Hace mucho, mucho tiempo, en lo que parece ahora ser una galaxia muy, muy lejana, un post adolescente originario de una colonia esforzadamente democrática, viajó a Londres para descubrir un mundo distinto a su España, un lugar dónde tradición y modernidad se mezclaban y que se enriquecía en una mezcla intercultural absolutamente desconocida para él. Sin embargo, el recuerdo que más pervive de aquel viaje no fue tanto la Tate Gallery o la Torre de Londres como el de unas imágenes descubiertas en un ejemplar de Sight and Sound. Allí se hablaba de la nueva película de Steven Spielberg, una narración de aventuras, con espíritu de serie B y presupuesto de gran estudio, que iniciaba la saga de un arqueólogo que se enfrentaría a incontables peligros, con una planificación de producción en la estela de James Bond. El texto se acompañaba de imágenes de excavaciones en Egipto, serpientes amenazando al héroe, luchas con nazis y, destacando por encima de las demás, la fotografía del protagonista huyendo por una caverna de una gigantesca bola de piedra. No tiene ni que decir que el joven aguardó meses para acudir, puntualmente, al estreno barcelonés de En busca del Arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg, 1981) , en una de aquellas inmensas salas, ahora tan desaparecidas como la propia Arca de la Alianza, para forjar una relación de admiración primero, rechazo crítico más tarde y, finalmente, contemporizar con las historietas de un colega al que se ha seguido durante toda la vida.
Me permito esta prolongada introducción para compartir con los lectores la experiencia personal con Indy y sus aventuras, una experiencia que será absolutamente distinta para los millenials, para quienes el Arca es un viejo clásico estrenado muchos años (décadas) antes de su propia llegada a este mundo. La experiencia vital del boomer es relevante en este momento para entender como muchos viejunos podemos valorar Indiana Jones y el Dial del Destino, si consideramos que esta última edición de las aventuras del arqueólogo parece estar especialmente más orientada hacia los fans de la saga que la hemos seguido durante décadas que al público actual.
Cuando a finales de los 70 Lucas y Spielberg, los dos movie brats más juguetones de su generación, acuerdan el proyecto original, el director no toma como referente a John Ford sino a cintas de aventuras de serie B, como podrían ser El temible burlón (The Crimson Pirate, Robert Siodmak, 1952), Las minas del Rey Salomón (King Solomon’s Mines, Compton Bennet, Andrew Marton, 1950) o las cintas de aventuras de Raoul Walsh, en las que convivían ritmo trepidante, humor socarrón y potentes roles femeninos. El protagonista, con todos sus defectos y su debilidad por las piezas arqueológicas, es tan indestructible como James Bond y, como en aquella serie, buena parte de las aventuras de Indy no son sino remakes o variaciones de la obra original. Así, todas las películas introducen al espectador a la aventura mediante un trepidante prólogo, le lanzan a una búsqueda del tesoro llena de peligros y le enfrentan al Mal con mayúsculas (qué mejor malvado que un nazi). Spielberg y Lucas aportan habilidad y presupuesto para introducir elementos del que fuera el cine de catástrofes y mezclan en la trama lo sobrenatural o inexplicable que irrumpe con espectacularidad en algún momento para que, finalmente, el héroe triunfe “in extremis” en un aparatoso clímax. La serie B queda bien recogida en la agilidad narrativa pero también en el espíritu de aventura ligera, en el humor que salpica las escenas de tensión y en el esquematismo del personaje principal (lo tomas o lo dejas, una característica propia de la serie B) que se complementa con la presencia de un rival de peso o de interesantes secundarios (Marcus Brody, Sallah o, por supuesto, Marion).
