Amsterdam, de David O. Russell

Escoger o necesitar. La agridulce reflexión de Amsterdam

Siempre llegarás a alguna parte si caminas lo suficiente.

Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 1951)

AmsterdamNecesitar compañía vs. escoger un amor. Necesitar un guía vs. escoger un representante. Necesitar el individual anonimato otorgado por una comunidad, vs. escoger al partido que defiende tus ideales. Parece imposible no pensar que a David O. Russell se le antojó explicar el desconocido episodio de la Historia Americana (apartar del poder al Presidente Roosevelt por parte de poderosos empresarios) comparando la necesidad de poder con la necesidad de amar, de sentirse querido… Pero necesidad va en contra de libre albedrío, y ser consciente de ello es lo que nos permite tomar las decisiones adecuadas. Al fin y al cabo, la vida se trata de eso: de decidir ser tú mismo, o dejarte llevar. Y el guionista y director tiene muy clara su recomendación… no en vano hace repetir a sus personajes una reflexión personal que los acompaña desde el inicio de la historia: si se está con alguien por haberle escogido, o por necesitarle.  

Casarse (o separarse) de alguien. Casarse o separarse de una ideología.

La recomendación de Russell es tan evidente que decide rodearse de los mejores para sostenerla frente al espectador construyendo una comedia a caballo entre el absurdo y la fina ironía. Porque parece tan obvia la respuesta que solo puede presentarse así, riéndose de la duda planteada. Así que escribe, por primera vez junto a su querido Christian Bale, una amistad tan sólida y decidida que consigue provocar envidia. Una amistad capaz de mantenerse en el tiempo, porque está basada en el respeto y la confianza, en uno mismo y los demás. Y la construye con personajes definidos (y ejecutados, todos ellos) con maestría. El que menos luce es el abogado interpretado por John David Washington (quizá por ser el que debe mantener la cordura del trío, quizá porque las dotes interpretativas del actor dejan mucho que desear), pero Margot Robbie entiende perfectamente el personaje y cómo llevarlo ante la cámara, y Christian Bale, aunque ya lo esperábamos, en verdad traspasa sus propios límites sintiéndose muy cómodo en la piel de un médico freak que personifica rayano a la locura, exagerando sus neuras, y consiguiendo el perfecto equilibrio entre provocar la sonrisa y empatía y sacarte del film por inverosimilitud (cosa que, en el caso de la que suscribe este texto no ocurre en ningún momento).

Amsterdam

Eso sí, si algo demanda Amsterdam es dejarse arrastrar por su frágil locura. En algún momento nos hace pensar (otra vez, seguramente por la adoración hacia el film de la que esto escribe) en una Top Secret (íd., 1984) sublimada hacia una perfección conseguida gracias a la experimentación. Porque Russell no se queda en la comedia negra sino que mezcla continuamente los géneros (misterio, espías, acción), dando sentido al inesperado clímax final que recoge el verdadero acometido de su propuesta. Y pese a que hay gaps de guion bastante notables (a nivel de conexiones “casuales”, de profundidad en alguno de sus pasajes o en alguno de sus secundarios), hay que reconocer que Amsterdam se disfruta porque nos arrastra a empatizar. Con líneas de guion que se retoman continuamente para dejar clara la espiral en la que se encuentran los protagonistas (reflejo de la espiral política a la que se enfrentaba el Mundo); con situaciones extremas que desembocan, como lo fue la realidad del momento, en una espiral de imposibles coincidencias; con una puesta en escena que nos traslada a unos años 10, 20 y 30 idealizados; con planos que están calculados para permitir seguir la acción principal y la que sucede al fondo…  

Algunos se quejarán, quizá con razón, de que Amsterdam adolece de un pequeño pero sostenido error de tempo: cada escena, sobre todo durante la primera hora de metraje, parece iniciarse un segundo demasiado tarde. Un segundo que deja entrever la preparación del actor para afrontar la escena, mostrando una entretela, digamos, teatral, que lastra la experiencia audiovisual, el ritmo cinematográfico. Pero, ¿es error de montaje? Parece muy dudoso. ¿Es error de dirección de actores, o de dirección escénica? Parece más bien imposible. La coreografía escénica y de guion se antoja al servicio de esos pequeños y casi imperceptibles trompicones, precisamente por la decisión del director que comentaba al inicio: el simple hecho de tener que reflexionar sobre necesidad o capacidad de elección es tan absurdo que debe ser recogido también en la forma de explicarlo, más allá del género del film, más allá de la disparatada historia inventada alrededor del hecho verídico: existen personas que pueden destruir la carrera de una persona, y la vida de millones, en pro de su propio beneficio. Seamos conscientes y luchemos contra ello, de la mejor forma que sabemos hacerlo: denunciándolo con una sonrisa.

El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro. El murmullo, de Jennifer Kent