La costumbre al privilegio, equipara igualdad con opresión.
Los hombres temen que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres que ellos las maten.
Margaret Atwood
Desde Shiva Baby, y con tan solo dos películas, el dúo conformado por la directora Emma Seligman y la actriz Rachel Sennott —coescritora también de El club de las luchadoras— ha demostrado que su cine es irreverente, contradictorio y, sobre todo, moralmente desafiante y feminista. Este enfoque ha permitido que sus obras lleguen a un público amplio, desde especialistas hasta espectadores queer, quienes han encontrado en ellas una voz satírica y altamente entretenida, que no se conforma con una representación honesta de las mujeres LGBTIQ+, sino que, a través de la comedia negra, busca ser incómoda a fin de ser revolucionaria.
A través de una sátira a las romcoms de los años 2000, El club de las luchadoras lleva al límite su visión provocadora y estilo divertido, tomando como eje principal una de las películas de culto masculino más famosas de las últimas décadas: El club de la lucha, de David Fincher, para resignificarla en un universo totalmente girly y estereotípicamente político. Combinando el género con un tono de acción y parodia, para desafiar el cliché de la mujer hipersexualizada que usualmente es el único permitido en las películas de acción. Al elegir como protagonistas a dos chicas “gays, feas y sin talento” para cuestionar el derecho masculino a ser el único protagonista de una historia de violencia, venganza y amor, desde una representación justificada, enaltecida y glorificada.
PJ y Josie nos sumergen en una realidad paralela en la que las mujeres exhiben cómodamente su feminidad tóxica, lésbica y queer, sin ser juzgadas, hasta que comienzan a «comportarse como hombres», accediendo al poder y la libertad a través de la violencia física. En esta sororidad sangrienta, los falsos aliados masculinos descargan sobre ellas la responsabilidad de actuar siempre de buena fe, afectando únicamente su pequeño entorno femenino y sin margen de error —cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia—.
Sin declarar a las protagonistas como feministas, a través de motivaciones egoístas y hasta misóginas, Seligman y Sennott desafían a cada espectador a repensar la línea divisoria entre lo femenino y lo masculino. Subrayando la complejidad humana y femenina al abstenerse de retratar a las mujeres como seres sin falencias y únicamente a través de valores positivos. Por el contrario, las colman de contradicciones y las alejan de la clásica definición de «mujer feminista». Aludiendo finalmente a que aquella corriente social y política está más allá de una decisión consciente y se presenta como una necesidad permanente en la vida diaria de todas las mujeres, se consideren feministas o no.
El universo de El club de las luchadoras no puede contenerse solo en la representación del entorno estudiantil estadounidense y la generación Z, sino que puede abordarse como un micro-universo que refleja la pugna diaria entre el machismo y el feminismo en nuestras sociedades, a nivel ético y personal. Reconociendo que el epicentro emocional de aquel conflicto entre ambos ideales se debe, en gran medida, a la ira femenina y al miedo masculino a perder su protagonismo histórico.
Por ello, el guion continuamente desafía los códigos morales de cada lado, resaltando la conveniencia del apoyo masculino, la cosificación del cuerpo femenino y el derecho silencioso que los hombres han albergado durante siglos para acosar, lastimar, juzgar e incluso matar a las mujeres. En un entorno donde sus quejas quedan escondidas o silenciadas por una sociedad empeñada en defender y excusar los defectos de los hombres, al tiempo que resulta implacable con las falencias femeninas, exigiendo de ellas que “eviten” la provocación y que su pasividad sea su «fortaleza».
Desde esta mirada, la venganza y la violencia en El club de las luchadoras, al ser realizadas por mujeres, se convierte en una herramienta política que revela a la fuerza femenina no solo como simbólica, sino también física. Exaltando su rabia más allá de una forma ideológica, hasta ser carnal y sangrienta. Más aún, muestra que las mujeres también pueden y desean matar sin arrepentimiento; satisfacerse con la agresividad y ostentar deseos carnales y egoístas, además de usar sus cualidades fisiológicas únicamente para su beneficio. En definitiva, cada parte de la narración enardece el deseo femenino por ser perdonadas y entendidas, en el ámbito social y personal, de una manera tan condescendiente como se ha hecho históricamente con los hombres, especialmente en sus aspectos más oscuros e incoherentes.
Este enfoque crítico y retador se mantiene hasta el final, no sin abrir ciertas reflexiones, tan moralmente cuestionables como durante todo el film. En él, las mujeres logran por fin reivindicar su rol y estatus a través de la violencia y la fuerza, pero sólo cuando benefician los deseos de los hombres y la sociedad, además, de ser en el momento en que ambos tienen un enemigo en común que requiere de su unión para ser vencido. Acaso para resaltar la cíclica historia de la humanidad, reflexionando sobre cómo aquella pugna entre hombres y mujeres está respaldada por cuestiones sociales, políticas, económicas y cívicas que permiten el funcionamiento de la sociedad moderna. Alegando que las luchas femeninas no serán del todo reivindicadas y la igualdad no será normalizada hasta que no aparezca un nuevo rol, país, o sociedad a la cual oprimir global e individualmente.
Aunque sea poco ético, este viaje que comienza con una violencia ridículamente mínima y que progresivamente se convierte en una explosión sangrienta, termina por exhibir una realidad femenina que suele evitarse en las ficciones. Su deseo de venganza, muerte, violencia y poder hacia quienes han ejercido esos valores contra ellas, exponiendo el merecimiento de aquel deseo a partir de la sátira. Recordándonos que la mejor comedia nace de la rabia.