Reconstruyendo al Batman del nuevo milenio
No cabe la menor duda de que Christopher Nolan (1970) es un cineasta que desde sus primeros cortometrajes ha aspirado a componer relatos cinematográficos sofisticados (o al menos superficialmente dificultosos) con los que pretende trascender el mero divertimento para dejar un poso que perdure en la mente del espectador tras abandonar la proyección activando sus redes neuronales para “hacerle pensar”. Sin embargo, en su obsesión por deslumbrar a la audiencia sin renunciar a gozar del favor de un público masivo tiene cierta tendencia a contar historias formalmente muy enrevesadas que, en realidad, plantean tesis bastante sencillas que, a su vez, son remarcadas con sobreexplicaciones constantes resultando un tanto insultantes para el cinéfilo más experimentado y exigente. Es por ello que Nolan es uno de esos directores que despiertan posiciones abiertamente enfrentadas entre diversos sectores de la cinefilia. Su manera de entender la narración cinematográfica, en la que se conjuga lo sublime y lo chusco produciendo una extraña alquimia que ciertamente entiendo que pueda resultar tan fascinante como aberrante, ha derivado en una megalomanía en continuo crescendo que ha convertido los estrenos de sus películas en verdaderos eventos. Es comprensible, por tanto, que el ejército de haters que despotrica contra su cine considerándolo la obra de un trilero con ínfulas de geniecillo sabelotodo sea tan notable como el innumerable escuadrón de fanáticos nolanistas dispuestos a abrazar cada una de sus películas como la panacea definitiva del séptimo arte encumbrándolo sin rubor como uno de los grandes popes del cine contemporáneo y equiparándolo a cineastas de su generación, en mi opinión muy superiores, como Paul Thomas Anderson o James Gray, e incluso, los más insolentes entre sus adeptos, ¡se atreven a compararlo con Stanley Kubrick! En este sentido, podemos afirmar que efectivamente Nolan es un autor pretencioso.
No obstante, hay un cuórum que unifica a estas dos facciones habitualmente divergentes. Tanto los apologetas que veneran las piruetas narrativo-temporales y los pretendidamente impactantes (aunque un tanto forzados) giros de guion que sazonan las películas del cineasta británico-estadounidense como aquellos detractores de su obra que le acusan de ofrecer relatos artificiosos e inocuos enluciéndolos con una aparente pátina de trascendencia de baratillo destinada a crear una falsa sensación de acontecimiento metafísico en una audiencia mainstream, coinciden en que su aproximación a la figura de Batman supuso una transformación necesaria para revitalizar a un personaje icónico que había sido inmerso en lo más hondo del pozo de la vergüenza ajena tras ser desvirtuado por esa inefable versión camp ofrecida por Joel Schumacher en las justamente vilipendiadas Batman Forever (1995) y Batman y Robin (Batman & Robin, 1997). Por tanto, es justo y necesario reconocer que la nueva visión planteada por Nolan, con el asesoramiento del especialista David S. Goyer, del célebre justiciero enmascarado creado por Bob Kane y el nunca suficientemente reivindicado Bill Finger insufló una profunda bocanada de aire tremendamente necesaria para resucitar a un personaje moribundo, generando así una nueva saga del Hombre Murciélago que obtuvo un predicamento crítico notable y generó pingües beneficios en las arcas de Warner, que encontró en Nolan al aliado necesario para reformular la franquicia de DC. De esta manera, la “Trilogía del Caballero Oscuro” supuso la consolidación de Nolan como un cineasta capacitado para afrontar proyectos multimillonarios, dotándolos, además, de una visión autoral que lograba conectar con el gran público.
