Sea por vocación o por necesidad ante la capacidad económica y programadora de otros certámenes rivales, la última edición del Festival Internacional de Cine de Gijón siguió demostrando la apuesta por un cine pequeño e inquieto, alejado de los caminos más acomodados del cine autoral, renunciando en buena medida a convertirse en espacio para preestrenos comerciales (aunque sí se pudo encontrar una muy cuidada selección de los mismos en secciones paralelas). Todo ello con estimulantes resultados a pesar de pagar algunos peajes mediáticos, como por ejemplo inaugurar con el estreno mundial de la muy mediocre Lobo. O prestarse a servidumbres localistas, como programar Los últimos pastores en una de sus secciones oficiales, cuyos personajes castellano-parlantes enmarcados en lo que parece un publirreportaje a favor de la caza del lobo (lo cual es comprensible por otra parte) la convierten uno de los pocos títulos que habría apoyado VOX si no les hubieran echado del gobierno municipal merced a su torpe intento de tomar las riendas artísticas del certamen, lo que además propició el salto a la arena mediática del FICX. Siempre nos quedará el gusanillo de comprobar cómo hubiera sido su modelo de festival “no sectario” que programase cine no independiente y que promoviese sus valores. Por las risas.
En el punto exactamente opuesto al que promueve la ultraderecha se situaron las películas ganadoras de los principales premios de las secciones oficiales. En Retueyos, dedicada a cineastas poco experimentados, triunfó De facto, de la bosnia Selma Doborac, un film que es capaz de convocar los horrores y la maquinalidad de la lógica bélica desde las impertérritas alocuciones a cámara de dos actores en larguísimos planos, un planteamiento tan riguroso y consecuente como potencialmente exasperante. Y en la sección Albar, la que convoca a los directores más consagrados, se llevó el máximo galardón un habitual del FICX como Radu Jude, figura que encarna mejor que nadie la voluntad libérrima y el espíritu crítico ante el poder político y económico, ante los conatos totalitaristas que quieren abrirse paso entre nosotros o que nunca nos dejaron. Fue sin duda uno de los títulos que más brillaron del festival, convocado en este texto junto a otros dos destacados films que coincidían en examinar la continuidad y posible ruptura de las dinámicas y roles de sus personajes a lo largo del tiempo o el espacio.
Jude se enroca felizmente en la locura y complejidad satírica para aplicar en Do Not Expect Too Much of the End of the World otra mirada vitriólica y demoledora a la sociedad rumana actual, donde la explotación y la censura siguen muy presentes pero sus formas han mutado desde los tiempos de Ceaucescu. Jalonada por insertos de la película Angela Moves On, dirigida por Lucian Bratu en 1981 y que tiene a una taxista de Bucarest por protagonista, las escenas elegidas denotan en primer término el machismo del mundo en el que se mueve su heroína y dialogan con la peripecia en presente de una conductora de Uber, no por casualidad también llamada Angela, contratada para asistir en la producción de un anuncio de seguridad laboral de una empresa austriaca instalada en Rumanía. Esta mujer tiene además la afición de colgar videos en Tik Tok malsonantes y subversivos, aunque demasiado confundibles con el paisaje habitual de la sociedad en que se mueve, alimentando ese gusto de Jude por jugar con los límites entre lo genuino y lo paródico. Además, la lucidez de este personaje no le impide ser al mismo tiempo colaborador en la situación socioeconómica del país, como todos en realidad, aceptando unas circunstancias laborales abusivas. Ese contexto cotidiano que se despliega ante nuestros ojos según se desplaza en su vehículo nos retrotrae en alguna medida a aquellos paseos de la profesora en la fantástica primera parte de Un polvo desafortunado o porno loco, un film con el que guarda mucha afinidad, incluyendo su carácter de crítica social en forma de comedia negra o la concentración espacial y temporal de su tramo final. Aquí se reproduce en el mencionado anuncio que tratan de rodar con crecientes restricciones dictadas por el interés empresarial hasta alcanzar un grado cero de autenticidad, una actitud censora que tiene su eco en el triste trasfondo humano que se desarrolla en el fondo de los planos de la película de la taxista, que Jude pasa a cámara lenta en muchos momentos para realzar ese espacio que no les habría preocupado controlar a las autoridades rumanas del momento. Do Not Expect Too Much of the End of the World también recupera en presente a la actriz y al personaje de Angela Moves On, además del hombre devenido en marido, de manera que Jude les hace habitar el mismo espacio diegético que ocupa la Angela actual, sugiriendo así una continuidad histórica de algunos de los males que sufre la sociedad rumana, en realidad el tema mayor de su obra como cineasta.
