IFFR 2024

Rotterdam, Rotterdamned, Rotterdoom. Unas cuantas impresiones a propósito del IFFR 2024

Rotterdam, quinto asalto. Esta es la tercera vez que piso el Festival, sin contar los dos años de escalada pandémica en los que el IFFR se celebró online, con la selección algo más reducida, y a puerta cerrada. Mi avión aterriza en Amsterdam peleándose con el viento que unas horas antes, en Valencia, amenazaba con cancelar el vuelo. Mi compañero de al lado se agarra al asiento de delante, yo pienso que si nos caemos me van a encontrar con una novela de Brian De Palma en el bolsillo del abrigo y un bolsilibro en la mano —de Michael McDowell, un puto genio a caballo entre el fantástico y la gran literatura—. Mientras cruzamos las últimas nubes de un día grisáceo pienso en las cosas que me gustan del Festival:

Su mirada desinhibida a géneros, cinematografías y productoras. En un mismo año puedes tener a Pedro Costa y a Johnny Mak, a los Hermanos Mannetti o a Alexander Kluge. 

Su apuesta por un cine joven, con tendencia a la mirada periférica, alegremente bizarro y divertido. 

Su programación ajustada. Nada de jornadas atiborradas de películas y maratones. Si a las 20:30 te miran mal cuando se te ocurre ir a cenar a cualquier parte, lo suyo es que el cine acabe a una hora prudencial. Ante todo, que haya posibilidad de ver el catálogo completo de la selección. 

Para todo lo demás, las cosas siguen igual. La gente entra en la sala con nachos y copones de cerveza (¡por qué no me los compraría yo!), se oye el plop de los cascos en mitad de la oscuridad y la calefacción te achicharra, pese a no ser uno de los inviernos más crudos en la ciudad. El Bar Panenka sigue programando los partidos más interesantes de las ligas europeas. Las bicicletas atiborran cada esquina de la ciudad y amenazan con atropellarte en el cruce menos pensado. Este año no hay Trivial cinéfilo en la cafetería, o lo que sea, al lado del Doelen. Los cines siguen manteniendo sus instalaciones en perfectas y envidiables condiciones, más aún cuando vienes de una ciudad en la que cada vez hay menos salas y menos oferta. La cocina del Surinam sigue siendo un misterio y el paisaje neerlandés una sucesión infinita de árboles, molinos e invernaderos. Y la vida sigue.      

De nuevo, el IFFR tiene mucho que ofrecer. Una de esas películas podría ser The Soul Eater (2024), de la dupla Maury/Bustillo. Ha pasado mucho tiempo desde À l’interieur (2007), quizá una de las películas más contundentes de aquella ola del cine francés de género. Un filme que jugaba con unos cuantos temas, desde la maternidad fracasada al asedio doméstico, pero cuya principal baza era el arrojo, la inventiva con la que ambos directores ponían en escena cada situación. Con Livide (2011) quisieron trasladar sus coordenadas estéticas a un contexto más clásico, con resultados irregulares. Y lo cierto es que el resto de su trayectoria ha ido de más a menos, entre ejercicios de estilo como The Deep House (2021) o producciones lastradas por su falta de potencia visual, como Aux yeux des vivants (2014). 

IFFR 2024 - The Soul Eater

The Soul Eater, de Alexandre Bustillo y Julien Maury

The Soul Eater es lo más cerca que ambos están de rodar un thriller de corte mainstream, adaptación ligera de cualquier best-seller que coquetea con lo sobrenatural como señuelo para explicar otro caso de explotación infantil en la Francia rural. Visto así resulta un poco decepcionante, dado que la contundencia de algunas escenas no salva esa sensación de atonía del conjunto. De máquina perfectamente engrasada cuyas teclas, en realidad, podría presionar cualquiera. Y ese es, posiblemente, el mayor reproche para dos cineastas que hace unos años nos enseñaron cómo se divertían con el género, cómo probaban ideas, imágenes, momentos ciertamente perturbadores, pero que con el correr del tiempo no han sabido cómo mantener o actualizar. Fabrice du Welz, otro que de tanto en tanto asoma la cabeza por Rotterdam, se ha quedado como el último/único francotirador de aquella camada de jóvenes directores en lengua francesa. 

