Era muy improbable que esta edición del Festival Internacional de Cine Europeo de Sevilla pudiera repetir el extraordinario nivel que alcanzó la precedente. Primero porque lo extraordinario es, por definición, poco habitual. Segundo porque la tónica de la temporada festivalera apuntaba, y lo sigue haciendo, a un año más bien discreto. Pero la jerarquía del SEFF en el panorama nacional es demasiado alta y su criterio programador demasiado atinado como para no encontrar suficientes títulos estimulantes que justifiquen, otro año más, tanto la siempre agradecida visita a la capital andaluza como estas líneas en las que a continuación abundaremos en aquellas obras que más hemos disfrutado. Entre éstas ha predominado de manera muy clara la temática materno y paternofilial, parentalidades dolientes y traumáticas, por acción u omisión, limitadas a un espacio íntimo o que denotan problemáticas sociales. Empezando por Aftersun, feliz ganadora de la sección Las Nuevas Olas, la película más seductora para este cronista de todas las vistas en Sevilla.
¿Cómo moldea nuestra infancia lo que somos en la vida adulta? Algo así parece preguntarse Charlotte Wells en este brillante debut que desgrana las vacaciones que pasan en Turquía un padre separado y su hija preadolescente a mediados de los años 90. Es un momento de conexión, expansión y descubrimiento, pero pronto intuimos que algo no funciona, particularmente en el padre, que parece sufrir algún trauma o depresión, que no parece capaz de ejercer su rol apropiadamente. La cámara de Wells a menudo se aproxima de forma esquiva y oblicua a las escenas para ir deslizando elegantemente la imagen hasta su centro de atención, y explora desde un registro muy íntimo, con delicadeza, misterio y capacidad de sugerencia, las evoluciones de sus personajes, con un excelente manejo del punto de vista, que recae principalmente en la chica. En su caso nos encontramos ante una clásica historia de maduración, de descubrimiento de ciertos aspectos de la sexualidad, mientras que un velo de angustia cubre la psique del padre, de quien sólo sabemos que quiere huir de su infancia, de sus recuerdos y de los espacios que la transitaron. En el tramo inicial del metraje ya asistimos a un extraordinario plano que expone muchas de las virtudes de la película, una escena nocturna en la habitación del hotel donde se hospedan, en la cual la cámara nos muestra en primer término a la niña durmiendo para pasar suavemente a la figura de su padre, en la terraza, como si le estuviéramos espiando, siempre con la pesada respiración de la cría como acompañamiento sonoro. Y sin apenas información, sin ningún gesto definido, podemos sentir que este hombre podría saltar al vacío en cualquier momento. Esta inusual sensibilidad está presente en todo el metraje, así como una ambición narrativa que se puede comprobar en el afortunado uso de diferentes soportes que generan una dimensión especular en el relato (las grabaciones con la videocámara, incluso la Polaroid). Porque lo que sucede en este viaje reverbera en su futuro y en su pasado. El transcurrir del film nos descubre el motor evocador de esa experiencia, la niña ya convertida en adulta que revisa unas viejas grabaciones de vídeo, seguramente a resultas de su propia reciente maternidad (a decir de los lloros que oímos fuera de campo), lo que sirve de espoleta a su memoria, a la narración, y que introduce el sesgo subjetivo en las imágenes que vemos. Pero igualmente nos va dejando pistas sobre algún trauma del pasado que su padre llevaría a cuestas desde mucho tiempo atrás, que parece a punto de estallar en esas vacaciones y en el que podemos intuir la dolorosa herencia de la relación en su infancia con sus propios padres, quién sabe, quizás represores de su sexualidad (valga esta elucubración como mera hipótesis de trabajo). Parentalidades por triplicado, de hecho. Esta loable y esencialmente exitosa ambición narrativa también hace perder un poco de pie a la película en la secuencia final, donde Wells construye un montaje bajo el paraguas del Under Pressure de Queen (y Bowie) que resulta un poco aparatoso y efectista, aunque totalmente significante, un «último baile» para sugerir el inminente destino que ya sólo podremos imaginar para el personaje del padre.
