Gijón celebró su última edición del Festival Internacional de Cine bajo la consigna de un continuismo manifestado de manera exacerbada con el triunfo de Hong Sang-soo en la sección principal. Es la tercera vez que el prolífico y esquivo director coreano se lleva el máximo galardón, para regocijo de unos y hartazgo de otros, tras haber competido con once títulos en los últimos once años, además de haber sido programado múltiples veces en otras secciones, incluyendo una retrospectiva parcial de su obra, y todo ello sin haber pisado nunca tierras asturianas. No es una queja, faltaría más, siempre merece la pena atender a sus nuevos trabajos, pero está claro que estamos ante algo más que un sospechoso habitual del certamen.
By the Stream significa el regreso de un Hong más elaborado, con el mayor nivel de producción y desarrollo argumental de los últimos años, además de ser su film más largo desde Night and Day (2008). Y si no trabaja la vía de las repeticiones y variaciones que transita su otro título estrenado este año, A Traveler’s Needs, su contenido es por supuesto igualmente reconocible. Quizás la tipología más habitual en su filmografía sea la del prestigioso artista o intelectual masculino que acude a algún tipo de evento en otra ciudad y cuya fatuidad y frustraciones acaban saliendo a la luz al calor del alcohol, el antídoto contra la acusada cortesía oriental. En By the Stream ese carácter sería el del retirado director teatral que acude a la llamada de su sobrina, profesora universitaria de arte, para montar una pieza con sus alumnas. Pero en este caso no se llega a producir esa catarsis alcohólica, sino que el personaje nos va dejando pistas de su marcado desencanto vital, que alcanza a su labor profesional y a sus relaciones sentimentales y familiares. Retirado del ámbito artístico por alguna polémica cuya naturaleza no se llega a verbalizar, separado de su mujer desde hace años, tampoco se habla con su hermana. Al mismo tiempo, vemos que le seduce el halago y que todavía le pica el ego artístico como para aceptar la petición de su sobrina, aunque quizás podemos sospechar que parte de la razón de su retiro sea el poco éxito de sus propuestas. El otro personaje medular de la película es la mencionada sobrina, que aparece en todas las escenas salvo en una de ellas, muy señera por lo que tiene de emotiva cuando las alumnas-actrices confiesan la visión que tienen de su propio futuro. De hecho, podríamos interpretar que es su ausencia lo que permite esa expansión emocional, ya que se trata de un personaje bastante duro, que no tiene pareja y no parece permitirse muchas alegrías vitales, que se dirige con mucha aspereza al estudiante expulsado que estaba preparando la pieza teatral o que interroga severamente a su tío sobre su posible relación con la colega docente que se prodiga en halagos hacia él, precisamente la que le ha conseguido el trabajo de profesora sin que quede claro que le adornasen los suficientes méritos para ello. Esta compañera, por su parte, tercer personaje en discordia, tampoco se vislumbra mucho más positiva, con una vida consagrada al ahorro dinerario. Es así una obra desencantada, donde sus protagonistas parecen encontrarse a nivel emocional en ese estadio otoñal que domina los paisajes exteriores, y que nos hace ser pesimistas sobre los anhelos expresados por las jóvenes estudiantes. La corriente del título del film, que podría simbolizar el discurrir de la vida y que tiene su representación material en un riachuelo, no promete nada, nada hay en ella que podamos esperar con los brazos cruzados, como parece decir el personaje de la sobrina en el singular cierre del film. Es uno de los dos momentos musicales de la película junto a la escena en la que ella misma juega con una hoja caída, una ruptura con la dinámica dialéctica que puede sugerirnos que otra manera de afrontar la vida sí es posible.
Por supuesto nada es comparable a la identificación de Hong con el FICX, ni siquiera un Radu Jude ganador el año pasado y que traía en esta ocasión dos films-ensayo bajo el brazo, aunque de limitado interés. Pero así todo, el francés Emmanuel Mouret se está convirtiendo en otro de los cineastas habituales de las pantallas gijonesas desde la proyección en la edición online de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (2020), una de sus cumbres cinematográficas que forjó su actual idilio con el festival. Esta fidelidad se ha visto recompensada con otra de sus obras más destacadas, dentro de una filmografía que raya consistentemente a gran altura. En Trois amies, su característica combinatoria sentimental se mantiene en pleno furor. Tres mujeres, con los hombres que orbitan alrededor de ellas, o alrededor de los cuales ellas también orbitan, conforman las líneas narrativas de otro título que navega justo en ese punto entre la comedia y el drama que ha venido encontrando su cine últimamente. Nada más pertinente para la vorágine argumental a la que nos somete la película, llena de encuentros y desencuentros, uniones y separaciones, enamoramientos y desenamoramientos. Hay una constante que recorre todo el metraje, el sistemático fracaso de todos los planes y proyectos sentimentales que desarrollan todos y cada uno de los personajes. Mouret nos muestra así el amor como una fuerza indomesticable, que surge o renace cuando uno menos se lo espera, y a la que tampoco podemos sucumbir cuando no somos correspondidos, a riesgo de devenir en fantasmas emocionales. El film nos ofrece uno literal, además narrador de la película, un actualizado y romantizado epígono del protagonista de El crepúsculo de los dioses (1950), y que además aporta una de las escenas más emocionantes de la película. Pero Mouret dista de ser un mero relator de historias románticas en escenarios idealizados y abstraídos de casi cualquier problemática social. Es en la puesta en escena donde su cine trasciende lo anecdótico y literario. Buena parte de la dulzura de su obra viene de un fluir visual muy armónico que además ofrece decisiones de planificación significativas y juguetonas, porque el espíritu lúdico siempre es marca de la casa. Por ejemplo, cuando los componentes de una de las parejas de la película mantienen conversaciones telefónicas simultáneas con sus respectivos amantes, presentes o futuros, les vemos a través de la hoja abierta de una puerta doble, pero sólo entran en el campo visual alternativamente, estableciendo así la separación que caracteriza su relación en ese momento. De hecho, el uso del fuera de campo es una de las señas de identidad de Mouret, que se mantiene fiel a su sello estilístico.
