La pérdida de la inocencia
Tras calentar su cena precocinada en el microondas, Dog pasa las noches solo y triste delante de la televisión en su apartamento de Manhattan, aislado por una puerta con varios candados que lo separa del mundo exterior. Con la intención de llenar ese vacío, pide mediante un servicio de mensajería a un compañero robótico con el que poder compartir la vida. Pese a situar su fábula en una versión de Nueva York de los años 80 habitada por animales, Robot Dreams resuena con inquietudes netamente contemporáneas, las de un mundo en el que algoritmos e inteligencias artificiales determinan las conexiones humanas en las redes sociales.
Tradicionalmente, la programación consistía en indicar al ordenador una serie de órdenes muy concretas y precisas sobre las tareas que debía realizar, de modo similar a las instrucciones de una receta de cocina. Por contra, las inteligencias artificiales (como los algoritmos de recomendación de las redes sociales) se construyen a base de presentar al programa una serie de ejemplos de respuestas correctas (videos que gustan a un determinado usuario) y es el programa por sí mismo el que infiere las reglas necesarias para dar lugar a esa respuesta (encontrar y ofrecer vídeos similares). Curiosamente las denominamos inteligencias artificiales porque el cerebro humano funciona de manera similar. De pequeños, no nos enseñan las reglas gramaticales del lenguaje, sino que aprendemos a hablar tras haber escuchado muchos ejemplos de conversaciones.
Por eso el arte en general y las historias en particular tienen tanto valor para el ser humano: nos ponen en situaciones ficticias y nos ayudan a entender mejor el mundo, codificado con nuestro propio “lenguaje de programación”. De este modo de aprender buscando patrones surge el gusto del público por los géneros cinematográficos. Los arquetipos de personajes y patrones argumentales son un terreno seguro y reconfortante, validan en cierta manera nuestro conocimiento sobre el mundo (los adolescentes que se acuestan en un slasher serán probablemente los primeros en ser asesinados). Por extensión, cuando aparecen variaciones a la fórmula y se rompen nuestras expectativas, se desvelan oportunidades poderosas para revelar verdades más profundas.
Pablo Berger se demuestra conocedor de estas reglas y Robot Dreams bebe mucho de lugares conocidos y referencias cinematográficas. Gran parte del metraje se despliega como un slapstick mudo de carácter episódico que recorre diferentes postales de la vida de los personajes a lo largo de un año. Resulta curioso cómo, a pesar de ser Nueva York el escenario de la acción (maravillosamente recreada gracias a un destacado y limpio trabajo de fondos), la naturaleza presenta una importancia central (tanto como reloj que marca el paso del tiempo como de co-protagonista de muchos de los capítulos del film). Aparece así una de las grandes respuestas que propone la película, el gusto por el simple transcurrir de la vida, por los placeres simples pero importantes que ofrece lo cotidiano cuando se vive en compañía. Para superar la soledad, no sólo necesitamos estar acompañados sino que debemos situarnos en el lugar del otro, una de las capacidades fundamentales del cine. De manera casi literal y haciendo uso de las posibilidades de la animación, encontramos planos recurrentes donde la cámara se coloca dentro de la cabeza de Robot o incluso de un muñeco de nieve.
Aunque el lugar primordial donde busca situarnos la película es en la mirada inocente de la infancia. El conjunto (el slapstick animado de formato episódico) remite de manera directa a las series de dibujos animados para niños. La infancia es un lugar privilegiado desde el que observar porque, al carecer de ese bagaje que va otorgando la experiencia, permite descubrir el mundo con una pureza libre de filtros y prejuicios desde la que construir nuevos caminos. Una posición especialmente vulnerable pero quizás por ello, también capaz de producir impactos más trascendentales. De esta manera, la experiencia del visionado de Robot Dreams se revela en último término como una recreación de la pérdida de la inocencia destinada a resituarnos para conectar con el otro y reencontrarnos con nosotros mismos.