Ganadora no menos feliz de la sección hermana, Las Nuevas Olas No Ficción, Viagem ao Sol nos transportaba por su parte a un pasado muy real y muy lacerante de parentalidades prestadas. La filmografía de Susana de Sousa Dias se va conformando como un obsesivo atestado de la dictadura de Salazar a través de materiales de archivo gráfico. Y en esta ocasión, firmando la dirección a cuatro manos junto a Ansgar Schäefer, productor de algunas de sus obras más volcadas sobre dicha temática, se ha acercado a la fascinante historia de un contingente de niños austriacos que pasaron una temporada acogidos en Portugal para aliviar sus penurias en la posguerra europea. Las voces en off que relatan los recuerdos de aquella aventura se superponen a fotografías y filmaciones de la época, algunas con los propios críos de protagonistas, un material de deconstruido con el uso de la cámara lenta, del recorte y el aumento, que nos sumerge en las texturas, en los gestos, en las miradas, creando un vínculo íntimo con estas imágenes. Es curioso el camino de ida y vuelta que, a la vez que sus protagonistas, emprende la película. De esas historias individuales, epopeyas singulares, pasamos al reflejo de un momento muy determinado de la nación portuguesa. Es evidente que son las capas pudientes quienes acogen principalmente a estos niños, pero ello no es óbice para que sus diferentes circunstancias y experiencias dejen en evidencia las brutales desigualdades económicas y sociales de Portugal, la fractura clasista bendecida por un régimen, el de Salazar, que ofrece un paternalismo engañoso. Nos movemos así en las coordenadas favoritas de Sousa Dias, pero las trasciende al no abandonar en ningún momento a sus personajes, su periplo, regresar siempre a la dimensión individual y humana. Hay algo tremendamente brutal en la experiencia de estos jóvenes. Es evidente que transplantar con retorno seres en diferentes realidades, jugar con roles familiares, abona un terreno fértil para la tragedia. ¿Cómo se hacen y deshacen vínculos paterno y maternofiliales impunemente? Las limitaciones que se autoimpone la película, el recurso a mero testimonio, sin mayores aditamentos, nos permite adentrarnos, empatizar con sus protagonistas y digerir unos relatos a veces terribles, pero igualmente bellos por la profundidad humana que reflejan.
También hay parentalidades cambiantes en Return to Seoul, un film transido por la herida que sufre su protagonista, una joven de origen coreano adoptada por franceses y que ha llegado a Seúl con la esperanza quizás no del todo consciente de reencontrar a sus padres biológicos. Nunca llegamos a ver a sus padres de adopción, una forma de enfatizar por omisión la sima abierta con ellos, nunca explícita pero evidente, quizás el simple resultado de mirarse al espejo y verse diferente (y que podría ser magnificado en un contexto social racista), de abrirse a abismos existenciales y dejarse caer en el síndrome del abandono. Es evidente que esta joven no puede cultivar relaciones afectivas de una mínima profundidad y que va camino de cierta misantropía, hasta el punto de acabar trabajando en el comercio armamentístico. Su director Davy Chou parece querer llevarnos por momentos hacia la comedia juvenil, hacia la excentricidad captada en rápidos movimientos de cámara, y sin embargo se termina imponiendo una mirada paciente y reposada sobre sus conflictos. Porque el film nunca tiene miedo a detenerse en una situación, en una escena, en un plano, en un silencio. Y en particular, porque su protagonista nunca termina de encontrar el modo de cicatrizar su herida, es un personaje que parece condenado a la soledad y la melancolía. Chou juega así a dos bandas estilísticas, pero nunca abandona a sus personajes, su cercanía visual, unas emociones que pueden estallar en pantalla. Como lo hace por ejemplo, y de manera brillante, en ese reencuentro resuelto en un plano fijo sin profundidad de campo sobre el perfil de la protagonista, sentada, mientras en segundo término comienza a definirse vagamente la figura de su progenitora según se va acercando a ella. Pero estamos lejos de registros peliculeros, de catarsis-remedio, más bien ante una narración donde se van sedimentando las emociones con el transcurrir de los años.
Un sentimiento de orfandad análogo, pero en términos netamente culturales, se dejaba ver en varios títulos donde el problema no era la ausencia de los padres biológicos, sino el sentimiento de no pertenencia que puede resultar de la emigración y que afecta decisivamente a las relaciones de parentalidad. Anidaba en las jóvenes protagonistas de padres kurdos asentadas en Viena que protagonizaban la irregular Sonne. Y también en los personajes de origen senegalés y residentes en Francia de la atinada ganadora de la sección oficial del SEFF, Saint Omer. Alice Diop propone en este film una relación especular entre Coly, una mujer acusada de infanticidio, y Rama, una profesora y escritora que asiste a su juicio con la aparente intención de documentarse para una obra futura. ¿Qué ha llevado a Coly a matar a su bebé? La narración prefiere ofrecer pistas a certezas, pero la tendencia del personaje a la fantasía es tan clara como la obsesión de su propia madre por una educación, por un ideal de modales y expresión que le facilitase la vida en la metrópoli. En suma, una neurosis cultivada que puede explicar la relación con un hombre blanco mucho mayor que ella y supuesto padre del hijo, seguramente origen de infinitas contradicciones emocionales. Pero el punto de vista pertenece a Rama, la versión «sana» de Coly que diserta en sus clases sobre Marguerite Duras mientras rechaza en alguna medida su propia herencia familiar (que nos llega en flashbacks con estética videográfica), también embarazada pero quizás demasiado asustada del proceso de integración de esa inminente tercera generación como para darle la noticia al padre… que también pasa por ser blanco. Personajes incapaces de navegar con naturalidad el proceso de asimilación sociocultural (probablemente porque es casi imposible), que sienten la necesidad instintiva de renunciar, de seccionar ligaduras, para darse las mejores opciones de éxito en un mundo que les ha transmitido un código muy definido del mismo. Si el discurso del film está muy bien medido, lo más llamativo de la película es el sorprendente control de Diop sobre la imagen, la sobriedad y economía de planos, la renuncia a la menor espectacularización visual y tonal de un género, el drama judicial, cuya unicidad de espacio resulta tentadora al subrayado y al énfasis, a pesar de bordearlo con el rasgo maniqueo del fiscal o el alegato final de la abogada. Pero en su lugar, la cámara descansa atenta sobre los personajes, sin la menor premura por llegar o marcharse, sin ningún acento musical, confiando en la fuerza de su trágico misterio, en la capacidad resonante que un esbozo de sonrisa de entendimiento entre sus dos protagonistas pueda llegar a ofrecer.
