Paladea la desesperanza como una golosina, y enferma de soledad y de metafísica, llora incansablemente una tristeza universal, la desolación infinita de vivir, añorando una muerte de la que está enamorada.
Carlos y Pedro Caba Landa
Un fundido a negro que invita a cerrar los ojos y a escuchar una guitarra detona el primer documental dirigido por Antón Álvarez, conocido como C. Tangana. Sentado en una silla, desde uno de los rincones del emblemático Café Gijón de Madrid, los vívidos tonos rojos y marrones tan característicos del establecimiento harán eco de las veloces palabras que salen por la boca de Antón. Una taza y una porra sobre la mesa. El cineasta encara la cámara y cuenta cómo conoció a Yerai. Lo hace a través del movimiento espontáneo y natural de sus manos. Lo hace a través del continuo movimiento de su lengua, que termina siempre por chocar con sus dientes o contra el frenillo de su labio superior. No sé si es un tic nervioso del joven director, una cuestión de marca personal, que acaba de dar un bocado a la porra que se ve sobre la mesa, o tal vez un anuncio de que los espectadores también nos vamos a querer relamer después de ver lo que nos tiene preparado.
Antón y Yerai se conocen fortuitamente una noche de ya casi finales de verano. Una noche de agosto. La noche en la que 26 satélites Starlink pasarían por encima del cielo español. C. Tangana lleva años demostrando su profundo interés por el flamenco. Ya es imposible hablar de la esencia de su identidad artística sin mencionar este género musical. Con la intención de rendir homenaje a nuestras raíces culturales, en su disco El Madrileño, se rodeó de las guitarras, las palmas y las voces de artistas de la talla del Niño de Elche, La Húngara y Kiko Veneno; supo retar, así, los estándares convencionales del mainstream y posicionarse como un nexo entre lo clásico popular y lo contemporáneo. No es de extrañar que la personalidad de Yerai Cortés lo volviera loco aquella noche. Frente a la cámara del Café Gijón, cuando apenas llevamos contados unos minutos de documental, se dice una frase con un peso que será indisoluble para el resto de toda la película: “el chico que toca, me doy cuenta de que los modernos le tratan de moderno, pero los gitanos le tratan de gitano”. A pesar del anacoluto, la frase funciona perfectamente. Es este estilo coloquial, también poético, el que convierte a C. Tangana en C. Tangana. ¿Se ve el artista reflejado a sí mismo a través de la imagen de Yerai?
Si tenemos en consideración el interrogante anterior, pero, sobre todo, si el cine es contar, si un director busca contarse, Antón Álvarez ha dirigido una película de singular belleza a través de una historia, la historia que Yerai Cortés quería contar con su disco. Un disco titulado La guitarra flamenca de Yerai Cortés. Ahora, además, tenemos un documental que lleva por nombre el mismo título. Tenemos la materialización de una profunda conexión entre dos artistas con unas inquietudes vitales similares. Dos espíritus jóvenes atravesados por un profundo amor a lo que culturalmente nos ha llevado a ser quienes somos, pero también por un sentimiento superlativo de crear, de aportar, de innovar, de contribuir y ser abono, tierra fértil, para los estratos de esa misma cultura. Salimos del Café Gijón y nos metemos de golpe, desde arriba, desde el cielo, en la guitarra de Yerai.
La guitarra es un símbolo profundo. La guitarra es un espejo del alma humana. Los hermanos extremeños Carlos y Pedro Caba Landa, en una obra titulada Andalucía, su comunismo libertario y su cante jondo, analizan la manera en la que el espectador, al escuchar una guitarra, encuentra en su sonido una expresión íntima de su propio sentir. De modo que el aplauso que sigue a la música no responde tanto a un juicio crítico sobre la interpretación, sino a una identificación visceral, a algo así como “esos sentimientos que dice la guitarra son los míos”. Dice C. Tangana que su documental no es otra cosa que una película de amor. Digo yo que el amor es lo más universal. La guitarra flamenca de Yerai Cortés es la historia de una familia, de un secreto, de una pena. Según los hermanos Caba Landa, existe un modo personal de compartir vivencias que se refleja en el estilo del guitarrista. Así como Yerai encuentra en su guitarra un modo único de compartir su sentir, C. Tangana, como director, ha sabido plasmar una historia (de amor) que, aunque nacida de lo particular, permite al espectador identificarse en ella.
