Pinocho de Guillermo del Toro, de Guillermo del Toro y Mark Gustafson

Reconciliarse con Pinocho

PinochoDesde que el infame Roberto Benigni abriera la veda en 2002 con su histérica y egocéntrica visión del relato iniciático del muñeco de madera que soñaba con ser niño hasta el hipertrofiado, innecesario e inevitable remake en acción real del clásico animado de Disney facturado por Robert Zemeckis que se ha estrenado este mismo año, pasando por el feísmo oscurantista de la aburrida versión de Matteo Garrone y un puñado de películas de animación justamente olvidadas, en lo que llevamos de siglo XXI se han sucedido un buen número de adaptaciones cinematográficas fallidas del cuento original de Carlo Collodi publicado por entregas entre 1881 y 1883 en el semanario infantil Giornale per i bambini.  Mi contacto inicial con la obra de Collodi, imagino que como el de la mayoría, fue a través de la magnífica Pinocho (Pinocchio, Ben Sharpsteen, Hamilton Luske, 1940), que pese a ofrecer una visión dulcificada del relato original es un film en el que subyace una elevada dosis de mal rollo capaz de traumatizar a varias generaciones de infantes alrededor del mundo. El visionado del segundo largometraje animado de Disney fue una experiencia aterradora y fascinante que me hizo intuir la crueldad del siniestro relato que se escondía bajo las canciones y el afable dibujo redondeado de la factoría Disney. Inconscientemente, este shock inicial me ha hecho desarrollar con el tiempo un rechazo absolutamente irracional que no solo me incapacita para profesar la más mínima empatía hacia los personajes creados por Collodi sino que, por alguna extraña razón, me genera un sentimiento de incomodidad próximo al malestar físico cuando me enfrento al visionado de cualquier versión de Pinocho. De esta forma, no puedo evitar observar en la inocencia del niño de madera el lado más estúpido, egoísta y repelente de la infancia. Parece ser que el escritor florentino era poco amigo de los niños. Sin duda, esta ojeriza hacia los más pequeños explica mucho sobre la irritante personalidad que decidió otorgar a su creación más celebre. El personaje de Pinocho funciona, por tanto, como una representación exaltada de los defectos de la niñez donde el autor vuelca su profunda aversión por la infancia. Asimismo, me ocurre que no puedo dejar de ver a Geppetto como una suerte de mad doctor obsesionado por crear una vida artificial que subsane sus enormes carencias afectivas. En este sentido, mi imagen del ebanista italiano se aproxima más al demiurgo resentido concebido por Bill Willingham en las viñetas del cómic Fábulas (Fables, 2002-2015) que al icónico anciano bonachón de la película de Disney. Como podrá inferir el lector, la idea de otra adaptación de Pinocho, incluso viniendo de la mano de un cineasta por cuya obra siento tanta devoción como es Guillermo del Toro, no me entusiasmaba demasiado.

Pinocho

Resulta incuestionable que el director de La forma del agua (The Shape of Water, 2017) es uno de los más grandes apologetas de la otredad que ha dado el cine fantástico de las últimas décadas. Su identificación personal con el ser diferente, arraigada desde temprana edad por su fascinación hacia los monstruos e incrementada a lo largo de los años por su condición de mexicano en Hollywood, le ha convertido en un cineasta con una sensibilidad asombrosa para retratar lo extraño desde una mirada que refleja la humanidad oculta tras lo aparentemente monstruoso. Asimismo, posee una enorme capacidad para concebir mundos fantásticos donde la realidad más terrible se conjuga con lo poético obteniendo una inquietante fusión entre lo bello y lo siniestro. De esta manera, su personal recreación de Pinocho se ve muy beneficiada por estos elementos y consigue reconciliar al que esto escribe con la obra de Collodi. El diseño de producción de la película y el aspecto artesanal de la stop-motion aporta una riqueza imaginativa tanto a los escenarios como a las criaturas que se aleja del canon impuesto por Disney para conseguir unos personajes que brillan con luz propia. Especialmente destacable es el sencillo, aunque efectivo diseño de Pinocho. Se trata de una marioneta hecha a mazazos por un Geppetto borracho y furioso por la frustración que le produce la pérdida de su hijo y como tal es imperfecta y muy básica. Sin embargo, la presencia de este títere desvencijado se torna más carismática conforme va evolucionando el arco del personaje. Su primera aparición nos lo muestra como una especie de desgarbado arácnido de madera que se mueve entre las sombras debido al todavía escaso control que posee sobre sus sus extremidades para ir adquiriendo cada vez más ternura mediante una progresión imperceptible pero que recala en el afecto del espectador.

Del Toro respeta la estructura y el espíritu del relato original, pero establece algunas variaciones muy significativas que evitan la reiteración en la que incidían las versiones cinematográficas citadas anteriormente y consigue eludir esa sensación de bucle infinito para redescubrirnos una historia que ya nos había sido contada en innumerables ocasiones. Uno de los cambios fundamentales que introduce Del Toro es que elimina el contexto decimonónico de la obra original para situarla en la Italia de la Segunda Guerra Mundial. De esta forma, el director de El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006) aprovecha para arremeter contra el régimen fascista, como ya hiciera en sus títulos hispano-mexicanos con el franquismo, representándolo como una peligrosa y real manifestación del mal que fundamenta su poder en la ignorancia y el odio.

Pinocho

No sería justo obviar la esencial labor de Mark Gustafson, codirector de la película y responsable de trasladar con un meticuloso detallismo las propuestas estéticas de Del Toro al exigente lenguaje de la animación frame to frame con excelentes resultados. Pinocho de Guillermo del Toro se incorpora de forma coherente al corpus de su autor a la vez que experimenta con la stop-motion obteniendo un film en el que convergen lo anacrónico y lo vanguardista para reformular algunos temas universales como son la importancia que tiene el valor de mantenerse fiel a uno mismo frente al sistema establecido, lo inexorable que resulta la pérdida de los seres queridos y la dificultad que entrañan las relaciones paterno-filiales.

Armageddon Time, de James Gray