Gótico centennial
Después de años de remakes y adaptaciones de la mítica obra de Alex Proyas, El Cuervo sigue inspirando a la industria cinematográfica a revisitarla, quizás con obstinación, en un intento por crear una versión que finalmente haga justicia a su leyenda original. Mientras, tanto el público como la crítica siguen sin saciar su fascinación, elevando cada vez más a Brandon Lee como una figura de culto y al film de 1994 como un estandarte. Sin embargo, a pesar de las críticas implacables, la reciente interpretación de Rupert Sanders aporta una voz interesante al centrarse en la visión generacional de su audiencia centennial, reimaginando no solo la mitología del cómic sino también los valores góticos para modernizarlos. Logrando exponer la relación contemporánea de la juventud con la muerte, el horror y el romance.
Guillermo Arriaga insistía en una conferencia sobre cómo los tatuajes se han convertido en sustitutos de las cicatrices, y cómo el mercado de la actualidad se empeña en transformar la ausencia de experiencias reales y profundas en modas y tendencias. Absorbiendo sus valores sin someterse al trauma, pero adjudicándose la fuerza y glorificación de aquellas vívencias para crear una identidad ornamental. Esta apreciación bien podría resumir el rol de está última adaptación de El Cuervo, en cuanto su acercamiento no dista de un lenguaje de franquicia de DC Comics. No obstante, resulta más interesante atribuirlo a la filosofía de Eric y Shelly, concebidos como lienzos del dolor pero principalmente a través de símbolos meramente decorativos, que progresivamente exponen a una generación que se hiere a sí misma en busca de reconocimiento y “liberación”, con adicciones, intentos de suicidio y un absoluto nihilismo. Soñando con convertirse en referentes de la cultura pop, convencidos de que allí reside el heroísmo.
Esta concepción de los personajes y de la juventud favorece la construcción de una trama centrada en un romance moderno, en una sociedad sobremedicada en la que todos cargan con una patología, trauma o trastorno y el escenario más romántico se convierte en un sanatorio o centro de rehabilitación. Esta idea transgrede el sentido trágico de los eventos externos que dieron origen a los relatos más emblemáticos del gótico, transformándolo en una fatalidad interna y persistente, alimentada por los propios personajes. Evocando la literatura de Mariana Enriquez, donde el terror, la muerte y el amor son los estandartes de protagonistas deseosos de hacerse daño y de amarse precisamente por ello, exudando sus culpas, secretos y responsabilidades en eventos paranormales que, lejos de proporcionarles alivio, los maldicen y persiguen.
Está perspectiva contradice a la obra original en su sentido más profundo y quizas por ello ha recibido tanto recelo entre el público y la crítica. Puesto que su verdad no está en hechos veraces y tragedias permanentes como las ocurridas a la esposa de James O´Barr y Brandon Lee, sino en el reflejo de una generación con valores tan cuestionables como genuinos. Cambiando el vínculo con el público de manera drástica, al pasar de un relato ajeno pero altamente empatico a uno personal e incómodo que ya no se trata de cómo el amor es más fuerte que la muerte sino de cómo la alabanza al malestar y la muerte nos acercan al amor. Sin ningún testimonio de eternidad sino, por el contrario, como un santuario al deseo absoluto de vivir únicamente en el presente.
Por ello, la primera mitad del film no se centra en la venganza ni en el anhelo espiritual de restaurar el orden y la justicia, sino en permitir que el público vea reflejados sus propios defectos en la pantalla. Tal vez a través de la imprudencia, la adicción, la culpa, el remordimiento, o incluso aspectos más cotidianos como el deseo y la ilusión. Porque, aunque lo neguemos, el amor se trata cada vez más de intensidad que de compromiso o permanencia. Siendo precisamente esta fugacidad, esta falta de profundidad, lo que provoca tanto desconcierto en el público, etiquetándolo a menudo como «falta de conexión entre la pareja protagónica». Aún así, esto me parece que expresa la faceta más reveladora de esta versión de Eric Draven. Ya que él no está dispuesto a entregar su alma y sacrificarse completamente para vengar al amor de su vida, sino por alguien que acaba de conocer y, apenas, empieza a descubrir. Suscitando una maligna obsesión generacional por la novedad que transgrede al amor por emoción y lo eterno por lo efímero.
Estos rasgos y defectos se extienden al resto de los personajes, especialmente a aquellos que, en teoría, deberían ser los «buenos». Por ejemplo, la madre de Shelly, en quien se sugiere que ha renunciado a su hija para alcanzar riqueza y estatus, o su amigo, que se entrega a cierta oscuridad a cambio de sexo fácil. Esta reinterpretación se aleja aún más de la versión original, donde los personajes se dividían claramente en «buenos» y «malos», y el rescate de la bondad y el perdón eran el eje central de la trama. En cambio, el enfoque de esta versión redefine la potencia del deseo como una forma de honestidad, obligándonos a aceptar, desdichadamente, que aquella visión idealista ya no pertenece a nuestro tiempo. Para bien o para mal, somos una sociedad de lo aparente y pasajero, que también, a través de la vanidad, ha aceptado que en cada aspecto admirable existe una sombra, y que, así mismo, en cada tiniebla hay una posibilidad de redención.
El Cuervo de Rupert Sanders nos recuerda que una película como la de 1994 no se repetirá, no solo por la tragedia que la rodeó, sino también por la imposibilidad de replicar sus valores en el presente. Esto nos inspira a encontrar en esa verdad desgarradora que dio origen a la leyenda una nueva perspectiva para crear un guion original basado en experiencias reales, y no en una simple imitación, con el fin de reavivar la pasión tanto de los fans como de nuevas audiencias. Permitiéndonos reflexionar sobre cómo el desprecio hacia lo que aparece en pantalla refleja, en gran medida, nuestro propio desdén por la sociedad que nos rodea y que, inevitablemente, nos contamina e influencia. Subrayando, sin duda, que lo que más le falta a la modernidad es precisamente eso: realidad y singularidad.