Otro regreso esperado fue el de Bill Plympton. Slide podría calificarse como un milagro, entre su financiación mediante Kickstarter y lo difícil que resulta encontrar esa otra animación que sirva como revulsivo al monopolio del digital. Si a eso le sumamos que el director de Your Face (1987) está cada vez más cerca de los 80 años, su último largo merece ser visto como una celebración, explosión de estilo, dibujo y confianza en una estética disparada con esa mezcla de tosquedad e hiperexpresividad del trazo. No importa si toma los códigos del western y los bate con un poco de especulación inmobiliaria, si coquetea con cierto mensaje eco y denuncia sobre la usura con la que se mantiene la llama del capitalismo; la cosa es que uno sigue sus imágenes embelesado, con esa fascinación hacia un dibujo mutante, acelerado, como un electroshock animado que nos recuerda esa otra técnica, ese otro estilo, tan tradicional como generalmente marginado, siempre dispuesto al arrebato y al genio creativo. A la sorpresa y a la violencia. A la emoción, en definitiva. 

IFFR 2024 - Slide

Slide, de Bill Plympton

Rotterdam fue, también, terreno de peculiares homenajes y relecturas. Una bien curiosa fue Diálogos depois do film (2023), de Tiago Guedes. Producida por Paulo Branco, que en la presentación en sala no dudó en dar las gracias a la Televisión Portuguesa por la ayuda aportada para la película, nos sitúa en un terreno difícil. Matizo: a Guedes se le conoce, sobre todo, por la más que estimable Coisa ruim (2006), en la que navegaba por el cine de género, y por una carrera que ha tanteado los trabajos para TV. Aquí, en cambio, la apuesta es diferente: de un lado, cinco cortometrajes unidos —pudieron ser más, por cierto— en forma de película; del otro, los Diálogos con Leucò de Cesare Pavese como punto de partida. Vaya por delante que hablar de cine y Pavese implica, inevitablemente, recordar a Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Su sombra es alargada. Frente a esa situación, Guedes opta por un planteamiento que camina entre lo didáctico y lo dialéctico. Le interesa subrayar la división entre dioses y hombres, y cómo cada uno de los diálogos pone en palabras los asuntos morales, mundanos o emocionales. Pero al mismo tiempo no renuncia a que sus propios actores tomen la palabra y expliquen antes de cada diálogo su forma de ponerse en escena. La preparación para Pavese. 

En algunos compases da la sensación de que la película no funciona; demasiada reiteración en la propuesta y demasiada interpretación en esos tableaux vivants de composición, a veces, perfecta. Sin embargo, resulta justo reconocer su esfuerzo por acercar la voz y el acento a la obra más allá de Pavese. A discutirla. A preguntarnos si todavía se puede mantener con vida. A cuestionar qué es eso que excitan las palabras. Por mucho que el conjunto final se quede en algo menor, como un ejercicio de comentario de texto.

IFFR 2024 - Diálogos depois do film

Diálogos depois do film, de Tiago Guedes

Con yours,, película colectiva concebida como homenaje a Chantal Akerman, las sensaciones son diferentes. Tengo la sensación de que la carta o el homenaje son géneros visualmente muy agradecidos; siempre recogidos, siempre preocupados por glosar en imágenes los aspectos mínimos e infraordinarios de las cosas. Y es cierto que esta película va más allá del homenaje a Akerman para componer una serie de propuestas artísticas a partir de Akerman, abriendo así el abanico a los numerosos asuntos que fluían en sus imágenes. Así, aquí convive el espacio público y el doméstico, la voz, la imagen y la escritura (a mano, o como reflexión de esas otras dos: de voz y de imagen), la soledad y la ternura. Las artistas visitan el cine de Akerman; la pregunta que flota, más aún tras la tonta controversia suscitada por las votaciones de Sight and Sound, no es tanto la de la vigencia de sus imágenes, sino más bien hasta dónde pueden dar de sí. Un trabajo bellísimo. 

