Tótem, de Lila Avilés

El contorno de lo inasible

TótemUna niña y su madre están encerradas en un baño público, cantando, contándose historias y riendo; la atmósfera creada entre ellas en el pequeño cubículo en el que se encuentran encandila por la complicidad que desprenden, por la sinceridad que transmiten sus rostros y la espontaneidad de sus sonrisas. De repente, alguien, desde fuera, golpea con fuerza la puerta del baño y les pide con cierta violencia verbal que salgan ya. En la siguiente secuencia, los mismos personajes viajan en coche y la dinámica es similar a la de la escena anterior: bromas, risas y juegos. Cuando están a punto de pasar por debajo de un túnel, la niña le dice a su madre que “tienen que aguantar la respiración y, mientras, pedir un deseo”. Ambas lo hacen y una vez que el juego ha terminado, la pequeña le dice a su progenitora que su deseo es “que su padre no se muera”. El silencio y la seriedad se apoderan de sus gestos y la pantalla se va a negro. Así empieza Tótem, el segundo largometraje de Lila Avilés.

Este inicio asienta de forma muy eficaz el tema principal que atraviesa la totalidad de la propuesta y, al mismo tiempo, anuncia las bases estéticas a través de las cuales la directora construirá sus imágenes. La película cuenta la historia de Sol (Naíma Sentíes), una niña de siete años que acude a la fiesta de cumpleaños que sus tías le están organizando a su padre, enfermo de cáncer terminal. El ambiente festivo se ve enturbiado constantemente por la sombra de la muerte; y el dolor se acumula en los labios de las protagonistas sin que puedan expresarlo verbalmente, puesto que la incomunicación carga el ambiente con sus cuchillos de crispación y la gelidez de su ansiedad. Así, a medida que avanza la tarde, los personajes se van hundiendo más y más en la vorágine de su propia desesperación y la inminencia de la tragedia termina rompiendo la luz de la celebración.

Tótem

Toda Tótem se construye sobre el oxímoron de un evento en apariencia lúcido que, rodeado por un cariz denso y trágico, tiene la capacidad para devorar cualquier atisbo de sonrisa que los personajes sean capaces de esbozar en sus rostros, y que, por tanto, arrastra por el suelo los leves fulgores de optimismo que hacen acto de presencia frente a la cámara; pero, pese a todo, no es, ni mucho menos, una película cargada de nihilismo ni se levanta sobre la impostura de la provocación por la provocación. Sus imágenes palpitan al ritmo sincero y sin prejuicios del corazón de su protagonista, que camina perdida por la casa de sus tías sin entender por qué no le dejan ver a su padre, a quien ya intuye cerca de la muerte. La propuesta está narrada desde los ojos de Sol y, en consecuencia, la mirada del espectador se mimetiza con la suya, recobrando esa curiosidad ilimitada típica de la infancia y descubriendo, al mismo tiempo, las hostilidades de un mundo exterior que se abalanza con sus brazos de sombra sobre su ingenuidad e inocencia recién recuperadas.

Lila Avilés compone unas imágenes íntimas y delicadas que se ven resquebrajadas por la inminencia de la muerte, que se pliegan de dolor en las cuerdas de su propia incomunicación, que dan vueltas sobre un círculo de personalidades rotas por la raíz misma de la existencia, y que, en fin, se buscan las unas a las otras en su intento de dar sentido a un recorrido acosado por lo innombrable, por el contorno estéril y frío de algo tan inasible e incomprensible como la propia muerte. Tótem, sin embargo, rechaza el fatalismo y ofrece en su tramo final un hilo de luz que vale por toda una eternidad, invita al espectador a disfrutar de esos momentos en apariencia banales y a exprimirlos hasta sacarles todo el jugo de una vida tan cambiante y dolorosa como estática y, por momento, alegre. La directora diseña una puesta en escena intimista hasta la emoción que se sostiene sobre la cercanía de una cámara que se pega con suavidad a los rostros de los personajes para retratar el fuego que se congela en su mirada, para inmortalizar el momento en el que su pasión por la vida se ve cuestionada por la presencia del final, para dejar constancia de sus erráticas, aunque pasionales, formas de comunicarse.