Pasa la vida… y parece que no pase nada. Aun así, el mundo no deja de mutar, de agitarse y, en ocasiones, de implosionar. Muchas obras se centran en estos cambios, en las rupturas, sean políticas, emocionales o sociales. Otras, sin embargo, se orientan a la observación de un personaje, un contexto, en los que la superficie se mantiene en calma aun cuando hay corrientes subterráneas que están definiendo, sin ser vistas, no sólo el presente sino el futuro de la sociedad o de las personas que estamos viendo en pantalla. A niveles muy diversos entre sí, tres excelentes películas presentes en el Festival Atlántida, desarrollan esta estrategia.
Marx puede esperar no es tanto una catarsis como una reflexión sobre la familia, sobre la condición humana y sobre la vida en general
La cinta arranca con una conversación trivial entre unas jóvenes aristócratas rusas. Están en un destino de vacaciones y comentan, mientras esperan a ser fotografiadas, la desaparición de un primo interesado por el anarquismo, a la vez que disciernen entre este y el socialismo. Estamos en la segunda mitad del siglo XIX y el mundo está cambiando sin que la mayor parte se pueda dar cuenta. La película continua siguiendo al referido personaje que, argumentando actividad cartográfica, establece contactos con el movimiento anarquista de una pequeña ciudad suiza.
Unrueh puede traducirse como disturbio o intranquilidad. Pero es, también, la denominación de una pieza de los relojes de cuerda, la balanza, rueda de equilibrio o rueda de inquietud, que moviéndose en ambos sentidos facilita el movimiento de las agujas. Unrueh, inevitable e irónicamente, se sitúa en una ciudad relojera, en la que sus habitantes se mueven al ritmo de un reloj afinado políticamente, Así pues, la pequeña urbe tiene horarios distintos según se cuenta horario internacional, el marcado en el reloj de la estación o el determinado por los próceres locales desde su templo tecnológico, la fábrica de relojes. En ésta, trabajan obreras de precisión que son maltratadas con precisión suiza, descontándoles parte de su mísera paga caso de demorar en la inserción de piezas o despidiéndolas si la edad les dificulta el trabajo. Dirigida desde la fábrica, la población puede desplazarse, trabajar o votar en los comicios según los designios de los fabricantes y el control (impoluto, educado pero estricto) de un par de policías que hacen cumplir la ley del más fuerte con guante de seda.
Es en tan cívico contexto dónde los anarquistas establecen contactos que son prohibidos en Francia o Italia. Montando la historia con suavidad y precisión, con una bella fotografía, Schäublin engarza un conjunto de escenas corales aparentemente idílicas en las que el paraíso suizo se revela como el paraíso del capitalismo (ese fotógrafo que incrementa sin pestañear el precio de las postales según la demanda) con los planos cerrados de las piezas que van colocándose, en su orden preciso, en la esfera. Alternando con todas ellas, las conversaciones de Josephine, Pyotr y sus compañeros dejan entrever que, más allá de las fronteras, el movimiento anarquista está sacudiendo los cimientos de Europa. Estamos en 1877. Tic tac, tic tac.
Gigi, la legge (Alessandro Comodin, 2022)
La corriente oculta que subyace en todos los planos de esta peculiar road movie no es, como en el caso anterior, una corriente política sino un sentimiento de malestar que altera la cotidianeidad de un afable policía local. Como en Unrueh, las calles que Gigi patrulla son las de una pequeña ciudad (la ciudad natal del director) en las que no parece suceder nada y dónde el protagonista luce su bonhomía con compañeros de patrulla, llegando a cantar con uno de ellos la versión italiana de “Soy un truhán, soy un señor”. Aunque varias escenas acompañan al policía en alguna breve acción en la calle (cuando se pregunta si un supuesto suicidio será en realidad un asesinato), la mayor parte de la historia transcurre en el interior del coche policial, con la cámara filmando a Gigi desde el asiento del copiloto, y recogiendo sus chascarrillos, sus conversaciones por radio con la nueva compañera, sus canciones o declaraciones. Mientras, el vehículo se desplaza en esta suerte de limbo, sin ir más lejos de los límites marcados, como si se trate de una condena de la que Gigi no pueda liberarse. Cuando se le pregunta cuál es el acto más reprobable que recuerda haber hecho, Gigi responde que haber ido con el auto patrulla más allá del límite, hasta el pueblo vecino…
Sin embargo, aquí y allá, Gigi comenta casos y situaciones, sospecha asesinatos y, en una secuencia hacia el final de la película, se conmueve recordando la forzada reducción de un paciente psiquiátrico. Las anécdotas puntúan una historia que se cierra sobre sí misma, evitando una orientación clara, una pista definitiva sobre el personaje, de modo que Comodin siembra la duda en el espectador acerca de la tranquilidad del lugar y el carácter de Gigi (cuando sospecha de modo algo gratuito de un joven y decide seguirle en el auto parece más un acechador que un detective). En este sentido es muy relevante la primera secuencia, en la que parece discutir, en la oscuridad de un espeso jardín, con un supuesto vecino que le recrimina el crecimiento incontrolado de arbustos y árboles y amenaza con cortarlos o quemarlos. Gigi, de espaldas a la cámara, responde con calma, pero la conversación va subiendo de tono sin que en momento alguno veamos al interlocutor, aparentemente oculto por la oscuridad, hasta el punto de parecer que Gigi está en plena crisis, hablando consigo mismo, con otra personalidad. ¿Puede por ello sentirse tan afectado ante problemas de salud mental?