Con The Eternal Daughter, como ya sugiere su título, se vuelca de nuevo el centro de gravedad del relato hacia los vástagos, hacia una hija como en Return to Seoul, aunque ya no tan joven. Se diría que en su última obra Joanna Hogg ha afrontado una suerte de versión maternofilial de The Souvenir, en particular de su segunda parte, con todo su aparato metanarrativo. Las obsesiones que allí mostrara la realizadora inglesa regresan a la pantalla bajo un filtro más explícito de historia de fantasmas que transcurre en lo que también podría ser una casa encantada, un espacio extrañado de atmósfera irreal, vaciado de personajes y llenado de sonidos. De hecho el espacio arquitectónico, siempre importante en el cine de Hogg, no había tenido tanto protagonismo en su obra desde la casa donde residía la pareja en disolución en Exhibition. Como si fuera otro contenedor donde dar fe del acto de separación, aquí se trata de un castillo-hotel donde se alojan una madre, que atesora innumerables recuerdos del lugar referidos a su infancia, y su hija, atenta con ella hasta la saturación y cuya labor como directora de cine en busca de inspiración facilita que la identifiquemos como nuevo trasunto de Hogg. Además, en una decisión nada azarosa, ambos personajes están interpretados por la misma actriz, su musa Tilda Swinton. De esta manera, es más sencillo percibir a un personaje como proyección mental del otro. Como también lo sugiere una puesta en escena, tan precisa y medida, siempre haciendo un excelente uso del espacio arquitectónico, que casi nos niega la posibilidad de ver a ambas en el mismo plano, y de hecho el único contacto físico, reflejado en el plano detalle de sus manos, se revela posteriormente como un recuerdo u otra proyección mental ya con otra actriz, la supuesta madre verdadera. Todo ello sirve como fórmula de autoexamen, una forma de conjurar el sentimiento de culpabilidad que nos puede surgir ante quienes nos dejan y por quienes quizás no hemos hecho en vida todo lo que nuestra conciencia nos dicta, también para procesar el dolor por la pérdida, el shock de la ausencia.
En las antípodas del artefacto de Hogg encontramos a uno de esos títulos que la programación del SEFF gusta de rescatar del olvido con el ánimo de aportar su grano de arena en la reescritura de la historia del cine europeo. Se trata de Mistletoes, producida en 1978 y donde la húngara Judit Ember hacía buen uso de sus habilidades documentalistas para acercarse al Cinéma vérité. De hecho, su protagonista Nóra Szabó lo había sido también de un documental previo de Ember, Tantörténet, para centrarse ahora en su vida doméstica según se acerca el nacimiento de su tercer hijo. Es en este preciso momento cuando su pareja plantea su propia necesidad de adquirir un coche, para lo cual tendrían que endeudarse, lo que es recibido por ella con disgusto. Nóra proviene de una saga femenina donde los hombres parecen ausentes, y esta constante presencia femenina tiene continuidad en la siguiente generación, dadas las dos hijas que ya ha tenido. De ahí el deseo de tener un varón «que herede el trono familiar». Rodada con cámara en mano, sin corsés formales, buscando la máxima inmediatez y naturalismo, la escena clave y culminante es su parto por cesárea, que Ember nos muestra en suficiente detalle como para hacernos cargo en alguna medida del sufrimiento y el peso que supone para una mujer la maternidad. Por eso resulta tan clamorosa la última escena del film, esa celebración familiar en la que se profieren deseos para el recién nacido, «felizmente» niño, mientras la madre pasa sutilmente a un segundo plano visual. La maternidad y la mujer emergen así como entes utilitarios subordinados al orden social del momento.