Deshonestidad brutal
Como buen aficionado al heavy esperaba con interés esta Metal Lords, de la que solo conocía una sinopsis de dos líneas leída en diagonal que incluía las palabras «Batalla de Bandas», su título —algo reminiscente de la excelente Lords of Chaos (Jonas Åkerlund, 2018)— y un cartel donde uno de los protagonistas lleva la cara pintada como, por ejemplo, Dani Filth (Cradle of Filth) en los conciertos, una conjunción suficientemente ilustrativa a priori de lo que podríamos encontrarnos, o al menos a un nivel musical o ambiental. Lo bastante para decirle a Netflix el clásico «¡Toma mi dinero!» sin más preámbulos. Y es cierto que en ese aspecto el guion de Metal Lords, obra de D.B. Weiss (Juego de tronos), ha hecho los deberes —como también los ha hecho copiando ese chiste de Escuela de rock (School of Rock, Richard Linklater, 2003), el de los deberes, a la que además birla el «Sticking it to the Man» que se menciona en un par de ocasiones, por no mencionar el rollo de la batalla de bandas, que en el fondo tampoco es exclusivo del mejor film de Linklater, aunque sí muy representativo, y alguna cosa más que comentaré después—. Tampoco era para menos contando en la producción con Tom Morello (guitarrista de Rage Against the Machine), que además comparte un cameo con Kirk Hammett (Metallica), Scott Ian (Anthrax) y Rob Halford (Judas Priest) (ojo al chiste sobre ser o no gay mientras suena Grinder de los Judas; Halford anunció su homosexualidad en 1998, y eso permitió varias relecturas sobre la imaginería visual de la banda y el especial protagonismo del cuero en esta que hizo replantearse su heterosexualidad y forma de vestir a más de un fan) donde los cuatro músicos debaten (como si de los clásicos ángeles y demonios que se posan en los hombros de los protagonistas se tratase) sobre la posible infidelidad de Kevin en la ensoñación de este.
A nivel musical cualquier amante del género que nos ocupa debería ver satisfechas sus pretensiones: hay varias escenas con temas míticos de grandes bandas y también reconoceremos que cinematográficamente bien integrados en la acción —el Whiplash de Metallica o el Painkiller de, nuevamente, Judas Priest en sendas persecuciones, aunque este último no tan conseguido y algo desaprovechado con el volumen en segundo plano, cuando todo el mundo sabe que al escuchar heavy los altavoces se deben poner al 11; el montaje donde Kevin y Emily aprenden a tocar War Pigs de Black Sabbath y que combina sus interpretaciones en diversos momentos y situaciones con un vídeo de la banda en un directo de 1970 (y además resulta creíble y emocionante ver a alguien que cincuenta años después descubre esa música con interés y excitación); ese Since I Don’t Have You de los Guns and Roses cuya letra se identifica con la narración—.
La película cuenta la historia de dos adolescentes a punto de acabar el instituto: Hunter, el clásico jevi del infierno, y Kevin, su amigo del alma, que aprende a tocar la batería —casi tan rápido y tan bien como El guerrero número 13 (The 13th Warrior, John McTiernan, 1999) aprendía idiomas bárbaros simplemente escuchando, algo que siempre me pareció bastante divertido— para agradar al primero y ayudarle a cumplir su sueño: formar juntos Skullfuckers (los folladores de calaveras) y ganar la Batalla de Bandas. Kevin se introduce en el mundo del heavy gracias a Hunter —como lo hacía Hera en la islandesa Metalhead (Málmhaus, Ragnar Bragason, 2013) que heredaba la afición de su hermano—, o de lo contrario estaría tocando el bombo en la orquesta y bordándolo en los exámenes de química, pero también vive a la sombra de este, conflicto recurrente entre protagonistas en otras películas más sólidas (y sobre todo más auténticas) que también nos sumergen en el mundo del metal —como Varg secundando a Euronymus en la ya citada Lords of Chaos, o Brodie eclipsado por Zakk en la neozelandesa Deathgasm (Jason Howden, 2015)—, y como en esta última, cambian las tornas cuando una mujer se cruza en sus caminos (en Lords of Chaos también llegaba el conflicto aunque por una batalla de egos que se termina convirtiendo en una de esas imparables bolas de nieve).
