Vidas en vidas en vidas
El impacto que algunas personas dejan en otras, a menudo sin ser invitadas, fue uno de los leitmotivs a indagar en la 67 Seminci. En forma de marcas traumáticas, lecciones morales o simples anécdotas que adornan el mosaico de la vida del ser humano, los cruces de caminos reinaron films que llegaron desde Polonia, España, EE.UU. o Corea del Sur.
En la polaca EO (íd., Jerzy Skolimowski, 2022), la mirada se sitúa sobre un burro que escapa del circo donde, como un Dumbo sin madre que lo proteja, es explotado noche tras noche en favor del espectáculo barato. Tras su huida, el animal va encontrándose con distintos personajes, pueblos y paisajes, ayudándonos a generar nuestra propia radiografía de la Polonia rural. Apenas hay dialogo. El asno protagonista se come la pantalla. Y, así, su director parece querer hacernos la pregunta de si, en efecto, el animal está entrando y saliendo de vidas ajenas, o si es al revés, y son las otras vidas las que irrumpen en la del animal. ¿Es el ser humano el centro de la historia, del cine, del arte, de la literatura? ¿Hay espacio para el relato animalista y contra el especismo? ¿Debería el nuevo cine sentar unas bases diferentes de la narración, y crear historias no desde el guion —racional, estructurado y basado en el lenguaje humano—, sino desde el instinto?
Es lo que parece proponer EO, que está más preocupada por hacernos empatizar con sentimientos —humanos, animales— como la inocencia o el miedo, que por contarnos una historia. Su formato 4:3 —muy presente, por cierto, en la selección de la Seminci este año— quiere al mismo tiempo reflejar la opresión a la que se ve sometido el animal y regodearse en la belleza y la simetría del elemento natural. Con algunos tintes surrealistas y el color rojo como gran fuga de la creatividad del director —las luces de neón parpadeantes de las escenas de circo, el lente teñido de un travelling trepidante a través de un río—, solo la presencia final de la actriz Isabelle Huppert —un tanto innecesaria, pues su gigantesca presencia escénica llega a eclipsar al adorable asno— nos devuelve a la realidad de que estamos ante una película con voluntad comercial y no un film de arte y ensayo.
La mirada en No mires a los ojos (íd., Félix Viscarret, 2022) se sitúa en un Paco León que interpreta a un hombre perdido. Tras una serie de catastróficas coincidencias, acaba encerrado dentro de un armario en una casa ajena y tomando la decisión consciente de no abandonarla, sino quedarse y parasitar, o poseer como un fantasma, el hogar de una familia que no conoce. La vida del personaje se desarrolla en las sombras, como el título de la novela de Juan José Millas en la que se basa el film, y se alimenta y está condicionada por las vidas de los personajes que viven en el plano tangible. Viscarret sabe sacar provecho de la premisa alocada de la novela, a medio camino entre La vida de los otros (Das Leben der Anderen, Florian Henckel von Donnersmarck, 2006) y Mientras duermes (íd., Jaume Balagueró, 2011), y dirige con pulso de thriller una película intimista sobre la necesidad de comunicarnos. La tensión aquí se construye y alimenta sin apenas salir de las paredes de una casa, todo un logro que se apoya en el montaje y en las interpretaciones memorables de Leonor Watling, Àlex Brendemühl y, sobre todo, un Paco León que sabe brillar en un personaje que exuda mediocridad, patetismo y mucha, mucha humanidad.
Si en No mires a los ojos, la irrupción en la vida de los demás se hace desde la clandestinidad, en Vasil (íd., Avelina Prat, 2022) se lleva a cabo a plena luz del día. La película trata la improbable amistad entre un viudo soltero y refunfuñón —interpretado por un Karra Errejalde que recuerda a Jack Nicholson en Mejor… Imposible (As Good as it Gets, James L. Brooks, 1997)— y el inmigrante búlgaro que acoge en su casa y que da nombre a la película. Vasil es en la película un instrumento narrativo más que un personaje, un arquetipo de honor y honestidad que sirve para cambiar el curso de las vidas de los personajes, envueltos en el día a día de la ciudad, y ofrecerles una lección de sencillez y humanidad. Es una feelgood movie, con una trama manida ya vista en propuestas como Un cuento chino (íd., Sebastián Borensztein, 2011), Gran Torino (íd., Clint Eastwood, 2008) o El Havre (íd., Aki Kaurismäki, 2011), aunque tiene elementos propios con los que pretende adquirir cierta personalidad: la importancia del juego y la gastronomía en las vidas de los personajes (las cartas, el ajedrez, las diferencias entre la comida griega y la búlgara) y el valor de la cultura, en especial el oficio de traductor para el entendimiento entre culturas.
La irrupción de un hombre mayor en la vida de una adolescente en EE.UU. es el desencadenante de un lento descenso a los infiernos en la estadounidense Palm Trees and Power Lines (íd., Jamie Dack, 2022). La propuesta, que comienza siendo una historia de enamoramiento prohibido, es al principio un debate entre lo aparentemente inocente de la relación entre ambos, y lo inquietante de la diferencia de edad. Poco a poco, la inquietud va ganando espacio a la ternura y el cuento se convierte en una siniestra pesadilla. En el centro de la película están los límites del consentimiento y el peligro de los abusos de poder en las relaciones entre adultos y jóvenes, todo ello fotografiado a la luz cálida de los atardeceres sureños de EE.UU., donde las palmeras y las líneas eléctricas que dan nombre al film son testigos mudos del horror silencioso.
Por último, la imposibilidad de olvidar la marca que dejan las personas en otras es el centro de la surcoreana Decision to Leave (Heojil kyolshim, Park Chan-wook, 2022), un juego del gato y el ratón entre un policía y la sospechosa de la que se enamora. Mentiras, persecuciones y amor se mezclan en una película laberíntica, caleidoscópica, que sigue la estela de las mejores obras del director, como Oldboy (íd., 2003) o La doncella (Ah-ga-ssi, 2016) y, una vez más, recoge en esencia el guante de lo mejor de Alfred Hitchock: imposible no pensar en el doble engaño de Vértigo (de entre los muertos) (Vertigo, 1958) o en los traumas que atormentaban a Marnie, la ladrona (Marnie, 1964). Reconocida con premios como el de Mejor Dirección en Cannes o Mejor Montaje en esta Seminci, el film tiene algunas de las imágenes más memorables del año y uno de los finales más enigmáticos, sugerentes y poéticos de la filmografía de su director.