Crímenes del futuro, de David Cronenberg

Una realidad que debe doler

—Is that what’s inside you? How can you live with that kind of emptiness?

—One day at a time.

Teorema zero (The Zero Theorem, Terry Gilliam, 2013)

Crímenes del futuroMatar a un niño. Erradicar el dolor. Sentir miedo por lo desconocido. Negar la evolución. Olvidar la verdad de quienes somos…

¿Cuál es el crimen que denuncia Cronenberg? Quizá el futuro, en sí.

La mirada de Cronenberg, o cómo reacercarnos a esa su antigua obsesión

La primera imagen tras los títulos de crédito que nos muestra Cronenberg es la de un niño en la orilla de una playa, mirando hacia el mar, hacia una construcción extraña que nos demuestra estamos, como mínimo, en un futuro distópico. Quizá es la primera y única manera de suavizar su mensaje (tranquilos, lo que vais a ver es sólo una hipótesis). Pero…

Mucha luz, mucha paz visual, en este primer encuadre. La música extradiégetica, en cambio, nos alerta de que algo va mal. ¿Pero el qué? Una madre temblorosa, algo neurótica, le chilla desde la mansión que tiene el niño a su espalda que no coma nada de lo que encuentre ahí fuera.

La madre no nos gusta. De hecho, nada nos gustará a partir de ese momento.

Crímenes del futuro

Cronenberg decide rodar a partir de esa escena inicial de una forma sencilla, y efectiva: cualquier puesta en escena a partir de entonces será teatral, impostada. Irreal. La cámara saldrá pocas veces de espacios cerrados (las paredes de una casa, de un estudio de trabajo, de una oficina), y si lo hace será de forma explícita, en una única posición de cámara, para mostrar la sordidez de los encuentros entre varios seres humanos (el protagonista con el detective, los espectadores de una performance ilegal). El color, la ambientación, estarán a la merced de un futuro que Cronenberg presenta sucio, oscuro. Demostrar fealdad, decadencia. Dejadez, en cierta manera. La dejadez de una ciudad, de unos edificios, que reflejan la de sus propios habitantes. Y, a su vez, decide centrarse en uno de ellos: le tapa casi completamente con largos abrigos, casi túnicas, negras. Capucha, tapabocas. El protagonista de Cronenberg es alguien que teme salir a la calle, hablar con otros más allá de sus más allegados. El protagonista no acepta su entorno, pero tampoco a sí mismo. Cual Cyrano de Bergerac, se arrastra, se enconde tras una máscara que le es tan necesaria como su propio arte. Porque su arte le permite continuar con su propia negación.

Cuando ya nos ha emplazado en el decorado que desea, cuando ya nos ha mostrado lo suficiente del entorno de los personajes principales y en concreto de la personalidad que quiere hacernos personificar, recurre a primeros planos que profundizan aún más en nuestro desconcierto como espectadores. Porque las sobreactuaciones llenan la pantalla —la lengua que hace pasear por sus labios un Viggo Mortensen decidido a presentar a su artista como un fantasma atormentado por sus propios pensamientos y dolencias; una Kristen Stewart cómicamente histriónica en todas sus breves apariciones, no obstante llenas de fuerza; Léa Seydoux explotando sensualidad, y sexualidad, al manosear el mando a distancia del aparato de cirugía, propio del imaginario de Existenz (íd., 1999)—. Porque potencian la interacción cuerpo-máquina, con esos instrumentos exoesqueletopuzantes que nos llevan a Inseparables (Dead Ringers, 1988), o que abren “boca” a nuevas posibilidades —Videodrome (íd., 1983) es ahora la invocada cuando vemos la “cremallera” en el abdomen del protagonista—. Porque nos ayudan a aceptar como veraces muchas de las premisas de partida: el hombre se ha rendido a una vida fácil gracias a la tecnología. La única salida para volver a sentirse vivo es, precisamente, dejar de estarlo como hasta ahora. Titane (íd., Julia Ducournau, 2021), que bebe de un David Cronenberg que nunca se había alejado del todo de su propio cine e ideas, es extrañamente el referente en esta parte final del film.

