El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada por imágenes.
Guy Debord, La sociedad del espectáculo, 1967
Inspirado en el surrealismo de Gregg Araki y el New Queer Cinema, la obra autobiográfica de comedia negra con una estética teatral del ruso-estadounidense Wes Hurley reinterpreta, esta vez desde la ficción, la historia de su vida contada anteriormente en el cortometraje documental Little Potato. En esta nueva versión, Hurley entrelaza su característica denuncia del comunismo y la violación de los derechos humanos con su idealización de los Estados Unidos de América, ofreciendo una mirada igualmente consciente de lo que significa ser inmigrante y formar parte de la comunidad LGTBIQ+ en ambos contextos. El film, desbordado en contrastes, estereotipos y matices, abraza como tema constante la libertad. Quizás por eso mismo, desde el inicio de la película, Hurley se proclama estadounidense con la frase de Quentin Crisp: “I’ve always been american in my heart. Ever since my mother took me to the movies.”
Las películas americanas, tal como afirma el epígrafe, son el elemento fundamentalmente unificador no solo de Potato Dreams of America, sino de toda la obra de Wes Hurley e incluso de su identidad más allá de su figura como creador. Su autobiografía cinematográfica nos subraya constantemente que fueron las películas las que siempre han guiado sus pasiones y su vida. Desde el inicio, incluso antes de verlas, cuando en la URSS se reunía con sus amigos a contarse lo que habían logrado ver en la televisión, Hurley supo que las películas hablaban, trascendían fronteras y, quizás más importante e inconsciente de algún modo en esta obra, vendían de la manera más eficiente un modo de vida. Debido a que el cine es tácitamente una publicidad patriótica que, sin duda, Estados Unidos ha entendido mejor que cualquier país, y esta película da cuenta de esta efectividad del espectáculo americano.
Todo comienza cuando el pequeño Potato, mientras recibe la comida que le da su abuela en la boca, elude la realidad violenta en la que su padre borracho golpea a su madre mediante una película en blanco y negro y, bajo el foco de la imaginación, en la pantalla, la pelea se convierte en danza. Esta primera imagen metacinematográfica es profundamente poética, ya que no solo se plantea como el inicio de una obsesión por el cine que perseguirá a Potato hasta la actualidad, sino que también es un guiño al origen del cine. Cuando la experiencia no se limitaba a la pantalla y debía complementarse con una orquestación en vivo. En este caso, la vida doméstica se mezcla con la cinematográfica, y con un enfoque circense y teatral, capturado entre 10 y 18 fotogramas por segundo, nos recuerda al cine cómo escapismo histórico en el que la tragedia puede transformarse en comedia.
El relato vuelve una y otra vez sobre la influencia del cine en la afirmación de la identidad y sexualidad, en el poder para revelarle a los demás quiénes somos, incluso por mera casualidad, como ocurre en el film cuando el padrastro de Potato se da cuenta de su homosexualidad al ver que ha alquilado más de 100 veces The Living End de Gregg Araki. Pero sobre todo, el cine como discurso, capaz de liberar, acompañar e inspirar vidas y destinos. Por eso todo termina con la aseveración de Potato: «Voy a hacer una película». Concluyendo su autobiografía en una afirmación de amor al cine, reconociendo su poder e importancia más allá del entretenimiento.
A medida que la historia de Potato se desarrolla, emerge una historia paralela aún más interesante, centrada en el personaje verdaderamente complejo que expone las denuncias a cada sistema económico: la madre, Lena. Este personaje nos encanta desde el inicio con su originalidad y personalidad singular. A través de ella, empatizamos profundamente y ansiamos que ella y Potato logren la libertad que sueñan, lejos del sistema opresivo, menesteroso y execrable de la URSS. Sin embargo, aunque la primera parte del film, ambientada en el comunismo, destaca por su técnica, dirección y guion, la verdadera admiración por el rol de Lena surge al llegar a América. En esta nueva etapa, se pone de manifiesto no sólo la opresión de ambos sistemas sobre sus habitantes de diferentes maneras, sino también cómo los derechos de las mujeres, en contextos de opresión, suelen ser los últimos en reconocerse por mantener la comodidad y libertad de otros, principalmente, hombres.
Lena, como pilar narrativo, expone a través de diálogos tan crueles como reveladores, tales como “Somos inmigrantes, no tenemos derechos” o “Prefiero lavar pisos acá, que ser médica en Rusia”, una de las paradojas más claras del comunismo en el film. Esta tiranía subyugadora y miserable se convierte en un motor que impulsa la idolatría en sus compatriotas a su mayor enemigo: el capitalismo. Específicamente a Wes Hurley, llegando al punto de cambiar su nombre ruso, Vasili Naumenko, a uno estadounidense y reafirmar con insistencia, a través de su obra, que siempre ha sido estadounidense. Más allá de esto, la película expone el origen del sueño americano en el que parece idílico ser un inmigrante sin derechos ni garantías al que la sociedad empuja a ser un ciudadano de segunda clase. Recordándonos cómo el pilar de la sociedad es la soberanía alimentaria y energética, así como la libre expresión y cómo por satisfacer estas necesidades, estamos dispuestos a renunciar a todo, asombrados por las garantías que se presentan en un supermercado lleno.
Sin embargo, sólo quien ha vivido la cruenta represión puede valorar con conciencia la libertad. Sería injusto negar que, aunque por momentos Potato Dreams of America se manifiesta como una publicidad capitalista, nos habla desde hechos basados en la vida real. Más que un discurso, es el retrato personal de la vida de una familia que, creyendo en los finales felices de las películas americanas, pudo, a pesar de todo, hacer realidad el sueño americano. La película reconoce también las fallas de este sueño, pero declara que nada es peor que la imposibilidad absoluta y generalizada de no poder albergar la esperanza de tener una vida digna. Finalmente, Hurley nos muestra que nuestra nación no es el país donde nacimos, sino el lugar donde podemos ser quienes somos. Este mensaje resuena en cada fotograma de su obra, recordándonos que la verdadera libertad y la identidad se encuentran en el espacio donde podemos vivir auténticamente.