Il paradiso dei cinefili, como reza el nombre de uno de los bloques en los que se organiza la programación de Il Cinema Ritrovato, es la definición más precisa que puede aplicarse a este festival de cine que anualmente se celebra en Bolonia. El lugar no es azaroso, porque la capital de Emilia-Romaña, la ilustre ciudad universitaria con el segundo casco urbano medieval más grande de Europa, es un epicentro mundial de la restauración cinematográfica a través del trabajo de la Cineteca di Bologna y L’Immagine Ritrovata. De manera que este festival supone en parte una forma de dar notoriedad a esa labor y visibilidad a los frutos de la misma, proponiendo una exposición pública que cumple el sentido último de este trabajo: entregar esta herencia cultural y artística, parte de nuestra memoria colectiva, a sus destinatarios naturales, los espectadores, para que estas imágenes puedan redescubrirse y seguir vivas. Y sirve además como punto de encuentro de profesionales del ramo llegados de muy diferentes lugares del mundo.
Pero no sólo de restauraciones vive Il Cinema Ritrovato, cuya variada programación nos lleva a través del tiempo y el espacio, de la historia del cine a lo largo y ancho de varios continentes, con retrospectivas individuales, temáticas o cronológicas, curadas con atinado criterio. Es un evento que ha madurado y profesionalizado su labor. Todavía recuerdo en mi primera experiencia boloñesa el aterrador uso de la traducción simultánea en inglés para numerosos títulos, o la recurrente desincronización en la proyección de los subtítulos. Se encuentra además en un punto virtuoso en cuanto al tamaño y éxito del mismo, ya que resulta acogedor y relativamente abarcable mientras las salas suelen verse las más de las veces casi llenas. Y siempre es un festival que destila amor por el cine, desde su precioso catálogo lleno de textos interesantes al cuidado acompañamiento musical en directo de los films mudos, pasando por unas excelentes salas de exhibición entre las que se encuentran dos sedes al aire libre muy especiales: la gran Piazza Maggiore que oficia la comunión del certamen con la ciudad, o las íntimas y encantadoras proyecciones en tienen lugar en la Piazzeta del Cinema Lumière con un proyector de arco de carbono.
Esposas de cento anni fa
Una de las secciones fijas del festival desde hace dos décadas lleva por nombre Cento anni fa, que repasa un muestrario de películas realizadas justo un siglo antes de cada edición. Este año, en los títulos que más me llamaron la atención, era significativo el protagonismo de la figura de la esposa, mujeres que dan salida a su palpable insatisfacción de muy diferentes maneras.
Sorprende que hace ya cien años la directora Germaine Dulac fuera capaz de trazar en La souriante Madame Beudet un retrato tan demoledor de la condición de esposa y ama de casa frustrada, donde una mujer de sensibilidad artística apenas puede soportar su existencia casada con un grosero comerciante, quien tiene el tentador mal gusto de bromear con suicidarse con una pistola descargada. La modernidad temática viene además correspondida por destellos visuales que se corresponden principalmente con las proyecciones del estado de ánimo de su protagonista, sean dentro de la realidad diegética, como ese momento en que ella apaga la luz y abre la ventana para que entre el resplandor de la luna, o directamente sus fantasías o pesadillas, como esa imagen ligeramente ralentizada del marido entrando por la ventana, que me ha hecho pensar en la imaginería lyncheana.