Crímenes del futuro

Y tras la reflexión en la que nos adentra y que ahora desmenuzaremos un poco, el director decide adentrarnos unos pocos segundos en un posible futuro lleno de esperanza, con un Mortensen sonriente, llorando de felicidad. Pero lo hace en blanco y negro, con la dualidad que esa decisión le permite presentar: ¿es en verdad más terrorífico que el presente actual, o es un mundo de blancos y negros el que nos llevará a la verdad, que no es otra que la aceptación de nuestra realidad?

¿Cuál es la realidad, si es posible definir una única?

La obsesión de Cronenberg, o las múltiples capas de Crímenes del Futuro

Promocionalmente, Crímenes del Futuro se vende como “la cirugía es el nuevo sexo”. Está bien. Es una línea de diálogo del film, que puede verse perfectamente representada en varias escenas: que nos emplazaría, sin estar errados, en un mundo en el que la falta de dolor físico ha derivado también en falta de placer, sexual pero también intelectual; a un mundo en el que para escapar del miedo sólo hay dos opciones: lesionarse conscientemente, o liberarse mentalmente al observar cómo lo hacen otros.

Pero Cronenberg va mucho más allá. Su declaración aparece proyectada en un aparato de televisión tan antiguo como su obsesión: “body is reality”. Nuestro cuerpo es el centro de nuestra realidad y, por tanto, de nuestra verdad. Nuestro cuerpo filtra la percepción del mundo, pero también es su catalizador. Si las máquinas evolucionan para tratar de adaptarse al máximo a las necesidades humanas, tanto que se asemejan a los tejidos del propio cuerpo de su propietario… ¿por qué el cuerpo humano no puede verse preparado ya para aceptar la integración de la tecnología que le rodea? ¿Qué hay de malo en ello? ¿Cómo reaccionaremos cuando eso (irremediablemente) nos ocurra de verdad?

El cuerpo de Saúl (un Viggo Mortensen imponente) desarrolla nuevos órganos. Sabemos que no es un caso aislado, porque incluso existe una oficina de registro nacional para catalogarlos (todo Terry Gilliam viene a nuestra mente en cuando nos damos cuenta de la absurdidad de que la lleven dos burócratas pseudo-uniformados, tan tímidos como freaks, desde un lugar secreto).

Nuevos órganos sin funciones específicas. ¿O sí?

Crímenes del futuro

Saúl decide enfrentarse a esa mutación, a su miedo a sí mismo por ser diferente, explotando su negación en forma de arte (clandestino). Para Saúl, cada vez es más insoportable la incomodidad de esa rareza. Para su público, esa rareza es la que le da sentido a su aburrida existencia.

Espectadores anónimos de una nueva realidad que les atemoriza y les atrae a partes iguales… el arte como vehículo único para sentirse vivo en esta sociedad. Como parece mofarse el propio Cronenberg: el arte va más allá de la reflexión filosófica en un mundo que necesita dolor.

Porque sentirse vivo es padecer.

El dolor es nuestra fuente de diferenciación con respecto a las máquinas. Al menos, por ahora. Y, sin embargo, el hombre interactúa con la máquina con una fisicidad incluso mayor que con otro ser humano. Se siente más seguro en sus “manos”…. Esta reflexión nos lleva al por qué Cronenberg decide mostrar que las instituciones quieren mantener en secreto que los hombres comienzan a mutar. A evolucionar. A desligarse de sus congéneres para adentrarse en una futura relación simbiótica mucho más placentera.

El cambio provoca miedo, y Cronenberg denuncia a un hombre que se mutila porque tiene miedo a descubrir quién es, sin decantarse en si el futuro del ser humano es mejor o peor para la raza en general si continuamos comportándonos como lo hacemos ahora (recordemos el uso del blanco y negro final citado anteriormente). En cualquier caso, es interesante la propuesta intermedia: si nuestros cuerpos están corruptos, nuestra realidad también. Si interaccionamos son esos nuevos órganos (a través de los tatuajes, por ejemplo), los corrompemos. Podría decirse que Cronenberg quiere mostrarnos que cuando el exterior influye en el interior, la belleza se quebranta. Esto es: cuando la razón y el miedo influye en la inocencia y el amor, el resultado puede ser catastrófico. Aceptarse es el primer paso para dejar fluir la evolución hacia la que nos dirigimos. Sea esta cual sea.

Llenos de gracia, de Roberto Bueso