El paso de José Luis Cienfuegos del SEFF a la Seminci ha supuesto lógicas diferencias para su capacidad de programar, entre las cuales la más evidente es la ampliación del espectro geográfico de las películas seleccionadas, ya no constreñido al ámbito europeo. Así, se vuelve a poner de manifiesto su querencia por el indie americano que ya fuera una de las señas de identidad del FICX en los festivos tiempos en que oficiaba de director. No se adivina por tanto nada azaroso que el certamen vallisoletano dedicase este año una retrospectiva al neoyorquino Nathan Silver, un claro exponente de esa etiqueta indie, ni que algunos de los títulos más destacados del festival, y no necesariamente los más sonados, tuvieran a Norteamérica como lugar de origen.
Dos de ellos, Christmas Eve at Miller’s Point e Eephus, venían de la mano bajo el paraguas de Omnes Films, un colectivo cuya declarada misión es «llenar un vacío en el cine moderno con películas apasionadas y ambiciosas hechas por amigos y que privilegian la atmósfera sobre el argumento para estudiar las muchas formas del declive cultural del siglo XXI». Casi nada. El caso es que la relación entre ambos títulos se deja sentir más allá del equipo de producción y de la presencia de sus respectivos directores, Tyler Taormina y Carson Lund, ejerciendo funciones alternativas en el trabajo del otro. De hecho, podemos rastrear una curiosa coherencia temática que exploraremos a continuación.
La melancolía es un sentimiento profundamente arraigado en el cine de Taormina. Sus films siempre giran alrededor del paso del tiempo, de la fugacidad casi fantasmal, rayana en el fantástico, de la juventud. Los ritos inherentes a esta edad pasan a ser el epicentro argumental alrededor del cual orbita una narración siempre coral. No importa tanto el individuo como la impresión colectiva, en un cine construido a base de sensaciones. En Christmas Eve at Miller’s Point ya la primera escena nos muestra sobre la ventanilla de un vehículo el reflejo de las luces navideñas, un destello fugaz tendente a la irrealidad, mientras que toda su banda sonora orquestada desde los sonidos de los años cincuenta suspende a la película en un brumoso espacio atemporal y melancólico que flirtea con la fantasía. El rito en este caso es una reunión familiar de Nochebuena, alrededor de la cual se ofician una serie de liturgias, familiares o adyacentes, donde los adultos pretenden reconectarse puntualmente con su propia versión infantil mientras los jóvenes tratan de emanciparse hacia la edad adulta, con ceremonias como la mostrada en la fantástica secuencia de los emparejamientos. Aún con las efusiones y exaltaciones propias de la edad, las miserias del mundo adulto anidan ya en estos chavales. Igualmente, los rescoldos de la juventud se pueden rastrear en los adultos desde la consciencia de la pérdida imparable e irremediable, lo cual se siente especialmente en la secuencia que concita imágenes fotográficas en pretérito de estos personajes. Y mientras tanto, algunos match-cuts juguetones ponen en relación y contraste ambas esferas. En la estela de Ham on Rye (2019), aunque sin su giro narrativo tan radical, la película evoluciona y va mutando de estilo y tono. De un aire casual y aparentemente liviano, dicharachero e intrascendente, pasamos a un cine más atmosférico y parco en palabras, más melancólico. Igualmente, la toma de protagonismo del mundo juvenil remite directamente a los rituales nocturnos de Happer’s Comet (2022), de manera que la última obra de Taormina parece encajar a la perfección en su todavía incipiente pero muy definido universo.
El director de fotografía de ese universo ha venido siendo Carson Lund, que deslumbra en su debut como realizador con Eephus, otro film coral orquestado alrededor de otro ritual sagrado en la sociedad americana como es el béisbol. Aquí la juventud es una cuestión del pasado para todos los personajes, pero precisamente la práctica de este deporte se antoja como el último hilo que les conecta con ese añorado estadio vital, ya un espejismo más que otra cosa, a punto de desvanecerse porque el campo donde juegan va a ser desmantelado de manera inminente, lo que significará el final de sus equipos y también de ese espacio de encuentro social. El metraje se ciñe en exclusiva a ese último partido, un momento que podría pensarse celebratorio, digno de una óptica excepcional que la película niega sistemáticamente. Muy al contrario, Lund opta por un enfoque absolutamente anticlimático y tendente a la comedia en su capa más visible, aunque se trate esencialmente de un drama. El propio concepto del lanzamiento Eephus que da título a la película opera en dos sentidos: por un lado como una jugada casi mágica sobre la que construir un clímax argumental que por supuesto no tiene lugar, pero también su tipología como lanzamiento extremadamente lento se puede entender como un comentario al decadente partido del que somos testigos. La noche se echa sobre el mismo y sobre los personajes, lo cual magnifica su patetismo y hace más acusada la sensación de encontrarnos ante fantasmas. De hecho, uno de ellos, un jugador muy veterano, que hace acto de presencia de manera tan inopinada como sale de escena, tiene todas las trazas de serlo. Podríamos considerarle como una respuesta corporeizada a los cortes radiofónicos recuperados del pasado que jalonan el metraje y que riman con la anacrónica banda sonora que emplea Taormina, al igual que rima la tendencia de ambos films a jugar con la posibilidad del fantástico. Se trata en todo caso de una obra elegíaca (hay momentos puntuales que incluso me hicieron pensar en John Ford) que tiene al béisbol como temática particularmente adecuada. Su condición de deporte estadounidense por antonomasia y que al mismo tiempo sufre una continuada crisis que le ha hecho perder jerarquía, especialmente respecto al fútbol americano, potencia la faceta decadente del microcosmos que nos muestra la película. El maridaje entre el Lund realizador y el Lund director de fotografía luce modélico y ahí sale ganando respecto a Taormina. Eephus es un trabajo de un enorme cuidado visual en composiciones y tratamiento de la luz, en ritmo y montaje, de una elegancia y serenidad admirables. No creo que nunca este deporte, o más bien el universo donde se desarrolla, haya sido retratado con tanta belleza y capacidad de significación agregadas, convirtiéndose en la mejor experiencia cinematográfica de cuantas he disfrutado en esta edición de la Seminci.