Tras la primera aventura, se planteó una variación en Indiana Jones y el Templo Maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, Steven Spielberg, 1984) en la que se recogían referencias al cine colonial y del fantástico y dónde un frenético y brillantísimo prólogo (de lo mejor rodado por Spielberg) nos marcaba la pauta al ritmo de Cole Porter, Anything Goes, todo vale. El arqueólogo se toma un tiempo en regresar para hacerlo en la tercera aventura, Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Steven Spielberg, 1989), posiblemente la que contiene, junto a la primera, los mejores momentos de la saga gracias a su director, pero también a través del carisma de Sean Connery como padre del héroe. Es en este episodio dónde se introduce un más variado itinerario internacional, cosmopolita y exótico, tomado de las historias de 007 y que lleva a los protagonistas de Venecia a la Alemania Nazi, a Turquía y, más adelante, a Petra. Una estructura itinerante que se recupera muchos años más tarde en Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, Steven Spielberg, 2008), en la que los nazis son suplantados por los soviéticos y dónde los viajes se centran en América del Sur. Aunque menospreciada de modo general, esta cuarta entrega no es ni mejor ni peor que las anteriores, siguiendo en todo momento el esquema habitual de prólogo (éste es, de hecho, espléndido y visualmente está desarrollado de modo impecable), descubrimiento del objeto a recuperar, aparición de amigos y enemigos, persecuciones y enfrentamiento final. A pesar de que lo sobrenatural es nombrado a menudo como la causa del fracaso de esta “calaverada”, se integra perfectamente en la lógica de las aventuras de Jones y el problema de la cinta radicaba más bien en la presencia de un hijo que resultaba demasiado altivo y poco atractivo para los fans del arqueólogo que le seguían hacía casi tres décadas y también muy alejado de los espectadores más jóvenes que no podían identificarse con un personaje cuya actitud y referentes estaban pasados de moda en el siglo XXI. Se merecía Marion mucha más relevancia sin tener que compartir escenas con personajes que, al final, se revelaron innecesarios.
Parecía, pues, que el relativo desinterés por Jones iba a ser definitivo, cuándo Lucas se sacó de la manga esta nueva y, con seguridad, última propuesta. Indiana Jones y el dial del destino juega sus bazas con solvencia y resulta entretenida gracias al ritmo impreso por James Mangold, sustituto de un Spielberg que no parece decidido a hacer ningún canto del cisne. Tenemos de nuevo el prólogo (con un rejuvenecimiento digital de Indy a la que seguirá la aparición de un deteriorado y envejecido héroe), la presentación de personajes, un excelente carácter femenino y un odioso rival, y una serie de incidentes desarrollados de un continente a otro, desde las montañas francesas pobladas de nazis, a las avenidas de Manhattan, un Tánger exótico o la costa mediterránea. Sin embargo, a pesar de que Mangold evita caer en lo rutinario, la trama no alcanza el nivel de propuestas anteriores, por una falta de definición del objetivo (se tarda en entender para qué puede servir el dial de Arquímedes) y por la ausencia de la habilidad de Spielberg para diseñar y rodar las secuencias de acción. Cierto que la escena inicial con Indy colgando del cuello sobre el vacío o la persecución en Tánger con el tuk-tuk demuestran que Mangold tiene sobrada experiencia para mantener el ritmo pero no puede lucir originalidad en momento alguno. Aun así, el Dial del Destino es un digno Indiana Jones y el motivo es, precisamente, Indy, ese admirado amigo de nuestra juventud. Harrison Ford tenía 39 años cuando rodó En busca del Arca Perdida, 42 en el Templo Maldito, 47 en La Última Cruzada (dónde la diferencia de edad con Connery, su padre en la ficción, era sólo de 12 años) y 66 en el Reino de la Calavera de Cristal. Ahora, octogenario, recupera un personaje que le ha dado fama y nos ofrece una versión cansada y dolorida del mismo, aunque aún sabia y heroica, para las nuevas generaciones, pero también para aquellos que empezamos a sentir el peso de la edad. Productores y guionistas lo entendieron, trayendo a pantalla a Sallah y Marion, pero también lo comprendió perfectamente Harrison Ford, que da de sí lo mejor que puede como actor y, sabiendo de su vis cómica (como hiciera Sean Connery en la tercera entrega de la serie), hace creíble a este envejecido Jones, arrastrado casi a su pesar a una aventura definitiva, aportando humor y humanidad. Así pues, Indiana Jones y el Dial del Destino, con sus nazis recuperados, el malvado Mikkelsen y la excelente Waller-Bridge (ambos desafiando a Indy desde diferentes ámbitos), sus templos llenos de misterio, la aparición inesperada de Arquímedes (el punto más inesperado en la trama, aunque no se emplea todo lo que pudiera dar de sí), compensan la nostalgia causada por el paso (y el peso) del tiempo. No deja de ser una muy agradable reunión de viejos amigos a la que Ford y Mangold invitan al espectador. Suena la bella banda sonora de John Williams, abrimos los ojos frente a la pantalla, arranca la fanfarria y nos lanzamos, una vez más, a la aventura… Tantatantantantantan……