Antes de que Warner decidiera encomendarle la difícil tarea de planear el resurgir cinematográfico de Batman, Nolan había constatado su solvencia como director en tres thrillers con presupuestos cada vez mayores y, sobre todo, había demostrado poseer una mirada propia que focalizaba su interés en el intento de recomponer las derivas existenciales de individuos fragmentados, lo cual se acomodaba perfectamente al conflicto ontológico derivado de la dualidad entre Bruce Wayne y Batman. De esta forma, en Following (1998), Memento (2000) e Insomnio (Insomnia, 2002), el director de Oppenheimer (2023) indagaba acerca de la íntima relación que existe entre memoria (el tiempo, construido mediante la acumulación de nuestros recuerdos, es representado en el cine de Nolan a través de complejos laberintos que remiten, quizás sin pretenderlo, al universo borgiano) e identidad (entendiendo esta como un constructo fundamentado en una serie de experiencias subjetivas que resulta maleable e inconsistente, conectando así su corpus fílmico con las teorías sobre la inconsistencia de la identidad en la modernidad líquida propuestas por Zygmunt Bauman). Asimismo, las huellas que dejamos en los lugares que hemos habitado también resultan fundamentales para rastrear nuestra memoria y, por tanto, son determinantes en la configuración de nuestra identidad. Por otra parte, la problemática nietzscheana del doppelganger (que incide a su vez en nuestra debilidad identitaria) atraviesa igualmente toda la obra de Nolan desde sus inicios hasta el día de hoy. Así, la reflexión en torno a la intersección de estos conceptos aparentemente complejos será una constante que, de una u otra forma, se verá reflejada en la constante alteración del decurso narrativo de gran parte de su filmografía y, aunque sea a través de narraciones más lineales debido a su carácter de franquicia superheroica destinada a un público mayoritario, también se filtrará en el subtexto de su triada de películas sobre Batman.
Desde un principio Nolan tuvo claro que quería realizar una versión naturalista de Batman y su entorno (en toda la “Trilogía del Caballero Oscuro” tanto la galería de villanos como la propia ciudad de Gotham entroncan más con la tradición del thriller setentero y la estética del noir postclásico que con la intermedialidad de las ficciones superheroicas facturadas por Marvel en los comienzos del siglo XXI) para aportarle una autenticidad que consideraba necesaria para potenciar el cariz humano de un superhéroe que carece de superpoderes sobrenaturales y, por tanto, exigía de una representación que lo mostrara más desprotegido y falible para aumentar el grado de identificación y reconocimiento del espectador. Así fue como, pese a retomar ciertos aspectos del carácter apesadumbrado y oscuro del personaje que habían quedado bien definidos en Batman (Tim Burton, 1989) y Batman vuelve (Batman Returns, Tim Burton, 1992), Nolan optó por hacer tabula rasa respecto al universo cinematográfico precedente y concibió una nueva trilogía autoconclusiva en la que se narraba el origen, triunfo y ocaso del personaje. Para componer su visión de Batman y buscar inspiración argumental Nolan picoteó de diversas fuentes gráficas del extenso catálogo de DC Cómics entre las que destacan, según detalla Jordi Revert: El hombre que cae (The Man Who Falls, Dennis O´Neil y Dick Giordano, 1989), Batman: El largo Halloween (Batman: The Long Halloween, Jeph Loeb y Tim Sale, 1996-1997), Batman: La broma infinita (Batman: The Killing Joke, Alan Moore y Brian Bolland, 1988), Knightfall (Chuck Dixon, Jim Aparo et al., 1993), No Man´s Land (Jordan B. Gorfinkel, Greg Land et al.,1999-2000). Además de, por supuesto, Batman: Año Uno (Batman Year One, Frank Miller y David Mazzuchelli, 1987) y El regreso del Caballero Oscuro (Batman, The Dark Knight Returns, Frank Miller, 1986) [1], dos obras maestras del cómic esenciales para la construcción del Batman nolaniano. Asimismo, decidió ofrecer una visión realista de Gotham City y de su héroe enmascarado que se alejaba tanto de la concepción gótico-modernista de Tim Burton como, por supuesto, del tono kitsch y colorista de Joel Schumacher. Para entender mejor esta decisión de Nolan, independientemente de la inclinación obsesiva del director de Interstellar (2014) por conseguir mostrar un aparente verismo en pantalla tras el que se oculta su fascinación por el artificio y por la capacidad que tiene el mecanismo cinematográfico para generar ilusiones, hemos de atender al delicado contexto en el que fueron concebidas.