Esta visión subjetiva desde el punto de vista femenino irrumpe en Le Brasier ardent impactante y desatada desde su primera secuencia. Su director, el exiliado ruso Ivan Mozzhukhin, es una de las figuras más destacadas del cine francés de los años 20, y este film nos permite disfrutar de su doble faceta interpretativa y realizadora, ninguna de las cuales resulta convencional o rutinaria. De hecho, la apertura nos sumerge de la mano de la vanguardia estética en un mundo onírico de tentaciones, deseo y represión, manifestación del subconsciente de la esposa protagonista que irá tomando cuerpo en la realidad diegética. Una realidad, por otra parte, que no escapa a la misma cualidad surrealista de los sueños, llena de puertas y compartimentos que nos pueden llevar a situaciones inesperadas. Muy especialmente, la demencial agencia de detectives con la que se tropieza el marido y a la que fía sus esperanzas de sacar a su mujer de París, ciudad que se presenta como el espacio correspondiente al deseo y la tentación, para recuperar así su devoción. Me parece clave el elemento demiúrgico y de control (predominantemente masculinos, por supuesto), sean los designios del marido o los planes del detective para llevarlos a cabo, pero la pasión que emerge inicialmente de manera subconsciente resulta a la postre incontenible, por más que las normas sociales nunca terminen de subvertirse. Es una obra con sentido del humor que tiene mucho de aventura vital, y de hecho su protagonista parece involucrarse románticamente sólo en términos aventureros.
En Schatten, film alemán de Arthur Robison, la mujer no es el centro psicológico del relato, pero sí el centro de las miradas y el deseo de todos los personajes. Su audacia radica en el alambicado juego de representaciones y espejos, o más bien las sombras a las que apela el título, que plantea ya desde sus títulos de crédito, que abren literalmente telón con la minuciosa presentación de los actores/personajes. Entramos en un drama doméstico, una reunión social en casa de un marido que ve cómo su mujer flirtea sin mucho pudor con los cuatro invitados, especialmente con un joven por el que desborda atracción recíproca. Muchas de esas señales las ve el esposo a través de reflejos y sombras recortadas en cortinas o puertas, proyecciones no siempre fiables (véase el juego de los hombres creando el efecto de que besan a la mujer en las sombras chinescas). Precisamente un artista de sombras chinescas hace acto de presencia, invitado por el marido a la reunión, donde monta un espectáculo que parece hacer precipitarse la tragedia, pero que también sirve de iluminación. Con todo su dispositivo representacional, la condición del cine como teatro de sombras alcanza en esta película su máxima y más explícita expresión. Incluso el ritmo tan ralentizado que utiliza Robison y la ostentación interpretativa no hacen más que acentuar el artificio.
Cantando en el exilio
Uno de los ciclos temáticos de esta edición estuvo consagrado al cine realizado por artistas alemanes, generalmente judíos, en el exilio tras el ascenso al poder de Hitler. Especialmente en Austria y Hungría trataron de dar continuidad a su labor creativa rodando en alemán títulos de vocación popular, con clara predilección por las comedias musicales. De las que tuve ocasión de ver, destacaba nítidamente Peter, film dirigido en 1934 por un Hermann Kosterlitz que luego abreviaría su nombre a Henry Koster ya en Hollywood. Todos estos films trabajan sobre la base del equívoco, de personajes que no son lo que aparentan, confusiones accidentales o deliberadas que desatan la maquinaria del caos. En este caso una hermosa joven desahuciada junto a su abuelo se hace pasar por un chico para conseguir trabajo como vendedor de periódicos y se acaba enamorando del doctor que la (le) denuncia tras un encontronazo. El film se permite así jugar con el travestismo y la homosexualidad desde un libérrimo sentido del humor, donde la verdad no se vende como ese valor supremo por el que clama el galán al inicio del metraje. Es llamativa la importancia y versatilidad de las actrices en estos títulos: mucho más que caras (o voces) bonitas, interpretan, asumen roles cómicos, cantan y bailan con consumada profesionalidad. El mejor ejemplo es Franziska Gaal, que ofrece un festín interpretativo que hace aún más trágico el destino artístico que sufrió tras quedarse atrapada en Hungría en la Segunda Guerra Mundial. Ella amplifica un libreto que se sobrepone a los lugares comunes del género gracias a unos diálogos llenos de chispa cómica y una ágil puesta en escena que se deja seducir por su figura.