Pero que C. Tangana nos iba a situar frente a sentimientos universales no me sorprende en absoluto; es lo que viene haciendo con su música. La ambición desmedida por las mujeres, la pasta y los focos. Nacer bohemio, pero también indefenso frente al poder transformador del amor. Esos venenos que llevamos inyectados en la sangre. Todo ello está plasmado en el documental. Y lo cierto es que trasladar estos mismos sentimientos al lenguaje del cine exige de un tipo como Antón Álvarez, que se ha hecho a sí mismo, que ha confiado siempre en sí mismo como escaparate, como centro de la conversación. Tal y como habla en la primera escena del documental, habla siempre. No esconde nada, no imposta nada. Es él. Es Pucho. Y con la cámara no solo observa, también escribe, también canta y, no sé si se atreverá a reconocerlo, pero, en esta ocasión, también afina. Desde el principio, la película mantiene una cadencia coherente. No hay disonancias, no hay notas fuera de lugar. Es un tono que susurra verdades profundas y toca fibras que, sin saberlo, estaban esperando ser vibradas.
Los momentos haciendo de abogado del diablo en las charlas con la madre y con el padre de Yerai, fundamentales para la narración. La manera en la que la cámara capta la relación entre estos dos adultos más que separados por la vida, pero más que unidos, cueste lo que cueste, por el amor incondicional a un hijo. Las escenas conversando con la excusa de una cena. Con Yerai y Tania hablando de su relación, del riesgo a perderse, de entregarse a un otro olvidándose de uno mismo. Con Yerai y Antón, y un primer plano de sus manos nerviosas que juguetean con las migas de pan que quedan sobre la mesa, hablando sobre la identidad. Sobre la complejidad de no poder ser siempre quien uno es, de ser moderno y de ser gitano, y de que te reconozcan y te juzguen por ello en función de donde pises, aunque sigas siendo siempre el mismo. Ser gitano es más que un origen: es una forma de sentir. Y poco hay que se pueda decir que describa lo que significa para ellos la música. Cada nota lleva consigo la alegría y la pena de un pueblo que canta lo que no puede callar. O lo que no se debió callar.
De la misma manera, también hay poco que se pueda decir de lo que significa la música, el sonido, en este documental. Imagino que, en este caso, el gusto por las canciones que aparecen puede depender de lo que le mueva a uno el flamenco. Parece que a la Academia de Cine Español sí que se le ha removido algo con Los Almendros, canción interpretada por La Tania y Yerai Cortés, ya que ha sido escogida entre las cinco nominadas en la categoría de Mejor Canción Original de la próxima edición de los Premios Goya, que se celebrará el 8 de febrero en Granada. Además, la producción de Little Spain, que pasó con glorias por el Festival de San Sebastián, también ha sido nominada en la categoría de Mejor Película Documental. Y, ciertamente, muy merecidas hubiesen sido también las nominaciones a dirección novel y fotografía.
Más allá de estos reconocimientos y los que puedan llegar, La guitarra flamenca de Yerai Cortés es sagrada y es pura porque refleja la ilusión y la vocación de contar, de hacer música para contar, de hacer cine para contar; vivir es contar y la manera más bella de existir es que te cuenten desde el corazón, como quiere Yerai, como quiere también C. Tangana; hay una membrana traslúcida hecha del tejido del corazón que está en cada cuerda que vibra de la guitarra y en cada imagen que captura la cámara, es esa membrana la que se queda después en los ojos de quien mira, ríe y llora, lo que le acaban de contar.