La primera década del siglo XXI comenzó con una grave crisis incentivada por los pecados acumulados del sistema capitalista que hizo que las democracias occidentales se tambalearan. Los atentados yihadistas contra el World Trade Center de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 desestabilizaron la ilusión de seguridad en la que vivía el mundo occidental e inauguraron una etapa de paranoia y desencanto frente al establishment que detonó en la reformulación de las ficciones cinematográficas para replantear la necesidad de unidad de un pueblo malherido que retomaba los valores democráticos originarios planteados en la Declaración de Independencia de 1776 frente al individualismo neoliberal que había imperado en EEUU desde que el American Way of Life se consolidara en la década de los 50’, alcanzando a su paroxismo en los 80’ durante el reaganismo y entrando en barrena en los 90’.
¡Viva el Mal, muerte al Capital!
En Batman Begins (2005) Nolan cuenta de nuevo el origen de Batman con el fin de partir de cero (siempre atendiendo a las necesidades establecidas por el canon clásico del personaje) para marcar sus propias reglas. Resulta necesario, por tanto, que se vuelva a representar el asesinato de Thomas (Linus Roache) y Martha Wayne (Sara Stewart) ante la mirada impotente del pequeño Bruce que quedará traumatizado y sediento de venganza. Previamente, Thomas Wayne nos ha sido presentado como un millonario filántropo, un hombre hecho a sí mismo situado en la cúspide de la pirámide capitalista que invierte en infraestructuras para mejorar la ciudad de Gotham y realiza obras benéficas para ayudar a los más desfavorecidos de la comunidad. Esta representación paternalista del empresario acaudalado como guardián de un pueblo desvalido que no sabe cuidar de sí mismo nos advierte de que la lucha de clases no va a ser una de las prioridades del futuro Batman. De hecho, el Bruce Wayne adulto, después de concluir el necesario camino iniciático que le llevará a convertirse en el señor de la noche y rechazar la oferta de Ra’s al Ghul (Liam Neeson) para unirse a la Liga de las Sombras, va a replicar la conducta de su progenitor asumiendo su rol como benefactor económico de la ciudad y añadiendo a este el de protector del crimen en Gotham. Como hemos comentado anteriormente, la sombra de los atentados del 11S sobrevuela toda la “Trilogía del Caballero Oscuro” por lo que no hay que tener la capacidad analítica de Noam Chomsky para percibir las semejanzas entre Ra’s al Ghul y su Liga de las Sombras (una secta milenaria de fanáticos guerreros justicieros que planea realizar un genocidio purificador destruyendo Gotham al considerarla el epicentro simbólico de la corrupción de Occidente) y Osama bin Laden y Al Qaeda, efectivamente Nolan no se caracteriza por la sutileza de sus metáforas.
