Terror, por supuesto… pero también algunas risas
Se supone que Sitges es un Festival del horror y aunque es cierto que hemos comentado ampliamente el horror cotidiano en otros textos, salvo las referencias a The Sadness o The Medium, poco hemos hablado de las cintas de género.
No deberíamos ignorar tres obras que se mantienen fieles a los cánones aunque incorporando alguna innovación. En el caso de la serbia Vampir (Branko Tomovic, 2021) seguimos el fatídico itinerario de un hombre que, huyendo de una amenaza, se refugia en un pueblo alejado de Serbia para cuidar el cementerio. Evidentemente, no hace falta añadir mucho más a la sinopsis para intuir que el contrato que ha asumido va a ser de duración indefinida. A pleno sol, desde que el taxista que le lleva se niega a acercarse al pueblo en cuestión, la pesadilla envuelve la narración. A partir de allí, aun en los escenarios más cotidianos (el chalé dónde se aloja, los rostros calmados de ancianas, la conversación en la iglesia con el pope), Tomovic va acumulando desazón y, pese a recurrir a los clichés clásicos (apariciones, alimentos que se pudren al entrar en un espacio, asaltos nocturnos, confusión de sueño y realidad), el hábil uso que hace de ellos nos sitúa en primera fila para gozar del temor con una tragedia anunciada.
Paco Plaza volvió al Festival del que es asiduo con dos compañeros peculiares. Por una parte, La abuela (Paco Plaza, 2021) del título. Por otra, con la colaboración en el guion de Carlos Vermut, algo que despertaba mucha curiosidad. Y si bien es cierto que la nueva obra del autor de Verónica funciona como era de esperar, no hay demasiada originalidad más allá de las primeras secuencias. La cinta se inicia con la llegada de una anciana a un apartamento dónde, ante el cuerpo inerte de otra mujer, una joven desnuda aparece de las sombras para besarla. Plaza y Vermut arrancan con fuerza una cinta que se deslizará, con eficiencia, al terreno de lo fantasmagórico manteniendo al espectador en su butaca esperando que se pueda desvelar el enigma que mueve la trama.
En The Deep House Maury y Bustillo consiguen originalidad con un desarrollo visual innovador para las historias de casas encantadas. Dos blogueros que buscan material atractivo para su programa de casas misteriosas no dudan en sumergirse (y sumergirnos) en una aventura subacuática entrando en un caserón cubierto por las aguas de un pantano. Como sucede en la obra de Paco Plaza, el suspense y los sustos son menos intensos para los veteranos espectadores del género pero, como en La abuela, la propuesta resulta ser lo bastante interesante como para llamar la atención. Los desplazamientos de los buzos por el interior de la casa tienen, de por sí, un tono de pesadilla y el desarrollo de su visita acuática está excelentemente resuelta a nivel técnico. Hay un par de secuencias notables (muy concretamente una aparición a través de una pantalla de cine) que enriquecen la historia pero la propuesta se basa, tal vez excesivamente, en el contexto y el argumento se limita drásticamente.
Por otro lado, hay que destacar otras tres obras que trataron de aprovechar esquemas genéricos para elaborar un discurso propio: Censor, The Innocents y Violation.
Aun siguiendo un proceso de enajenación visto en mil ocasiones, la premiada Censor (Prano Bailey-Bond) desarrolla la situación en un contexto nada gratuito y con una muy efectiva estrategia. Se sitúa en la Gran Bretaña thatcherista, en la cual las cintas de terror (distribuidas mediante los VHS) son vistas como transmisores de perversión y generadores de violencia de todo tipo, desestabilizando el sistema. El establishment los identifica como los causantes de la violencia callejera e incluso de potenciadores del terrorismo, tratando de ocultar de este modo la política o las estrategias represivas oficiales. La película cuenta la historia de una vehemente censora de videos violentos que arrastra un trauma infantil y a la que, paradójicamente, se acusa como responsable de un asesinato, copiado de una película que no cercenó en su momento. Desequilibrada por completo al verse acusada por aquellos a quienes ella pretendía proteger, sufrirá una progresiva locura que la llevará a confundir pasado y presente, realidad y películas. Enid, identificando a su desaparecida hermana en un personaje similar de una cinta de terror, acabará imbuida del espíritu salvaje de las mismas obras que mutila. Su evolución se reflejará en los cambios de formato de imagen, llevándola de su vida en panorámico al formato televisivo en el que los VHS se consumían para quedarse encerrada en una realidad incierta y desasosegante, dónde los cortes que infería a las cintas se traspasan a las personas que encuentra en su nueva condición de personaje. Sarcasmo más que ironía, Censor funciona a la vez como una cinta clásica de terror y como una venganza contra los espíritus represivos.