Así, es una lástima que luego el guion caiga en algunas bajezas difícilmente perdonables, incluso para un público al que ya se habrían metido en el bolsillo. No ya los chistes sin gracia, que eso siempre puede entenderse, sobre todo cuando también los hay más que decentes (el casting del bajista amante de las performances), siempre bajo el prisma de lo políticamente correcto, sino otros detalles que chocan de frente precisamente con esa búsqueda de la corrección, y lo peor es que no son buscados sino más bien el resultado de ir a por lana y salir trasquilado, como la trivialización de un tema como el de la salud mental —sobre el que por ejemplo Dani de la Orden demostró que se puede hacer humor inteligente y respetuoso en la reciente Loco por ella (2021)—, metido como un pegote, sin profundizar en ello de ninguna forma, probablemente porque tocaba. Del mismo modo, en un (presumible) intento de lanzar un mensaje integrador con el personaje de Robbie, con síndrome de Down, al que Hunter le comenta que la gente le trata como si fuese invisible, como si no fuese nadie, y que eso va a acabarse, en un momento en el que él también se siente ninguneado, la forma de cumplir ese anuncio al final del film es mostrar a Robbie —que se me ocurre que podría haber aparecido tocando la guitarra, el bajo, o cantando guturalmente como el líder de Impaled Rektum, el grupo protagonista de la finlandesa Heavy Trip (Hevi Reissu, Juuso Laatio, Jukka Vidgren, 2018)— detrás de bambalinas, dando a dos botones para controlar la iluminación del escenario, que quizá sea el chiste más gamberro de todos (como ya digo sin pretenderlo). El final es totalmente de juzgado de guardia: el personaje de Emily, que no sabía quiénes eran Black Sabbath al principio del film, saliendo al son de I’m Broken (Pantera) vestida como si fuese de fiesta al Phobia, su actitud sumisa, cuando Hunter se disculpa, como si le estuviese eternamente agradecida, sin obviar los diálogos del público durante la actuación, al más puro estilo de Got Talent (probablemente porque también lo hacían en Escuela de rock, solo que en aquella no era público random y las reacciones tenían una buena justificación argumental), ni el hecho de que la interpretación (teóricamente en directo) suene con más instrumentos de los que hay en el escenario o su imposible perfección si nos creemos los ensayos que hemos visto hasta el momento, por no hablar del hecho de que se cree un mosh entre un público que podría pertenecer perfectamente a una gala de Disney. Y por seguir citando Escuela de rock, el resultado del concurso nos lo podemos imaginar, como el epílogo que se integra con los créditos. A pesar de que Peter Sollett demuestra solvencia en la dirección no tiene la personalidad suficiente tras la cámara como para aportarle a Metal Lords el alma que necesitaría y la sensación es la de estar viendo un producto prêt-à-porter con el que ni siquiera el supuesto público objetivo comulga, y digo supuesto porque el conjunto está orientado de forma que trata de agradar a un espectro demasiado grande de espectadores, y ya se sabe que quién mucho abarca poco aprieta. Menos Escuela de rock mal asimilada y un poco más del resto de film citados (con los que al menos comparte el gusto por los vómitos) o, incluso, de Festival de la canción de Eurovisión: La historia de Fire Saga (Eurovision Song Contest: The Story of Fire Saga, David Dobkin, 2020) probablemente habrían conducido a estos Metal Lords de un modo digno por la autopista hacia el infierno. Desgraciadamente todo se quedó en el callejón de las almas perdidas.