Eco Village (2024), de Phoebe Nir, podría definirse como pura algarabía visual. Rodada en 16mm, nocturna y granulosa, la película juega con tino sus dos mejores bazas: la presencia magnética de Sidney Flanigan como actriz principal y su desconcertante mezcla de musical folk y sátira de baja intensidad sobre una América inevitablemente burguesa. Más que planificar, Nir parece arrojar la cámara contra sus actores, cortar las escenas a mordiscos y jugar con la luz sin miedo al desenfoque. No en vano parece decirnos que son esos los únicos momentos de alegre anarquía que se puede permitir la película; eso, y un volantazo final que rompe el timing cómico para enseñarnos que, en el fondo, todos los personajes del filme son igual de mezquinos, ya sean hippies, urbanitas, burgueses o espíritus libres. La posibilidad de una arcadia rural es, como tantas otras cosas, un cuento chino.  

IFFR 2024 - Eco Village

Eco Village, de Phoebe Nir

Con el cine holandés que se pudo ver en el festival, las sensaciones fueron encontradas. De un lado está Melk (2024), de Stefanie Kolk, que narra el drama de una mujer que ha perdido a su bebé pero que tiene que lidiar con un cuerpo, el suyo, que pese a la tragedia sigue produciendo leche materna. La película, por lo demás bastante sobria, trata los temas sin desentonar, con esa asepsia formal tan de telefilm, pero no logra sobreponerse a lo duro de su premisa. No hay lugar para algo más, el trabajo de la metáfora, el dibujo del horror y el duelo. Todo sucede sin demasiada estridencia y el drama se cierra como cabría esperar. Un asunto diferente es el de Future Me (2024), de Vincent Boy Kars, que ya presentó hace unos años en el IFFR Drama Girl (2020). Aquí, nuevamente, sus preocupaciones pasan por la representación visual de uno mismo y de su entorno, la reflexión sobre los límites de la no ficción y el trabajo de bio/videografía. Así, el cineasta se acompaña de un actor que le interpreta, así como de un elenco con el que representa partes, episodios o figuras de su vida. La cuestión es que Kars continúa pecando de cierta debilidad formal —sus películas funcionarían mejor si se trasladasen al teatro de artes vivas, por ejemplo— que hace que el filme sea interesante a ratos, con ramalazos de buenas ideas visuales y también con la impresión de pereza o atonía porque no hay nada más allá de la reflexión de la reflexión de la reflexión del cineasta sobre sí mismo. Solo una imagen chata multiplicada de diferentes maneras a lo largo del metraje.

Melk

Melk, de Stefanie Kolk

Praia Formosa (2024), de Julia de Simone, parte de una premisa interesante: el arranque del filme nos introduce en la zona portuaria de Rio de Janeiro. Se trata, como señala la propia cineasta, de un espacio de confluencia de culturas e historias. Valiéndose de un cine que no le debe nada a nadie, la película mezcla la mirada etnográfica con ciertos ribetes fantástico, el salto temporal y la disección del presente, para narrar los avatares de una inmigrante congoleña que se ve arrastrada hasta otra realidad y obligada, por tanto, a echar raíces en un territorio cambiante. De Simone se acerca a esa mujer desde una mirada decolonial —no en vano, su protagonista fue víctima del comercio de personas en el Siglo XIX— y documental, posando su cámara casi sobre la piel y capturando cada movimiento, cada ritmo y cada palabra como quien lleva a cabo algún tipo de hechizo. Confiada en que a través de esa mujer y lo que la huella de la inmigración africana ha dejado en Rio son suficientes para explicar algo más de un siglo en la evolución de un lugar. A la película se le puede reprochar cierta superficialidad en sus imágenes, en el sentido de que muy pronto se rompe la fuerza con la que arranca y el desarrollo se vuelve, incluso, aburrido. Tal vez, de Simone se encuentra menos cómoda en una narración convencional, con todo lo que da de por sí esa palabra, que le obliga a pagar ciertos peajes a la hora de contar su historia y para la que no se permite otro tipo de herramientas. Porque, en verdad, la base de Praia Formosa es interesantísima y sus ramificaciones e investigaciones también. Pero hay algo, y esa es una tónica habitual en el cine programado en Rotterdam, que nos hace pensar una y otra vez en el vértigo con el que el audiovisual contemporáneo ha sacrificado la narración en imágenes, o la capacidad de saber narrar desde las imágenes, de su cuerpo de trabajo. 