Estados Unidos en clave indie
La presencia norteamericana es una constante ineludible en un festival de estas características y en particular suele programarse una retrospectiva parcial de algún director del Hollywood del sistema de estudios, con una curiosa predilección por los años 30. En esta edición le tocó el turno a todo un clásico como Rouben Mamoulian, así que los descubrimientos vinieron por otro lado, desde la escena independiente en tiempos del ascenso de la contracultura, con dos títulos tan críticos con la realidad que describen como diferentes en sus modos y tono.
Timothy Carey, rostro familiar del cine norteamericano en papeles de carácter, recurría a la comedia subversiva en The World’s Greatest Sinner, excéntrica opera prima que daría el pistoletazo en 1962 a una exigua carrera como realizador. Su film aborda una hilarante sátira política en la cual un hombre, vendedor de seguros harto de su trabajo, decide lanzarse a la calle a pregonar el llamativo mensaje de que todos podemos ser Dios y vivir eternamente. Se convierte así en un cruce entre predicador y político, que utiliza la música y los tics gestuales a lo Elvis Presley para provocar la histeria de sus fans y mejor hacer llegar un discurso hilarantemente hueco. Su evolución le lleva a la fatuidad hasta el punto de hacerse llamar… Dios, naturalmente. El film siempre juega en los límites de la parodia, pero también mantiene el pié en un relativo naturalismo, al tiempo que capea sus limitaciones presupuestarias alejándose de las convenciones y correcciones narrativas. Sin embargo logra desplegar un indudable magnetismo estético apoyado por unas imágenes a menudo sencillas y esenciales y por el estado de trance alucinado en que parece encontrarse su protagonista/director. Resulta un acto de pura coherencia que la banda sonora corra a cargo de un joven Frank Zappa, quien llegó a calificar a la película como the world’s worst movie.
Mientras tanto, Bushman, es un excelente ejemplo de cinema vérité que utiliza recursos poéticos para examinar la doble experiencia negra e inmigrante en un film en el que ficción y realidad se confunden. Su director David Schickele nos situa en San Francisco en 1968, donde un joven africano trata de buscarse un lugar en una sociedad que no es la suya, mientras evoca su vida anterior en Nigeria, un país de reciente pasado colonial y un presente de guerra civil. ¿Habla el actor o el personaje? Poco importa mientras el film consigue componer un complejo retrato de frustraciones, heridas, anhelos y vitalidad, sin necesidad de que su condición de víctima condicione el tono del relato. Porque cuando ésta tome el protagonismo, en un giro donde la realidad aparentemente engulle lo que queda de ficción de la obra, Schickele utilizará un prudente distanciamiento expositivo, una neutralidad tonal para que los artificios tan habituales de la ficción no engullan a su vez a la persona real. La matizada vena poética emerge en la manera de capturar a los personajes, de ponerlos en relación a los escenarios sobre los cuales son retratados, renunciando a una progresión narrativa convencional, también en la forma de convocar el pasado y otra tierra muy lejana, mitad paraíso mitad infierno. Sus hermosas imágenes monocromáticas ilustran la fragilidad de quien ya no tiene un espacio y un entorno social en el que sentir la seguridad de un hogar, glosando las sucesivas interacciones con diferentes personajes que hacen emerger diferencias ineludibles ante radicales desequilibrios socioeconómicos, ante la presencia del “otro”. La banda sonora potencia la experiencia estética y también comenta en alguna medida lo que sucede en pantalla, como esa escena entre el protagonista y una chica blanca donde una partitura clásica se combina armónicamente con un tema musical negro.
Cinemalibero, explorando fronteras
Bushman venía incluido en la sección Cinemalibero, que viene a rescatar obras de miradas marginadas por el discurso cinematográfico dominante, y donde Oriente Próximo y la cuestión palestina tuvo un especial protagonismo en esta edición.
