes ruidosos, con una fiesta de cumpleaños en su trama central que nada tiene que envidiar a un guateque español, italiano o griego. La visión que ofrece de la Serbia de los años 90 es, por un lado, la de un lugar deprimido, decadente y gris, pero, por otro, la de una sociedad que, como cualquier otra, tiene una juventud con ansias de apertura, modernidad y progreso, que lucha por salir adelante y vivir su propia revolución desde el disfrute, el ocio y la borrachera, el beber y el tener sexo y el hablar de literatura. De esta manera, lo que empieza siendo un film sobre una familia convencional, termina siendo un encuentro entre amigos culturetas abiertos a la diversidad sexual, que disfrutan y se emborrachan y discuten y se reconcilian mientras abajo sus hijos esperan que llegue la tarta de cumpleaños.
Como último apunte, cabe destacar la presencia de la animación en la sección de cortometrajes del festival. En Bad Seeds (Mauvaises herbes, Claude Cloutier, 2020), dos plantas carnívoras tienen una absurda pelea, en la que se adoptan todo tipo de animales, figuras y personajes históricos (incluidos Hitler y Stalin), en una pugna surrealista por la supervivencia con un final inesperado, agridulce y certero.
En la triste y honesta The Hangman at Home (íd., Michelle Kranot y Uri Kranot, 2020) se entrecruzan las guerras bélicas con las luchas interiores, donde personas al borde del colapso miran al abismo desde sus habitaciones, reponen agua para las flores de sus madres enfermas, queman sus últimos libros antes de la partida o buscan un descanso agonizante entre los escombros y la muerte.
Otra gran obra de animación vino desde España, con propuesta digital The Windshield Wiper (íd., Alberto Mielgo, 2021), una oda al amor y al beso. Y todo un trabajo, como el de Clara Roquet, de atrapar la luz, domarla y hacerla brillar en un arcoíris estimulante, innovador y lleno de humanidad.