Comodin nos sirve una cinta aparentemente neutra pero realmente turbadora, que le valió el premio de Locarno 2022. En la última secuencia, el auto patrulla no está conducido por él sino por la joven agente con la que él bromeaba por radio y, finalmente, arrancan un dúo musical, para delicia de Gigi. Al igual que la cinta oscila entre documental y ficción, queda la duda si se trata de un montaje alegre para rematar la historia o es el producto imaginado por Gigi.
Marx puede esperar (Marx può aspettare, Marco Bellocchio, 2021)
Marco Bellocchio nació en 1939, al poco de iniciarse la Segunda Guerra Mundial, tres horas antes que su hermano gemelo, Camillo. El director de La sonrisa de mi madre (L’ora di religione, 2002) reunió a hermanos y hermanas, hijos y nietos en una comida para hacer una cinta sobre esta aposentada familia, tratando de captar su esencia antes de más pérdidas familiares. Sin embargo, la conversación y los recuerdos de unos y otros sacaron a la superficie, por encima de todo, el nombre del ausente Camillo, aquella presencia que todos evitaban comentar pero que surge de la profundidad de sus almas de modo irrefrenable.
Marco tuvo dos hermanas y cinco hermanos, convivientes con un padre económicamente bien asentado y una madre extremadamente religiosa, y todos ellos condicionados por el trastorno mental del hermano mayor. Marx puede esperar recoge en buena parte los comentarios de las hermanas y hermanos supervivientes sobre una infancia vivida en Piacenza a partir del final de la guerra y cierta diáspora familiar a partir de la búsqueda, constituyendo un muy interesante retrato familiar. No obstante, a partir de este punto, con tres hermanos triunfantes —Bellocchio vence en Locarno, Venecia y en toda Italia a sus 26 años con Las manos en los bolsillos (I pugni in tasca), su primer largo—, Camillo se siente un perdedor en todos los ámbitos. Con respeto, con lucidez y evitando todo dramatismo, Bellocchio interroga a sus familiares, escucha versiones diferentes, se sincera, descubre situaciones que no recordaba o desconocía y admite su ignorancia respecto a los sentimientos y situación de su gemelo. Único hermano que hizo el servicio militar mientras los demás medraban, forzado primero a una incómoda y tal vez peligrosa convivencia con el mayor, luego a unos estudios establecidos por el padre, Camillo fue hundiéndose en una desesperación que constatan ahora, ante la cámara, todos los hermanos pero que ninguno supo ver en su momento. Activos en el partido comunista y los sindicatos, Marco recomendó a Camillo involucrarse en movimientos sociales para dar un sentido a su vida, ante lo cual el gemelo respondería que Marx podía esperar, sin que Marco supiera qué más añadir. Finalmente, Camillo, el ángel que siempre sonreía en las fotografías familiares, se suicidó ante la ignorancia familiar de su situación.
Bellocchio y sus hermanos admiten negligencia en el acto. No obstante, Marx puede esperar no es tanto una catarsis como una reflexión sobre la familia, sobre la condición humana y sobre la vida en general. Hay un evidente trabajo de edición de horas de material rodado que permiten ver las distintas personalidades no sólo del propio Marco sino de sus hermanos y hermanas, a la par que revela tanto lo que pudieron ser errores hacia Camillo como justifica situaciones que difícilmente pueden ser evitadas. Piergiorgio explica que tiró la carta de despedida de Camillo (que Marco desconocía) cuando temió un registro policial por sus relaciones con el comunismo. Alberto explica cómo llegó de vacaciones a la casa familiar, lleno de alegría, desconocedor de la muerte del hermano. Una de las hermanas sigue creyendo que el ahorcamiento fue accidental. Hay mucho tacto, mucho amor y mucha honestidad en esta obra de Bellocchio con algunas declaraciones no exentas de ironía. Al final, un párroco próximo a la familia, manifiesta al director de En el nombre del padre (Nel nome del padre, 1971) que, pese al ateísmo o anticlericalismo, ve sus películas como confesiones y no puede sino absolverle de todo pecado por ello. Antes de cerrar la obra con una serie de fotografías familiares, Marco Bellocchio recoge una declaración de su creyente hermana. Ella considera que todos irán al Cielo. Pero, entretantos millones de personas, ¿cómo encontrarán al padre, madre y hermanos?… Así es la vida, de sufrir por un hermano en la Tierra, a sufrir por todos en el Cielo.