Resulta evidente que la influencia de H.P. Lovecraft se desliza de una u otra forma en todos los relatos que componen El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro. Ya sea como adaptaciones directas de sus cuentos (estas son precisamente las menos satisfactorias del conjunto) o a través de personales visiones inspiradas en el universo creado por el escritor de Providence, lo cierto es que los tentáculos del horror cósmico abrazan con fuerza todos los títulos que forman esta antología de terror concebida, no en vano, por un cineasta cuya obra está impregnada por la esencia del creador de Cthulhu. Así, La visita, el explosivo capítulo cocinado a fuego lento en un caldo lisérgico por el iconoclasta Panos Cosmatos, toma el imaginario lovecraftiano y lo sumerge en una marmita de drogas y neones para registrar un viaje alucinante hacia las montañas de la locura que culmina con el advenimiento de una deidad alienígena extradimensional. El director de Beyond the Black Rainbow (2010) y Mandy (2018), como viene siendo habitual en su cine, reduce al máximo los elementos narrativos para conformar así un relato de carácter minimalista, cuya sencillez argumental es utilizada en beneficio de su predilección por una experimentación formalista que deriva hacia la abstracción más pura. De esta forma, La visita nos introduce lentamente en un ambiente progresivamente alucinado a través de un crescendo tan imperceptible que resulta asfixiante. Estoy seguro de que este será el capítulo que cause más enfado entre aquellos suscriptores de Netflix con mayor tendencia a manifestar su indignación en redes sociales.
Por otra parte, La visita admite una lectura metalingüística en la que el capítulo puede interpretarse como una plasmación del sacrificio creativo que conlleva la concepción de una película de terror. No desecho que este argumento sea únicamente un delirio derivado de mi necesidad de intelectualizar este extraño objeto fílmico que me ha volado la cabeza, pero ahí va eso: Tenemos a un demiurgo, el personaje interpretado por Peter Weller (cuya caracterización, seguramente por autosugestión, me remitía de manera constante a John Carpenter, sin bigote eso sí), que reúne a un grupo de profesionales (un escritor, un músico, una científica y un experto en fenómenos paranormales, para justificar mi absurda tesis de crítico flipado estos dos últimos serían las respectivas representaciones metafóricas del director de fotografía y el técnico de efectos especiales) con el fin de enseñarles algo inaudito (en este caso el meteorito sería, claro está, la genial idea propuesta por el cineasta) que finalmente terminará convirtiéndose, gracias al esfuerzo conjunto y a unas cuantas bajas durante el durísimo rodaje, en esa obra maestra definitiva destinada a revolucionar el género (ese ser primordial que recicla la carne de Weller para corporeizarse simboliza la fusión perfecta entre obra y director). Estamos, por tanto, ante una película de autor.