Siguiendo la estela propuesta por Jude al utilizar Angela Moves On como comentario comparativo en su film, el visionado de Concrete Valley me hacía pensar en una notable película turca de 1979, y por tanto coetánea a la rumana, que tuve oportunidad de ver hace unas semanas en la SEMINCI. Black Head, dirigida por Korhan Yurtsever, examinaba la experiencia de una familia que emigraba a Alemania, la diferente manera de enfrentar la asimilación entre marido y mujer, cómo sus roles iban mutando por el diferente contexto social y las respectivas situaciones laborales. Aquella obra, cuidada en lo formal aunque el paso de las sucesivas escenas estuviera montado a machete, derrochaba el dramatismo tonal que podría esperarse de un film turco del momento, justo lo contrario que la discreción y sobriedad que Antoine Bourges aplica a Concrete Valley, con la que mantiene acusadas similitudes argumentales, y protagonizada esta última por un matrimonio sirio emigrado a Canadá. La narración se los encuentra ya allí, él sin trabajo, igual que le terminaba sucediendo a su homólogo turco, ambos dependientes de sus esposas, que además se muestran preocupadas por el mundo asociativo, aunque en Concrete Valley nunca relacionado con la lucha de clases que sí caracterizaba al de Black Head, señal bastante elocuente de los tiempos que corren. De hecho, en una escena en particular el hombre sirio parece querer justificar su situación de desempleo con el nivel de exigencia que pondría a sus potenciales empleadores en las entrevistas de trabajo, pero dentro del contexto de la película su actitud sólo resulta impostada y ridícula. En todo caso es muy curiosa esa condición del protagonista de curandero o algo similar, siempre ofreciendo diagnósticos y remedios a las personas que le rodean, cuando él es incapaz de solucionar sus propias neurosis. No encontraremos los estallidos de furia machista del hombre turco de Black Head, pero sus comentarios, su lenguaje corporal, incluso su incapacidad para culminar el acto sexual con su mujer, sugieren un personaje herido en su orgullo masculino tras una correlación de fuerzas en su matrimonio que necesariamente tiene que haber cambiado en este nuevo contexto socioeconómico en el que se mueven. Es esa misma sutileza que desprenden las dos escenas que enmarcan la narración, sendas clases de inglés donde el marido habla primero con cierto orgullo de cómo conoció a su esposa y en la última escena del film fabula una historia en la que se convierte en héroe frente a su hijo y sus amigos, manifestando así esa desesperada necesidad de reconstruir su modelo de masculinidad, un viejo rol patriarcal hecho pedazos.
En el film portugués Légua, de los directores João Miller Guerra y Filipa Reis, las figuras masculinas tienden llamativamente a desaparecer al ritmo que el cuidado de una enferma gana importancia en el devenir argumental. De hecho, aunque en su obra previa, Djon África, el protagonista sí era masculino, la historia trataba la búsqueda de la figura paterna eternamente ausente. Ambos films denotan la importancia que para sus realizadores tiene el salto generacional y la posibilidad de que los roles se perpetúen o que puedan mutar. La protagonista de Légua trabaja en el servicio doméstico de una vetusta mansión y sus planes para marcharse a Francia con su marido se truncan cuando la estricta ama de llaves enferma. Con unos dueños ausentes durante todo el metraje, el inmueble es el elemento central al que se subordinan los personajes y que determina la puesta en escena siempre que nos encontramos en ese espacio. La arquitectura y el mobiliario condicionan unos encuadres donde las personas parecen ser meros invitados. Esto sucede hasta que la enfermedad de la veterana sirvienta trastorna el status quo que ella mantenía férreamente, y la cámara convierte finalmente a estas dos mujeres en el centro de su atención. El sentimiento de obligación de la protagonista hacia su compañera convaleciente nace quizás por solidaridad de clase, pero fundamentalmente por una cuestión de rol social, por un ánimo de reciprocidad pasada (ella le había echado una mano cuando había criado a sus hijos) y futura (espera que su hija también la cuide cuando sea mayor), en un ciclo atávico de cuidados/protección por supuesto siempre femenino. Es muy curiosa en este sentido la escena de la fiesta de cumpleaños de la protagonista en la que ella misma tiene que cocinar, ejerciendo de anfitriona de su propio homenaje, una situación que puede resultar chocante por un lado, pero cuya normalidad queda sellada por la admirable naturalidad y espíritu popular que denotan las imágenes. La película deja abierta la posible ruptura en la continuidad de esta dinámica en la siguiente generación (como sucedía también en Djon África), en la figura concreta de la hija a quien nunca vemos realizar ninguna tarea, ya un ser de otro tiempo, cuya existencia presente está más determinada por la tecnología comunicacional y el ocio, y para quien esa transmisión milenaria de roles quizás se pueda acabar, para bien y para mal. En realidad es un film un tanto crepuscular, donde los hábitos y gestos repetidos hasta la saciedad van a terminarse, donde la previsible venta de la casa puede significar también la disolución de una cierta manera de entender las relaciones laborales, una explotación de clase muy presente aunque sólo sugerida, latente pero invisible como los propietarios de la casa, que mutará en nuevas formas de dominación económica. Es preciosista en su fotografía, con un extraordinario uso de la luz, así que resulta una gozada contemplar las imágenes de sus 16mm, de una peligrosa belleza atemporal como parecen ser los espacios que transitan los personajes y que les invitan a perpetuar su situación.