“¿Por qué no escribes tu biografía? Porque fucking Virginia Woolf la escribió para mí en 1928.”
Así empieza la opera prima de Paul B. Preciado, presentada en el pasado Festival de Berlín, donde se alzó con una mención especial en la sección Encounters y el Teddy Bear —premio que se otorga a las películas de temática queer— al mejor documental. El filósofo burgalés, referente en la teoría queer y la filosofía del género, respondía con estas palabras a la proposición de realizar una pieza autobiográfica. Sin embargo, esta respuesta espontánea a modo irónico, acabaría materializándose en el singular documental que nos trae entre manos.
Orlando, mi biografía política es muchas cosas al mismo tiempo. Es, por un lado, la adaptación libre y modernizada del clásico que Virginia Woolf concibió casi un siglo atrás. Es también la historia del propio director, de sus vivencias como hombre trans y no binario, así como la de otros muchos ‘Orlandos’. De hecho, son todos ellos quienes recitan las palabras de Woolf, los que reconstruyen la figura del Orlando original a través de las suyas propias y que dotan de realidad al personaje. Y es, por último, un ensayo incisivo que reflexiona sobre la realidad trans y lo que supone no encajar en un mundo binario.
Preciado ha recalcado en numerosas ocasiones su voluntad de hacer una película que huya de las formas binarias. Por eso, no es casualidad que el director decida incluir en el film la escena en que la mítica Jenny Bel’Air —figura icónica de la noche trans parisina y una de las ‘Orlandos’ del film— recuerda con tristeza a Godard, fallecido durante los días del rodaje. Y
es que esa voluntad revolucionaria de rebasar los límites de las formas cinematográficas que caracteriza al genio francés encapsula esa intención de la que habla Preciado de romper con el binarismo impuesto.
Por eso resulta imposible enclaustrar esta película en un solo adjetivo. Orlando es tanto un documental como una ficción, tanto una adaptación como un relato libre. Preciado va más allá en su escapada del binarismo, pues ya no solo la estructura es fluida, indefinida, sino que el director se encarga de deconstruir el aparato cinematográfico como tal, mostrando las costuras de la filmación y recordándonos continuamente que lo que vemos es una película, y por lo tanto un constructo, del mismo modo que las fórmulas binarias según las que se rigen nuestras vidas no son más que convenciones sociales.
A través de gags satíricos, Preciado expone y carga contra las dificultades diarias a las que se enfrentan las personas trans. Así pues, vemos a un grupo de ‘Orlandos’ en la sala de espera de una clínica psiquiátrica cantándole a ritmo de música pop a las hormonas y a la testosterona. O a otro de nuestros ilustres personajes entrando en una tienda de armas, vestido de caballero medieval, para hacerse con una metralleta y cumplir así con la obligatoriedad de la violencia que acarrea su nueva identidad masculina. Una imágen delirante y divertidamente anacrónica, pero que encierra una cruda realidad: todavía hoy,
las personas trans deben asumir cada uno de los estereotipos de género para encajar en su nueva identidad. Por eso, en un acto de reivindicación, muchos de nuestros ‘Orlandos’ no reniegan de la coletilla ‘trans’, sino que la llevan con orgullo.
En algunos momentos de la película, los diferentes Orlandos leen fragmentos de la novela de Woolf, y sus voces se funden al unísono. Orlando ya no es una sola persona, sino el conjunto de todos aquellos que no encajan en la identidad que la sociedad les ha impuesto. Lastimosamente, en la vida real, nuestros ‘Orlandos’ no pueden cambiar de sexo en las profundidades de un sueño plácido y silencioso. Pero tal vez textos como los de Woolf y películas como las de Preciado pueden contribuir al progreso hacia un futuro utópico, o por lo menos, uno en el que los individuos no tengan que basar su identidad en un par de letras escritas en un documento legal.