Familiar Touch también trataba a su manera el tema del paso del tiempo, o quizás la disolución del mismo, en la mente de una mujer octogenaria con algún tipo de enfermedad cognitiva degenerativa. ¿Y cómo hablar de una cuestión tan potencialmente cruel sin resultar deprimente ni caer en la explotación sentimental? Sarah Friedland, otra excelente debutante, da en la tecla adecuada con una obra cálida y luminosa, discretamente emocionante, con mucho sentido del humor sin por ello trivializar con la enfermedad. Su protagonista parece en perfecto uso de sus facultades, incluso para flirtear con hombres que le atraen, incluido… su propio hijo, a quien ya no recuerda. Éste aparece en su casa nada más comenzar la película para llevársela a una residencia, que ella toma por un hotel o algo parecido. El proceso de aclimatación y descubrimiento, como su dispersión y despiste, está lleno de gestos más preciosos que tristes, que todavía nos hablan de su bagaje vital, de su naturaleza humana, aunque como nos recuerda el cierre del film, el proceso degenerativo es permanente y relativiza todo lo mostrado, unos afectos que son los más frágiles y efímeros que quepa imaginar. La puesta en escena, por supuesto, habilita esa calidez y delicadeza que está en la mirada, en unos planos acogedores, siempre a la altura de los ojos y que nunca resultan intrusivos.
El universo estético que casi siempre termina promoviendo el cine norteamericano se subvierte en Universal Language, film canadiense eso sí, dirigido por Matthew Rankin. Sin llegar al nivel de surrealismo y artificio de su debut The Twentieth Century (2019), todo es excentricidad en esta película ambientada en un imaginado Winnipeg dominado por la lengua farsi, un ritual de la confusión y la contradicción no sólo idiomática, sino también geográfica, identitaria o temporal. Personajes que están donde no deberían, que son tomados por otros, enmarcados en una ambientación y estética totalmente extemporánea. Ya la secuencia de apertura nos presenta un improbable e hilarante profesor tan energúmeno como pretendidamente enrollado. Él será el nexo que inicialmente conecte las dos líneas narrativas principales, la liderada por dos niñas que tratan de hacerse con un billete atrapado en el hielo para así poder ayudar a un compañero de clase y la que tiene como principal personaje a un hombre que va a visitar a su madre. Sobre un dominante marco escénico de muros y paredes, de ladrillo y cemento, evoluciona un grupo de personajes cuyos destinos siempre se cruzan, un universo interconectado donde todas las acciones tienen repercusiones visibles, necesitado de demostraciones de generosidad ante la aridez escénica que propone. Al mismo tiempo, hay algo de Wes Anderson en la manera en que Rankin reimagina los escenarios interiores de la película, como si fueran una fantasía retro. En el fondo es una obra que trata de rescatar al ser humano y su calidez inherente de un contexto agresivo y alienante, resignificar la importancia del gesto y de la comunicación, lo cual marca además una significativa evolución en la densidad humana de los personajes de Rankin respecto a la farsa satírica que suponía The Twentieth Century.
Remato este texto con una película vietnamita, es decir, una genuina morcilla, aunque se puede ensayar una peregrina justificación para su inclusión porque los Estados Unidos son un permanente trasfondo en la vida de los personajes, como destino soñado de la emigración y también por las repercusiones de su intervención bélica en el país. Con un título como Viet and Nam, quedan pocas dudas de que su director Truong Minh Quy nos habla de toda una nación aunque se centre en el caso particular de una joven pareja de mineros gays. Sus traumas, sus fantasmas y sus anhelos son los de una sociedad que sigue padeciendo las consecuencias de la guerra. Uno de ellos planea emigrar mientras la madre del otro sueña con su marido, desaparecido durante la guerra y a quien ahora se afana en buscar. Ejemplo nítido de slow cinema de imágenes cuidadosamente compuestas, cae efectivamente en un cierto estereotipo de cine festivalero, pero su propuesta estilística tiene sentido para reflejar un estado de duermevela cercano al mal sueño, un país en el limbo histórico y social, en donde resulta difícil vivir y del cual se busca escapar. La propia relación de la pareja protagónica es necesariamente clandestina y fantasmal, subterránea como el trabajo que realizan. De hecho, abundan en la película las escenas bajo tierra o claustrofóbicas, igual que la presencia del agua se hace recurrente, elementos que pueden atrapar o empantanar a los personajes. Quizás Truong abusa de simbolismos y su mirada se antoja un poco ensimismada, pero al mismo tiempo sus imágenes son pregnantes y saben penetrar en el estado vital de sus criaturas.