El caso de Matías Piñeiro es peculiar, porque podemos afirmar sin mucho margen de error que su entrada en el FICX se produjo de la mano de Fran Gayo tras el aterrizaje de éste como director de programación del festival y después de habérselo llevado a Ourense en su tristemente breve etapa al frente del OUFF. La última obra del realizador argentino, Tú me abrasas, multiplica la pasión por la literatura y por la intertextualidad que anida en su cine, aunque curiosamente deja de lado a su autor favorito, Shakespeare, la presencia más regular de su filmografía. Aquí el objeto de atención de Piñeiro es doble pero relacionado, por un lado la poesía de la escritora clásica griega Safo y por otro lado el capítulo Espuma de mar de la obra Diálogos con Leucò de Cesare Pavese, protagonizado por la propia Safo, que conversa con la ninfa Britomartis sobre las turbulencias del amor y la muerte. Sendas actrices del grupo habitual de Piñeiro pasan a encarnarlas con un gesto tan sencillo y contemporáneo como significativo: cambiando su nombre en WhatsApp. Porque se trata de un film sobre la capacidad de las palabras para transformarse y relacionarse, y así conjurar ideas y emociones. En su obra más experimental hasta la fecha, Piñeiro se deleita en la oralidad y la escritura, trabajando unos textos en realidad breves, sobre cuyos extractos vuelve una y otra vez, con esa recurrencia tan característica de su cine. Su cámara nos lleva por páginas y libros, por diferentes idiomas y traducciones, de manera que el lenguaje cobra vida e incluso se hace pura imagen en un gesto de poética visual que protagoniza la apertura y el cierre del metraje. La película propone de hecho fabular un posible poema de Safo a base de imágenes intraducidas en palabras. Es una buena muestra de que no resulta especialmente sencillo navegar argumentalmente a través del film, de su narración fragmentada y verbosa, pero sí lo es dejarse llevar por la musicalidad de las palabras, por esa suerte de complot que tejen las conexiones literarias, también por la fragilidad de unas imágenes captadas en unos bellísimos 16mm.
La edición pandémica del FICX fue también el feliz punto de encuentro entre el festival y Guillaume Brac, que inauguró el mismo con aquella delicia llamada ¡Al abordaje! (2020). Ahora, con Ce n’est qu’un au revoir, regresa al terreno de la no ficción que ya transitara exitosamente en L’île au trésor (2018) para mostrarnos los estertores de la estancia de unos chicos en un liceo del departamento de Drôme. No se dan muchos detalles del lugar, pero parece un centro con estudiantes internos de un perfil muy poco conservador, ubicado en una zona bastante rural cerca de la naturaleza, incluyendo el propio río Drôme que pasa por las inmediaciones. La película no se sitúa temporalmente en el periodo vacacional estival que precisamente tanto atrae a Brac y que tanto cultivaba el cineasta que pienso más le ha influido, Jacques Rozier, sino justo antes. Pero la sensación de esplendor, la luz y el ambiente ya casi veraniegos, son parecidos. Y el sentimiento de finitud y fugacidad que caracteriza la obra de ambos es de hecho el leitmotiv de esta película. Los chicos pasan sus últimos días juntos y barruntan cómo será su futuro, si serán capaces de mantener el contacto y conservar su amistad. Brac individualiza a algunos de ellos, que relatan en off detalles de sus historias personales, algunas complicadas, y que nos hacen sospechar que han encontrado en el liceo un santuario particular, un paraíso que pronto se va a convertir en perdido. La actividad docente está prácticamente excluida de unas imágenes que se deleitan con los juegos y travesuras de los jóvenes. Por ejemplo, con el dominó de colchones que organizan, y que además es una de tantas secuencias que demuestran el cuidado formal de la película, unos encuadres que eligen muy bien aquello que mostrar y desde dónde hacerlo. Hay espacios vetados a nuestros ojos, ocultos tras puertas, donde podrían tener lugar liturgias clandestinas, igual que encontramos otros momentos de apertura y cercanía, aunque Brac siempre mantiene una adecuada distancia con los chicos. Todo en sí rezuma ligereza y sencillez, un poco engañosas como ya hemos visto, en una obra que se da poca importancia a sí misma mientras es capaz de convocar la melancolía futura por los esplendores que ya no se podrán recuperar.