Praia Formosa

Praia Formosa, de Julia de Simone

En la serbia 78 Days, Emilijia Gasic nos explica cómo era la intimidad de una familia cualquiera en tiempos de guerra. Para ello cede el protagonismo a tres hermanas y una cámara de vídeo mediante la cuál registrar lo íntimo y lo insignificante, el segundo plano más allá del bombardeo sistemático y la tragedia. La elección estética, porque se trata de una ficción elaborada con las hechuras de un documental, se ve respaldada por el intento de construir un coming of age a través de esas niñas obligadas a crecer en un tiempo demolido. Lo interesante del filme radica no solo en lo ajustado de las interpretaciones de sus actrices, sino también en todo ese trabajo con aquello que se ve y no se ve, el contexto histórico y lo que en verdad sucedía en primer plano, que Gasic no necesita invocar una y otra vez en sus imágenes para hacernos entender que, efectivamente, está ahí. Es decir, que no hay distancia posible con la guerra ni tampoco intimidad, porque esta lo atraviesa todo. Colarnos en ese momento excepcional es otra forma, también excepcional, de ser testigos de ello. 

Desde el cortometraje también se pudo ver en el festival Like a Sick Yellow (2024), el último trabajo de la cineasta kosovar Norika Sefa. En él encontramos una interesante conexión con 78 Days, en tanto que Sefa nos traslada, a partir de unas grabaciones domésticas, al Kosovo de los 90 al borde de la destrucción. Lo que vemos son rostros, lugares, voces que explican y otras que hablan pero no se escuchan, celebraciones, reuniones y la sensación de comunidad, mientras a lo lejos de la imagen se pueden ver las señales de la guerra que viene. La cineasta trabaja el material desde la mesa de montaje y quizá se le pueda reprochar que apenas intervenga sobre las grabaciones; que nos presente ese bruto como una hiperrealista muestra de la vida (casi) en tiempos de guerra. Sin embargo, lo cierto es que hay algo de fantasmagórico en todo ello, de sentir que se observa unas vidas congeladas en la imagen crepitante del VHS, prematuramente envejecidas y, tal vez, ya desaparecidas, cuyas palabras, a ratos ininteligibles, nos hacen pensar una y otra vez la misma cosa: qué nos querrían decir antes de que el mundo acabase. Y eso, definitivamente, da algo de miedo. 

78 Days

78 Days, de Emilijia Gasic

Con Veni, vidi, vici (2024), Daniel Hoesl y Julia Niemann abandonan el territorio del documental para, bajo el auspicio en la producción de Ulrich Seidl, abonar el terreno de la sátira social. Aquí, a cuento de la impunidad con la que siguen moviéndose las clases más privilegiadas. La película puede resultar controvertida por su falta de pudor a la hora de valerse de cualquier argumento para dibujar la violenta suficiencia de sus protagonistas —véase su arranque—, pero la realidad es que peca de los mismos vicios que el cine de Ruben Östlund o, por ceñirnos a otra película proyectada en este IFFR, Una historia de amor y de guerra (Santiago Mohar Volkow, 2024): su discurso termina siendo reversible, hasta el punto de que es difícil no ver en los cineastas una inclinación reverencial hacia sus fascinantes protagonistas. A su favor juega que no abusan muchos de las lecturas morales ni la concienciación colectiva, con lo que ahorran esa cuota de sermón cinematográfico, pero tampoco son capaces de ocultar que, al fin y al cabo, hay poco que decir en mitad de tanto fuego de artificio. La forma, y la confianza en que esa mezcla entre sarcasmo y escarnio son motivos suficientes, lo puede todo. 