El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008), la segunda y en mi opinión más brillante de las películas que componen esta triada e incluso me atrevería a decir que de toda la filmografía de su autor, se plantea como una propuesta mucho más lóbrega y pesimista que su predecesora. Asimismo, es un filme tremendamente adulto donde Nolan conjuga con gran habilidad la épica de las secuencias de acción (que nunca han sido su fuerte, por otra parte) con un inteligente desarrollo dramático que, pese a profundizar especialmente en la insana relación de interdependencia que se genera entre Batman y su antagonista (nada más y nada menos que el Joker, como nos había advertido el cliffhanger con el que culminaba Batman Begins), no se olvida de exponer una amplia galería de secundarios que no se limitan a ser meros comparsas, sino que adquieren un peso importante dentro de la trama y contribuyen al desarrollo de la misma. Tras haberse quitado de en medio la carga de narrar la génesis de la conversión de Bruce Wayne en Batman, Nolan puede centrarse en asentar su visión de un personaje atormentado por su condición de hombre dividido. Por su parte, el Joker (Heath Ledger) se define a sí mismo como un agente del caos que muestra una clara repulsa hacia el statu quo y es presentado como un desestabilizador del orden incluso más peligroso y aterrador que Ra’s al Ghul debido a la arbitrariedad con que ejecuta sus actos terroristas. El Joker es un ácrata que continuamente está poniendo en jaque a los ciudadanos de Gotham y al propio Batman por el mero placer de sembrar el caos y demostrar su teoría de que si se dan las circunstancias adecuadas todos podemos convertirnos en asesinos. Asimismo, reconoce en Batman al adversario necesario para justificar su existencia y desarrolla una obsesión hacia este que creará una interesante sinergia fundamentada en el vínculo de reconocimiento profundo que se establece entre ambos. De esta manera, el Joker, un anarquista que no otorga valor al dinero y disfruta creando el caos con la única finalidad de convertir Gotham en una suerte de apocalíptica comuna urbana destinada al fracaso, precisa de Batman, personificación del orden y adalid del statu quo representado por el sistema capitalista, para corroborar la validez de su identidad y, a su vez, justificar la relatividad que existe entre el Bien y del Mal. El Joker es un demente nietzscheano reconvertido en genio del mal, un payaso nihilista que no se detiene ante nada ni nadie y al que muy acertadamente se priva de background consiguiendo crear así un enemigo misterioso e impredecible. Es por esto, además de por la turbadora interpretación del tristemente malogrado Ledger, que nos da tanto miedo.
El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012) supone el cierre de la saga y es la más grandilocuente y autoconscientemente severa de las tres. Si Batman Begins y El caballero oscuro son ficciones que descienden directamente de las secuelas provocadas en la sociedad estadounidense tras los atentados del 11S, en esta ocasión hemos de añadir el malestar y la falta de confianza en el establishment que se generaron en la población a consecuencia de la crisis financiera provocada por el estallido de la burbuja inmobiliaria generada en torno a las hipotecas subprime en EEUU que se manifestó de manera inmediata en una gravísima crisis económica que potenció un desengaño generalizado en todo el mundo Occidental hacia un sistema capitalista que los había abandonado y parecía, esta vez sí, herido de muerte. Bane (Tom Hardy) es, con diferencia, el villano menos carismático de la trilogía y, pese al intento de establecer paralelismos con Bruce Wayne para potenciar nuevamente una dualidad entre Bien y Mal como lo que se había establecido con el Joker en El caballero oscuro con el fin de presentarlo como reverso tenebroso del héroe, en esta ocasión no funciona. Bane es un continuador de la obra iniciada por Ra’s al Ghul, no teniendo siquiera un propósito propio, que, otra vez, busca la destrucción del sistema corrupto que representa la ciudad de Gotham para instaurar una ley marcial con la que obligar a los ciudadanos a “liberarse de sus cadenas”. De nuevo, Batman (y Nolan) se posiciona como defensor del capitalismo neoliberal, ya que aun reconociendo que esta opción de gobierno no es en absoluto la perfecta parece ser asumida como la única capaz de asegurar el orden establecido e impedir el peligroso caos derivado del anarco-comunismo que se vislumbra tras el golpe de Estado de Bane. En consecuencia, Batman restablece de nuevo el statu quo y el Bien (representado por un playboy multimillonario con cierta tendencia a la esquizofrenia) vuelve a imponerse a otra revolución antisistema de las fuerzas del Mal, que por enésima vez son condenadas a no triunfar. Como decía aquel criminal alejado del idealismo de los malvados de cómic y carente de ética (y de épica) que (a diferencia de los ilusos Ra’s al Ghul, Joker y Bane) sí sabía cuál era el lado adecuado donde debía operar para vencer siempre: ¡Es el mercado, amigos!
[1] Revert, J. (2023) Cine y cómic (Ediciones Cátedra), pp. 135-136.
Fabuloso análisis.