El terror a menudo encuentra su esencia en la habilidad para transformar lugares ordinarios en salas de tortura, subvirtiendo sus valores y reconfigurando sus espacios, reforzando así la que podría ser su gran tesis: que nunca estamos a salvo. Estación Rocafort, la última película de Luis Prieto protagonizada por Natalia Azahara y Javier Gutiérrez, se sitúa en este mismo marco al ubicar su historia en una estación de metro.
Si bien es cierto que no es la primera en hacer esto (Death Line, Creep o End of the Line por mencionar algunas), Estación Rocafort tiene a su favor que el principal sustento de la película se encuentra en leyendas reales que vienen plagando el lugar desde los años 70, donde unos accidentes desafortunados y toda una serie de suicidios en muy poco tiempo (cuatro en menos de un mes) mancharon sus paredes con el calificativo de malditas. Desde entonces, los empleados del metro han reportado incidentes extraños como misteriosas figuras en las cámaras de seguridad o inexplicables ecos de voces que provienen de las profundidades de los túneles.
En este contexto, la película construye su historia alrededor de Laura, nueva en el trabajo y recién destinada en la estación, que empieza a temer que las leyendas sobre el lugar puedan sean ciertas al creerse ella una nueva víctima de la maldición tras ser testigo de un nuevo suicidio. En busca de ayuda, recurre al decadente y alcohólico ex policía Román, que antaño trabajó allí en un caso que terminó por arruinar su carrera.
Es innegable que la base con la que trabajaba Prieto junto a Iván Ledesma y Ángel Agudo, era lo suficientemente sólida y atractiva como para, al menos, justificar su existencia, pero una buena premisa no hace una película. Tras ver Estación Rocafort, uno no puede quitarse de encima la sensación de que, en el fondo, podría haberse ubicado en cualquier otro sitio. Toda la historia y rumorología del lugar quedan relegados a lo anecdótico ante la incomprensible impostación de una manida trama de terror mitológico que se desarrolla en su mayor parte fuera del metro e incluso fuera de la propia Barcelona. Se entiende que el material sobre el que se trabaja es escueto y de poco recorrido, (al fin y al cabo, los rumores y leyendas son solo eso hasta que se demuestre lo contrario) pero en su afán por dotar al misticismo de la estación de algo de desarrollo, el guion se olvida por completo de cuáles eran los puntos fuertes de su idea y transmuta en una amalgama de tópicos y clichés expositivos, desesperados por darle algo a una historia que se siente estéril.
No hay rastro del pasado real de la estación, mezclando los suicidios con una especie de asesino en serie, ni tampoco se respira ni la mitología ni la historia local, prefiriendo apostar por un terror demoníaco foráneo ajeno a la localización y al propio metro. Ni siquiera el talento de Javier Gutiérrez (que brinda un poco de frescura con su interpretación) consigue salvar un texto al que, simplemente, le faltaba más. Más desarrollo de personajes, más comprensión de su entorno, más trabajo fuera del cliché, más mimo por su historia y por lo que quiere contar. Más. Simplemente, algo más.
En los momentos en los que la película se queda en las vías del metro es cuando se atisba el potencial sepultado en el subsuelo de Barcelona, con detalles de dirección interesantes en los que la cámara rota horizontal y verticalmente entre los sugestivos chirridos del metro, desorientándonos, arrebatándonos nuestra noción espaciotemporal. Instantes en los que la poca luz, la humedad y el hormigón de los túneles del metro nos incomodan, inabarcables y aterradores de un modo casi talasofóbico. Pero al cabo de poco la película regresa a la superficie, dejando atrás el potencial de las oxidadas vías para seguir andando el mismo camino que muchas otras películas han recorrido antes, ignorando que todo aquello cuanto necesitaba, en el fondo, estaba bajo sus pies.