En la alcoba del sultán, de Javier Rebollo

Fantasmagorías felices

En la alcoba del sultánPodríamos, a partir de En la alcoba del sultán, desarrollar un análisis profundo acerca de teorías cinematográficas. De hecho, podríamos desarrollar diversos análisis sobre la ontología del cine, sobre la estética de la imagen o establecer ciertas teorías filosóficas sobre las luces y las sombras. Hay de todo ello en las imágenes y los diálogos de la película de Javier Rebollo sin que en ningún momento esta se vista de trascendencia o academicismo, sino todo lo contrario, apareciendo como una propuesta ligera en tono y luminosa en imagen.

La historia se inicia con los hermanos Lumière dispersando por todo el mundo emisarios de su proyecto en busca de imágenes. Aunque, tal vez, según el retrato que Rebollo empezara años atrás, en la mente imaginativa del protagonista de la cinta. Gabriel Veyre, uno de los cineastas errantes, que atravesó mundo hasta decidir retirarse del proyecto y asentarse en el Norte de Africa, donde serviría a la curiosidad de un sultán para ilustrarle sobre las técnicas y posibilidades del cinematógrafo. De entre todas las imágenes que captó por América, Asia y Africa, hubo una, un travelling en retroceso filmado desde un carro traqueteante, con la cámara sujeta entre los muslos, en la que Veyre recogió en imágenes los rostros sonrientes de niños nativos corriendo tras el vehículo. Esa imagen sedujo a Rebollo y fue el germen e la presente obra, fecundada también por muchos azares y nacida tras más de seis años de esfuerzos.

En la alcoba del sultán

Rebollo toma, versiona, imagina la historia a partir del punto en que Veyre decide dejar novia y amigos en Francia para lanzarse a la aventura. Con una naturalidad deliciosa, retrata la llegada de Veyre al desértico país provisto de cámara, material fotográfico, una bicicleta y unas raquetas de tenis para obsequiar al sultán de Nour… y una vaca que, según dice el realizador, fueron en realidad una serie de avestruces (pero que evita incluir por considerar que el espectador creería más en la historia si el animal en cuestión fuera una vaca lechera). Veyre pasa de la luz continental a la deslumbrante luz del sur, captada de modo asombroso en analógico por un Rebollo (y su director de fotografía habitual, Santiago Racaj) que lo presenta todo con simpática naturalidad. En la tierra del Sultán de Nour (luz, en árabe), Veyre encuentra un grupo peculiar digno de cualquier comedia de aventuras: un joven príncipe, desbordante de curiosidad como el personaje de Saint-Exupery, el llamado Caid MacLean, orgulloso escocés protector del anterior, un pacifista encargado del ministerio de la guerra, un espía doble conocido por todos o un sirviente devoto que deviene un íntimo colaborador del francés. Es en este punto dónde En la alcoba del sultán acumula entropía narrativa, desbordando posibles tramas (cuya evolución se deja a la imaginación del espectador) y resonando felizmente con ecos de todos los géneros posibles. Así pues, las imágenes nos llevan a un extremo y otro del universo cinematográfico. Tras un arranque en tierras francesas deudor de Renoir (tanto de Auguste como de Jean), pasamos a una caminata por las arenosas tierras africanas, con los personajes contemplados desde un risco, como hicieran David Lean o Oliver Laxe, para alcanzar un palacio povera que evoca a Pasolini pero que, de hecho, está situado entre las estancias de Tatooine. Los personajes se presentan con cierto aire a lo Wes Anderson y el inicio de la relación entre Veyre y el joven sultán tiene algo de la relación entre Peter O’Toole y el Emperador en la película de Bertolucci… Pese a todo ello, En la alcoba del sultán no se revela un pastiche o una cinta homenaje, sino que se impregna en cierto modo de un espíritu del cine que, a su vez, la hace única.

A mitad de la cinta, Veyre pierde a su pareja y la recupera a través de una nueva máquina cinematográfica que capta las almas y las resitúa en nuestra dimensión. La presencia hipnótica de Pilar Díaz de Ayala, permite a Veyre, por una parte, y a Rebollo, por otra, desarrollar así una trama paralela en la que la sensualidad fantasmagórica de la joven se crece con la técnica cinematográfica y dota a la historia de un romanticismo que envuelve toda la historia, aun sin abandonar el sentido del humor.

En la alcoba del sultán

La humanidad de sus personajes, el magnetismo de la actriz española, propio de un animal cinematográfico, y la mezcla de luz y oscuridad captada en película, elevan la obra de Rebollo por encima de sus partes. Los cámaras viajeros de los Lumière captaban una lejana realidad que devenía fantasía a los ojos occidentales, mientras que Mèlies utilizaba la tecnología real para crear desde la ciudad luz fantasías que podrían disfrutarse en el mundo entero.  En la alcoba del sultán transita de uno a otro creador, de uno a otro concepto. Sitúa a Veyre en una zona rural (el Ministerio del Interior marroquí, y el azar en cierto modo, prohibieron in extremis el rodaje en los palacios capitalinos y la filmación se trasladó, apresuradamente, a los espacios abiertos de Túnez) dónde lo exótico no es el Sultán y su feliz compañía, sino el propio Veyre, que trae el nuevo invento. No obstante, una vez asentado, su deseo de recuperar a su amada (esta Emily que parece ser propuesta por Hitchcock, ¡cómo no íbamos a mentarle aquí!) propicia una inversión de roles y, tras el experimento, es el sultanato quien, con tanta ilusión como pragmatismo, desarrollan un negocio que promueve la ilusión. No por repetida es menos valiosa la escena en la que las concubinas muestran su emoción a cámara, mientras contemplan las filmaciones proyectadas por Veyre (que quedan en off visual para los espectadores), mientras una de ellas se incorpora y trata de palpar las imágenes. De nuevo, aquella frase, aquella reflexión sobre la definición inglesa: moving image, la imagen en movimiento, la imagen que conmueve.

Rebollo, admirador del mundo oriental, se resiste a la lamentación. La tristeza es inútil y sus personajes, vivos y muertos, persisten en las imágenes. Como amable demiurgo, el autor de El muerto y ser feliz, desenrolla incesantemente un ovillo de múltiples hilos argumentales en los que seguirán viviendo Gabriel Veyre, su amada y la doppelganger fantasmagórica de ella, el sultán y su grupo o los descendientes reales de Veyre. Los diversos finales no son tales, sino una suerte de muestra de las múltiples vidas de todos ellos. No son muertos y son felices. Gracias a una magia, la magia del cine, que los hace reales para todos los que estemos dispuestos a conocerlos, a disfrutarlos.