Querríamos saber más de ese padre, del padre de James Gray, ese padre que le dejó marcado de por vida y que reaparece en su filmografía, asfixiándole, condicionándole. Es ese padre en forma de tío que llevaba por el mal camino a Leo en La otra cara del crimen (The Yards, 2000), el padre cuya autoridad desafiaba Bobby en La noche es nuestra (We Own the Night, 2007) y ese padre delirante, fascista, al que Roy busca en los confines del universo conocido (Ad Astra, 2019). Pero, sobre todo, es el padre castrador (aquí junto a la madre) que asfixia a un hijo depresivo en Two Lovers (2008) y el padre desconcertado, errático entre la broma y la ira, que tutela, con torpeza, al jovencito Paul Graff en Armageddon Time, la última obra de Gray. Y me refiere directamente a este personaje porque tras la elaboración de diversos padres putativos para los protagonistas de la mayor parte de su filmografía parece que en esta ocasión Gray se ha quedado corto, muy corto, en su dibujo, limitándose a unos trazos insuficientes que esbozan un personaje que se sabe, él también, insuficiente.
Y es que Armageddon Time parece/padece una situación argumental no resuelta. Una obra que se plantea una denuncia de la inequidad educativa en los Estados Unidos de los 70 se queda a medio camino. La película no tiene, ni de lejos, la fuerza de otras obras que han contemplado la infancia en el contexto académico por no optar por un camino claro. La escuela pública no es un lugar recomendable ni puede enfrentarse a la privada con éxito, dada la incapacidad del profesorado (encarnado en un único y maniqueo personaje) o la presencia de pequeños gamberros en el aula. Por otro lado, los colegios de lujo, como al que Paul y su hermano son enviados, financiados por la familia de Trump y otras semejantes, promueven el clasismo, el racismo y la ambición competitiva (Jessica Chastain nos lo deja claro en una aparición breve que devora la pantalla). Es encomiable la voluntad de Gray de evitar un dibujo de trazos gruesos pero el mensaje es difuso. Si, entendemos lo que nos quiere decir, que la política liberal infrafinanció la educación pública mientras la derecha tenía carta blanca para modelar a los suyos. Pero eso aparece en escena como de soslayo.
Y en cuanto al papel de la familia, de nuevo, idas y vueltas. Un porro hace que una madre tolerante y voluntariosa, defensora de la causa educativa pública, decida súbitamente que las tonterías de su hijo se curarán en la privada. Un porro hace que un padre sonriente se revele un maltratador que castiga físicamente al hijo que va por mal camino. Un porro hace que Hannibal Lecter (perdón, Anthony Hopkins en uno de aquellos secundarios tan jugosos para los grandes veteranos) deje a un lado la bondadosa figura del abuelo para alinearse, él también, con el colegio privado. El hilo argumental se retuerce sobre sí mismo y el espectador se queda sin referentes, coincidiendo en ello con el pequeño Graff.
Y, al fin y al cabo, no todo irá bien en la privada. Por encima de la familia y la escuela, Paul se debe a su amigo y a sus ilusiones y se embarca en un proyecto con escasas luces y magro porvenir. Al final, el pequeño se verá en un aprieto del que es salvado in extremis por la intervención del azar (y de aquellos contactos, aquellos enchufes, que en ocasiones son tan útiles en la vida), sin que ninguna de las dos instituciones haya sido relevante para su absolución y dejando en el aire la valoración que el director pueda hacer sobre ambas.
Armageddon Time, aun con sus referencias a la era Reagan y al ultraliberismo, se queda en una historia anecdótica de visionado tan amable como poco relevante pero nos deja con varios interrogantes. Sabiendo que Gray considera que como artista su obligación es plantear dudas, ahí van las que su última obra me ha dejado en el aire.
En primer lugar, como inicialmente comentamos, sería muy interesante saber qué fue de aquel lampista con complejo de inferioridad, casado con una mujer cuya familia judía de clase media le hacía sentirse mal al mirarle por encima del hombro. Tal vez el auténtico interés de la historia está oculto y es, en realidad, el punto de vista desde el cual la película adquiere un sentido mucho más trágico. El auténtico drama no sería el del pequeño Paul Graff sino el de su padre. Irving Graff (excelente Jeremy Strong) es un blue collar supeditado a la superioridad de su familia política y que padece un conflicto interno cuando debe escoger la vía por la que sus hijos lleguen dónde él no pudo, aunque sea una ruta en la que solo finge creer.
En segundo lugar, el papel real del abuelo. Ese judío arquetípico, hijo de fugitivos del terror nazi, que estimula al nieto con ilusiones pero se las arrebata más adelante. Ese anciano aparentemente satisfecho con su rol que le recuerda que se enfrente siempre a los bastardos, a los clasistas, a los racistas. Pero, si él consiente en inscribir a sus nietos a una privada, ¿quiénes son los bastardos?
Y, finalmente, no puedo evitarme una pregunta con mala leche. Buena o mala filmografía, ¿de quién es el mérito? ¿Del propio James Gray o de las escuelas privadas a la que asistió?