Succession

SuccessionDespués de cuatro gloriosas temporadas, Succession ha llegado a su fin. La familia Roy se despide de las pantallas de HBO con una temporada final que ha dado mucho que hablar y que incluye capítulos que quedarán en la retina de los fans como algunos de los minutos más memorables de la historia de la televisión.

Jesse Armstrong ha construido una historia profundamente trágica de personajes rotos disfrazada de pomposo melodrama familiar en el mundo empresarial. Cualquiera que vea un capítulo fuera de contexto, entenderá Succession como una sátira sobre el poder en estados unidos, con personajes antipáticos y malhablados y un humor que juega con la vergüenza ajena al más puro estilo The Office. El mérito de la producción de HBO es que el espectador fiel consiga tomar partido en las disputas caprichosas de estos mismos personajes antipáticos y malhablados, entendiendo sus ambiciones y frustraciones y queriendo, en muchos casos, que les vaya bien, a pesar de representar de forma evidente el estrato más bochornoso de la sociedad norteamericana. Para conseguir este efecto, la serie sobresale en todos los aspectos de la producción. La dirección en formato falso documental, sin flashbacks (liderada, en sus mejores momentos, por el realizador Mark Mylod) favorece el sentimiento voyeurístico del que se cuela en una fiesta a la que no está invitado. El espectador se siente como una mosca ocupando un punto de vista privilegiado en yates y salas de reuniones. Además, sirve una segunda función: la de no tener escapatoria de la habitación donde sucede todo. Este formato, con zooms agresivos y movimientos bruscos de cámara, hace escalar la tensión y la incomodidad de las escenas más cruciales hasta niveles insospechados y te hace querer devolver el regalo envenenado que supone poder presenciar la escena en cuestión. El espectador entiende lo que viven los personajes: para mantener el poder se deben hacer cosas terribles y uno no puede evitar enfrentarse a situaciones desagradables si está dispuesto a pagar el precio.

Succession

El medidísimo guion de la serie, le otorga una evidente escala Shakespeariana. Se ha comentado mucho la relación de la trama de Succession con obras del bardo de Avon (especialmente con El rey Lear) y su teatralidad es debida a que cede toda su carga dramática a los personajes (y a sus respectivas interpretaciones). En esta última temporada, todos los halagos se han dirigido (justificadamente) a las actuaciones de Sarah Snook (Shiv Roy), Kieran Culkin (Roman Roy) y Matthew Macfadyen (Tom Wambsgans). Los tres intérpretes son excelentes a lo largo de las cuatro temporadas, pero durante gran parte de la serie han estado a la sombra de dos titanes como Brian Cox (encarnando al patriarca Logan Roy) y Jeremy Strong. El último, en particular, ha construido en Kendall Roy uno de los personajes más trágicos vistos en la televisión americana. La escala dramática del personaje y su arco están a la altura de leyendas como Tony Soprano o Walter White porque desde el primer momento queda claro cual es su rol y sus intentos vacuos por ser otra cosa resultan patéticos a la par que dolorosos de ver. Succession es una serie coral, y cada espectador encuentra en su amplio reparto sus filias y sus fobias, siendo siempre consciente de que su apoyo va dirigido al que, bajo su prisma, tiene potencial de ser el “menos malo”, porque la serie no se esconde en plasmar a toda la familia como sabandijas del poder sin ningún tipo de brújula moral. Todos los personajes principales (particularmente los tres hermanos Roy) resultan irredimibles porque encarnan el mito de Ícaro: Todos quieren ascender (políticamente, en la empresa de su padre…) porque siempre se han sentido por encima de los demás, pero no saben volar sin tocar el sol y quemarse. Los tres hermanos pretenden durante toda la serie aprovechar la ventaja que supone ser hijos de Logan Roy, pero no tienen las habilidades para prosperar por cualquier vía que no sea el nepotismo. Por eso, su única estrategia es menospreciar y traicionar a todo aquel que tiene cerca. Aquí se construye la tragedia del personaje de Kendall, un ser atormentado por la figura de su padre, a quien desprecia, pero que no puede evitar aspirar a convertirse en él.

El universo empresarial en el que se desarrolla la serie actúa, en muchos casos, como reticencia para algunos espectadores en el momento de enfrentarse a ella, pero la ficción creada por Jesse Armstrong utiliza este contexto desconocido y despreciado por el gran público a su favor. Del mismo modo que pasaba con el fenómeno Juego de tronos, el mundo de los personajes resulta inhóspito y morboso para el público —en este caso los dragones son limusinas y las batallas a caballo se vuelven reuniones de juntas—, pero las tramas, los conflictos y las emociones de los personajes son universales y cualquiera se puede sentir identificado con temas como la traición, la ambición o la familia: pilares temáticos de la serie. Además, esta exuda una crítica voraz al poder en los Estados Unidos —no sorprende que Adam McKay esté en la producción—. El imperio de los Roy es una versión ficcionalizada del imperio mediático de los Murdoch y este punto de partida sirve para elaborar un mensaje político: no importa quien esté sentado en la Casa Blanca porque el poder en el siglo XXI lo tienen los grandes medios de comunicación, y estos, están en manos de unos pocos millonarios con sus intereses y caprichos personales. En este caso, podemos agradecer a Jesse Armstrong que estos millonarios caprichosos sean los personajes carismáticos que nos han hecho sentarnos al filo del sofá durante cuatro temporadas.