Ignorada por los premios pero alabada por el público tras sus proyecciones, The Innocents (De uskyldige, Eskil Vogt, 2021) parecía ser destinada a más pero tal vez el tono frío del relato alejó a los jurados de la misma (algo que parecía tener que ocurrir también con la islandesa Lamb). La historia de un pequeño grupo de niños que, durante las vacaciones de verano, descubren sus superpoderes resultó harto inquietante por la puesta en escena que potenciaba la tensión de las distintas situaciones. The Innocents no está lejos de Chronicle (Josh Trank, 2012) en la que unos adolescentes se veían en la misma situación, desarrollando en primer lugar sus habilidades para acabar, finalmente, enfrentándose entre sí. En esta ocasión, la producción limita las habilidades a telequinesia sobre objetos y personas, evitando perderse con los efectos especiales. El superpoder de The Innocents es, precisamente, una sencillez narrativa y visual que plantea el eterno dilema del superhéroe… Un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Pero, ¿qué responsabilidades pueden exigirse a niños y niñas de 8 a 12 años? Vogt no da respuestas y, en su estrategia, tenemos la bondad y el defecto de una película que nos presenta como el mal puro vive en los más inocentes.
Y, finalmente para este grupo de películas, merece la pena incluir a Violation (Dusty Mancinelli, Madeleine Sims-Fewer, 2020) porque, aun manteniéndose en los límites del terror, aborda con mucha inteligencia y originalidad el subgénero rape&revenge. A distancia estética y moral de la dinámica habitual de tales películas (de las que suele haber representación en cada edición del Festival), Violation lo toma como aparente eje para, otorgándole un tono más seco y, si cabe, más siniestro, negar la mayor. Alternando (excelentes) imágenes de la naturaleza, recurriendo a tomas aéreas, trucajes y macros (tal vez con excesiva redundancia) se nos sitúa ya de entrada en un contexto amenazador. Miriam (interpretada por la propia directora en lo que parece ser una declaración de intenciones) pasa, junto a su pareja con la que tiene problemas de relación, unos días con su hermana Greta y su cuñado Dylan en la aislada finca que comparten en una zona boscosa.
A partir de este punto la directora irá contando la historia con diversos saltos temporales que fuerzan al espectador a hurgar en el contexto y motivaciones de los personajes. De hecho se nos llega a enfrentar a una protagonista cuya realidad (como otros le indican) no es la de todos. En conflicto consigo misma y con el mundo entero, sufrirá una torpe violación situada en el límite entre la mutua seducción y la negación que es ignorada por el violador. Como se apuntaba claramente en Una joven prometedora (Promising Young Woman, E. Fennell, 2020) el alcohol en la sangre no disminuye la claridad ni la rotundidad del no es no. Como también se apuntaba en aquella, la venganza no es la mejor solución, aun cuando en aquel caso se contara con ironía. En el caso de Violation, los directores nos niegan absolutamente cualquier catarsis. La decisión de presentar la venganza antes que la escena de la violación enfrenta tanto a la protagonista con su decisión (¿para qué sirve?, ¿qué efecto tendrá?) como al espectador que desconoce los motivos de Miriam. Así, violación y venganza no resultan ser secuencias gore o morbosas como suelen darse en este tipo de obras sino que se viven como terribles tanto por la crudeza como también por la torpeza de ambas acciones, derivadas del malestar y asco ante la acción que lleva a cabo la propia protagonista. Y, si bien la acción de Miriam deriva en parte no tanto por venganza como por protección de Greta, el proceso mantiene, tal vez en exceso, los códigos del género. Tal vez algo ambigua en este sentido, Violation es una propuesta original más que notable para un debut en el largometraje y que interpela al espectador sobre su posición moral frente a los hechos. No podemos quedarnos indiferentes, como Miriam, ante tales sucesos.
Las comedias
Hubo en los setenta una corriente de exploitation del western con éxito notorio en Italia y España. Marcaron una época (relativamente breve) las aventuras de aquel a quien llamaran Trinidad y siguieron llamando Trinidad, y de su fiel compañero encarnado por Bud Spencer. Torta va, torta viene, las aventuras (prolongadas en otros ámbitos como el Chicago de Capone) se basaban en una sucesión de gags visuales muy básicos y chistes escatológicos. El guion era simple pero efectivo y el objetivo era, simple y llanamente, la diversión. No había pretensiones artísticas sino una búsqueda, muy lícita, del éxito comercial abriéndose a un público familiar. Se recuperaba el humor más básico, el del mamporro y la caída, que ya triunfara con Chaplin, los Keystone y tantos artistas de los inicios del cine. Más allá no había nada. Era la época de la DC italiana y el franquismo rancios y el sexo se limitaría a algún escote pronunciado, la violencia explícita no incluía sangre y los muertos desaparecían rápidamente de escena.