Me, Maryam, the Children and 26 others (2024), de Farshad Hashemi, reincide en las dificultades con las que el cine iraní intenta salir a flote entre tanta carencia y embargos. Se trata, pues, de una película formalmente pobre, aparentemente simple, que mezcla las tribulaciones de su protagonista femenina con el rodaje de una película en su domicilio. Sin embargo, resulta sorprendente ver cómo desde esa sencillez se teje una hermosa vindicación del oficio cinematográfico y del sentimiento de comunidad que se genera en ese espacio compartido. Y en verdad hay algo de alegría en esas imágenes pobres, a veces en exceso, de entrega y confianza en lo que se está filmando, de honestidad en lo que se nos cuenta, que consiguen superar las limitaciones del conjunto. Algo parecido sucede con Anubhuti (2024), de Anirban Dutta, que traslada la mitología de la India a una especie de tableau vivant musical, fuertemente teatralizado, en el que la imagen apenas tratada no es óbice para reparar en el trabajo de los gestos, los movimientos y la reverencia a una tradición, más poética que mística, que inflama las imágenes del filme. 

Anubhuti

Anubhuti, de Anirban Dutta

Hago una pausa en el recorrido para hablar de las secciones paralelas, a menudo, una forma de desengrasar y cambiar de ritmo con respecto a los visionados oficiales. Este IFFR trajo de nuevo a la siempre interesante Amanda Kramer —sigo diciendo que Please Baby Please (2022) es el cruce más maravilloso entre la estética de Kenneth Anger y el sentido musical de John Cameron Mitchell— con un documental no demasiado conseguido: So Unreal; se pudo ver un foco sobre las producciones hongkonesas de Scud —el mejor plan nocturno, un pase de Permanent Residence (2009)—; y se disfrutó del cine febril y enloquecidamente pop de los Hermanos Mannetti, que han resucitado a Diabolik para el cine, pero que tienen también esa pequeñísima gema llamada Zora la vampira (2000), también basada en un fumetto italiano. 

Dejo para el final dos perlas españolas, una en formato largo y otra en el cortometraje: Historia de pastores (2024), de Jaime Puertas Castillo, y Ojitos mentirosos (2024), de Elena Duque. La primera podría ser un homenaje al acervo cultural granadino pasado por el tamiz del cine de Chema García Ibarra, con esa dosis de humor esquinado y extrañamiento, pero lo justo es decir que Jaime Puertas va a la suya, prueba todo lo que puede y juega con el cine, con la imagen, el espacio, sus actores y no actores, con todo lo que sabe, sin miedo y sin vergüenza. Su película es fantástica y al mismo tiempo cotidiana, marciana y cerebral, atrevida y con esa mirada cariñosa hacia la lengua secreta de un lugar —sus ritos y sus ritmos, sus costumbres y su paisanaje— que el cine interpreta como le viene en gana. Un pequeño gran hallazgo. 

Historia de pastores

Historia de pastores, de Jaime Puertas Castillo

Con Ojitos mentirosos la sensación es parecida a la de otros cortos de Elena Duque —mi debilidad es uno sobre cómo crear un fanzine, por cierto—. Da igual lo que dure y lo que explique, lo bonito está en esa forma tan artesanal de ponerlo en forma, de crear y apropiarse de las imágenes y de explicarnos que, por muy artificiales que sean, de cartón, celuloide o de píxeles, hay algo en ellas que siempre nos fascina. La posibilidad de crear cualquier cosa, de contar cualquier cosa. De hacer, hasta con lo más pequeño y en apariencia insignificante, cine.