Dreams of the City, dirigida en 1985 por Mohammad Malas, nos presta los ojos de un niño, prácticamente adolescente ya, que son testigos de un universo turbulento en su llegada al Damasco de los años 50. Éste comprende a su vida familiar, dado que su padre acaba de morir y se ha mudado junto a su madre a casa de su irascible abuelo; también a la sociedad que le rodea, donde las rencillas pueden explotar en cualquier momento; incluso a las dinámicas políticas, con los ecos de la Revolución Egipcia y la coyuntura doméstica marcando la agenda discursiva y la posición de fuerza o debilidad de los personajes. Y así, no deja de ser una historia coming-of-age en la que su joven protagonista tiene que lidiar con todas esas circunstancias. El estilo interpretativo quizás no sea el más sutil, reflejo de lo que serían los modos expresivos sirios, pero el film consigue un muy interesante grado de estilización. Me encanta la luz y el color de la película, cálidos y acogedores, su capacidad para generar un evidente grado de inmediatez, de pegarse a los personajes, sin descuidar nunca el encuadre, a menudo sacando diferentes elementos en el plano que aprovechan la profundidad de campo, para así apelar tanto a la complejidad del mundo en el que se mueven sus criaturas como al diferente plano en que coloca a su protagonista, como dueño del principal punto de vista, respecto al resto de personajes.
Siria es también el punto de partida de The Dupes, donde el egipcio Tewfik Saleh adaptaba en 1972 la obra de Ghassan Kanafani (asesinado ese mismo año por el Mossad) para contar una terrible experiencia emigrante que cristaliza en thriller a través de un relato que une a cuatro palestinos. Se trata de un traficante y sus tres clientes, cada uno de ellos de una generación diferente, en su intento por llegar a Kuwait a la búsqueda de un futuro económico que la guerra y la ocupación israelí les ha negado, condenándoles a la beneficencia internacional en su condición de refugiados. Es muy interesante el juego temporal del film, que se descuelga con múltiples flashbacks, a veces en forma de matrioshka, incluyendo breves cortes documentales que contextualizan la situación política. Pero la experiencia se condensa y se hace brutalmente física en su tramo final. El frecuente uso del zoom alimenta una vaga querencia por el subrayado, evidente por ejemplo en el plano final, demasiado enfatizado, que afortunadamente se mantiene bajo control en la mayor parte de la película.
Si en el film de Saleh se pone de manifiesto, según el propio director, que la solución individual no sirve para una tragedia colectiva, en el caso de Leyla and the Wolfs, donde el problema palestino explota en toda su dimensión, se propone la lucha colectiva como el único medio que puede dignificar esa tragedia, aunque no logre evitarla. Finalizado en 1984, se trata del segundo y tristemente último largometraje de la palestina Heiny Srour (que todavía sigue viva), y explora la lucha de su pueblo desde los tiempos de la ocupación colonial británica, filtrada por la perspectiva de género. La historia de derrota palestina es una historia masculina, narrada por hombres sobre hombres, que oscurece la labor y el sufrimiento mucho más callado de las mujeres, que vienen sometidas a una doble opresión, la propia de su pueblo y la inherente a su condición femenina. Doble derrota por tanto para ellas. Srour plantea un relato en varios tiempos, sin mucha continuidad más allá de la que se presupone a la misma línea familiar, con actrices que multiplican personajes a través de las diferentes etapas históricas que culminan en la Guerra del Líbano. El film se mueve entre lo concreto de cada situación y lo abstracto que transmite tanto el planteamiento fragmentario como el simbolismo que le caracteriza (como esa escena recurrente de un grupo de mujeres tapadas de negro en la playa mientras un grupo de hombres chapotea en bañador), además del propio espacio de destrucción, a veces al borde de la irrealidad, que genera el transcurrir de la Historia. Por otro lado, la cineasta nunca carga las tintas dramáticas; para ello se bastan los insertos documentales que jalonan el metraje y que le dan al film una potencia emocional inusitada.