Viene esta larga introducción a colación de The Trip (I onde dager, Tommy Wirkola, 2021) como ejemplo de un tipo de comedia violenta que hace del gore, incluso del slasher, motivo de risa. Un subgénero que ya tuviera antecedentes en la comedia de terror de los ochenta pero que se ha desarrollado sobremanera a raíz de las obras de Tarantino. Recordamos a Wirkola por el thriller distópico Siete hermanas (What Happened to Mondays, 2017) pero, sobre todo, por una obra semejante en intención a The Trip, Zombis nazis (Dead Snow, 2009). Si en aquella ocasión no había pretexto alguno para desarrollar una comedia con desmembramientos y explosiones hemorrágicas, The Trip se plantea como una revisión extrema de las parejas en crisis (no mentemos, por favor, Viaggio in Italia). Lisa y Lars planifican un fin de semana que será la guinda definitiva para su separación, puesto que ambos han preparado un plan para acabar con su cónyuge de una vez por todas. Con un guion muy bien medido y un ritmo notable, Wirkola despliega una sucesión de gags que incluyen escatología y chistes de contenido sexual bastante simple y un gran surtido de repetidos porrazos, golpes y caídas, al igual que sucediera en las películas italianas citadas. La diferencia consiste en la aportación y exhibición de numerosos litros de sangre y en el impacto nada oculto de disparos, cuchilladas, atropellos y agresiones con objetos tan diversos como bolas de billar, rastrillos o cortadores de césped. El resultado es ciertamente hilarante pero, considerando los medios, me pregunto qué nos aleja tanto de aquellas obras tan básicas de los setenta… o, más bien, si en realidad no nos hemos alejado de las mismas.
Aparentemente sencilla pero muy bien desarrollada en puesta en escena y montaje, Beyond Infinite Two Minutes (Droste no hate de bokura, Junta Yamaguchi, 2021) plantea un relato mínimo que desarrolla de modo tan ingenioso como divertido. Tal vez, como la mayor parte de viajes en el tiempo, no se comprenda totalmente pero tanto da porque lo realmente interesante es ver como el propietario de un pequeño restaurante y sus amigos se complican la vida al descubrir que el televisor avanza el futuro en dos minutos. Colocando una pantalla frente a otra, conseguirán avanzar acontecimientos en una media hora solo para encontrarse con situaciones más comprometidas y peligrosas. La ínfima trama se desarrolla con aparentes planos secuencia (como sucedía en la genial One Cut of the Dead que viéramos hace un par de años en el festival) que otorgan la fluidez necesaria a una acción desarrollada simultáneamente en dos planos temporales distintos con los mismos personajes. Muy reivindicable en su ausencia de pretensiones.
Como les sucediera también a sus autores en Sylvio (2017), Strawberry Mansion (Kentucker Audley, Albert Birney, 2021) gana más como propuesta que como resultado. En un futuro dónde hasta los sueños pagan impuestos, un inspector se desplaza a la residencia de una anciana que nunca ha declarado sus sueños. A la excelente propuesta se añade el hecho de que el inspector debe revisar cientos de videocasetes para identificar qué productos aparecidos en los sueños cargan impuestos. A partir de ahí, el personaje se verá involucrado irremediablemente en los sueños de la anciana perdiendo progresivamente su propia identidad. Audley y Birney, con limitados recursos, desarrollan la propuesta con inocencia y encanto pero les falta trabajar la idea original. El resultado es rico en posibilidades pero los directores, por falta de presupuesto o premura, no las desarrollan completamente y el resultado final es irregular.
Ana Lily Amirpour puede ser considerada una hija o una hermana del Festival. Descubierta con el neo noir A Girl Walks Home Alone at Night, reincidió con The Bad Batch, una variante de Mad Max atractiva pero inferior a la obra de debut. En Mona Lisa and the Blood Moon (2021) desarrolla un esquema que arranca como una película de terror, con una adolescente con superpoderes huyendo de un manicomio tras vengarse de quienes la maltrataban y acaba siendo un cuento inocente. La joven en cuestión se aliará con una pole dancer (menos siniestra que la de Titane) para obtener dinero forzando a los clientes mentalmente a regalarlo. No tardará en entender que se está aprovechando de ella y que merece más la pena aliarse con el hijo de la stripteuse, ignorado por la madre en su afán recaudatorio… De hecho, la trama es tan mínima como el de las dos películas previamente comentadas y, con mayor presupuesto, no tiene la capacidad de desarrollar el argumento con mayor profundidad. La habilidad de Amirpour consiste en imprimir ritmo a la trama y vestirla con una banda sonora tecno que le da un empaque considerable. Lamentablemente parece ser una propuesta asumida en la que no se haya aplicado personalmente.
Freaks Out (Gabriele Mainetti, 2021) es la comedia adecuada para cerrar estos textos. Con una excelente factura visual, la obra de Mainetti sigue los pasos de unos freaks circenses con superpoderes que se encuentran a merced, primero buscados y luego perseguidos, de un ejército nazi que va retirándose de Roma. Al soberbio diseño de producción le acompaña un ejercicio de agilidad narrativa que permite a la historia crecerse pese a su sencillez. Hay limitaciones por un núcleo central un tanto contradictorio que alarga en exceso toda la obra. Sin embargo la fuerza que el director imprime al conjunto da lugar a una película que poco tiene que envidiar a las superproducciones Marvel. El humor gamberro, la acción y la fantasía son aliados excelentes y Mainetti los domina muy bien. En la batalla final contra los nazis (dirigidos por Franz Rogowski, el premiado protagonista de Luzifer) se dan la mano drama, comedia y ambiente bélico. Una obra en la que se adivina no sólo capacidad profesional sino mucho cariño al proyecto y los personajes.