Es curioso cómo en este año tristemente simbolizado en Argentina por una motosierra, su cine y el sudamericano por extensión han brillado con más fuerza que ninguno en las citas más autorales del otoño festivalero español. Si en Donosti deslumbraba Los delincuentes y La práctica emergía como el mejor título de la sección oficial, si la brasileña Retratos fantasma se antojaba como el film más lúcido de la SEMINCI, en el caso del FICX, y siguiendo con esta subjetiva valoración, otros tres títulos de la América más meridional destacaban nítidamente. Son tres obras que además coinciden en lidiar con la muerte y con la posibilidad de lo maravilloso para abundar en dispositivos culturales que nos permiten dialogar con la ausencia.
El título de esta pieza está tomado de una de las sorpresas que deparó esta edición del festival. Las Muertes y maravillas del director chileno Diego Soto es una película pequeña por vocación, que funde lo real y lo trascendental en una historia sobre un grupo de jóvenes amigos que pierden a un compañero. Porque nada más real que la muerte, y nada produce mayor inquietud metafísica que ese acto de desaparición al que estamos todos abocados. El periplo de estos chavales hace explícita la necesidad de prestar atención al sustrato real de la vida, a lo que hay a nuestro alrededor, el mundo cotidiano lleno de pequeñas cosas. Así lo manifiesta el amigo cansado de fantasías peliculeras hipertrofiadas, también el director interpretado por el propio Diego Soto que recoge a los tres jóvenes de luto y les habla del tipo de films que realiza, en un momento deliciosamente metacinematográfico (y que ya nos sugiere la idea de mezclar diferentes niveles de realidad), como la chica que habla de la necesidad de escribir poesía en todo momento y sobre cualquier cosa, ya que la poesía puede encontrarse y componerse desde cualquier lugar, como según ella defendía Jorge Teillier. El título del film proviene de hecho de su poemario Muertes y maravillas, que cae en las manos uno de los chicos, y que le sirve de acicate para componer unas estrofas inspiradas por el fallecimiento de su amigo. Y es precisamente este chico quien parece así tener la capacidad de poder asomarse a otra dimensión, como si la poesía fuera una llave que nos abre la puerta a otra realidad, a otro nivel de percepción alejado de la racionalidad. Primero muestra curiosidad por los ritos esotéricos a través de una lectura de manos, también se cruza con los ritos religiosos en la forma del bautismo que le propone inopinadamente otro personaje, para finalmente aparecérsele el fantasma de su amigo muerto. Todo ello tratado desde un registro en sottovoce, en escenas que privilegian la continuidad del plano, en un tono cálido y acogedor, siempre matizado de luz, para construir uno de esos films que no se da mucha importancia a sí mismo y que nos invita a quedarnos en sus imágenes.
Si Muertes y maravillas propone la poesía como elemento de contacto con lo ausente, en el caso de Las cosas indefinidas María Aparicio recurre al medio cinematográfico, a su connatural poder para convocar fantasmas, para dialogar con los muertos [1]. El tercer largometraje de la joven directora argentina está protagonizado por una montadora que acaba de perder a un compañero cineasta mientras se encuentra embarcada en el montaje de un film sobre la ceguera a base de testimonios orales y de evocadoras grabaciones en Super-8. La muerte o la finitud está en el centro del relato, la del fallecido amigo de la protagonista, la de los cuerpos capturados por la cámara que automáticamente pasan a ser pasado e inexistentes, la del propio material fílmico cuya conservación siempre es un reto, o la de las personas ciegas entrevistadas, para quienes las imágenes se han acabado, se han convertido en recuerdo, en sueño, igual que se hacen pasado e irrealidad cuando quedan fijadas en el soporte cinematográfico. Es así una obra muy reflexiva y didáctica, que abunda en la praxis fílmica, en la manera de construir el sentido de las imágenes, en su poder para fijar y evocar, para generar fantasmas. Pero tampoco deja nunca de lado la posibilidad de la emoción, tanto en el día a día que viven los personajes como la que puede manifestarse desde el material con el que trabajan. Sus múltiples capas proponen una obra compleja pero nunca caótica, donde cada imagen y cada palabra tienen peso, otorgado por pensados encuadres principalmente fijos, su ritmo pausado que concentra la atención en los elementos de la película y unas nítidas alocuciones. Su gusto por los primeros planos, convocados en su justa medida, surge de la necesidad de poner en primer término aquello que dicen los personajes y cómo les afecta. Pero al mismo tiempo, también se nota que en buena medida hablan por boca de la propia Aparicio, quien de hecho hace personalmente la voz en off que nos pone en situación en algunas escenas. La montadora defiende que no se debe traicionar a las imágenes, mientras su ayudante manifiesta en el tramo final de la película que “hay que confiar en las imágenes, nos dan más de lo que creemos”, palabras todas que sin duda firma la directora en lo que entiendo como una indisimulada declaración de amor al cine.
La muerte también es el tema mayor de Eureka, como manifestación última de la tragedia de los pueblos indígenas americanos. El más reciente film de Lisandro Alonso se abre con la imagen en blanco y negro en formato clásico de un indio en un escenario western, pero la atención de la cámara vira inmediatamente al personaje que interpreta Viggo Mortensen, una suerte de pistolero en busca de su hija, el guiño más evidente de los que podemos encontrar en la película a la filmografía de su autor. Pero algo no funciona, es una narración que suena falsa, impostada, con detalles incluso efectistas, y que lógicamente se revelará como una farsa, una representación supremacista, una ficción dentro de la diégesis tras una estupenda transición que vuelve a poner al nativo americano en el primer plano ya en nuestros días dentro de una reserva india en Dakota del Sur, presentada en un formato más panorámico que no necesariamente amplía el horizonte de sus personajes. Todavía habrá más transiciones y desplazamientos que hacer, misteriosos meandros que recorrer, personajes que aparecen y desaparecen, en un film que se ocupa de los espectros del colonialismo dentro de la narrativa propia de Alonso, con la dilatación temporal de planos y situaciones típica de su obra, especialmente apropiada para ese congelado escenario de devastación social en medio del oropel estadounidense. El refugio para sus personajes parece encontrarse entonces en el espacio místico (maravilloso) de las reencarnaciones y los sueños, en realidades que se superponen como sugiere la profusión de lentos fundidos-encadenados de su tercer segmento, para terminar de conformar una evocadora obra de hiriente belleza.
[1] Ambos films coinciden en apelar a Robert Bresson, de manera más furtiva en Muertes y maravillas, donde podemos adivinar las imágenes de Al azar de Baltasar en un televisor al fondo de un plano, y más explícitamente en Las cosas indefinidas, donde la montadora cita unas palabras escritas a propósito de Las damas del bosque de Bolonia y expresa su deseo de hacer una película de gestos bressonianos. Quizás los dos encuentran en el maestro francés la capacidad para trascender desde una imaginería muy material, esencial y cotidiana.