Reír, cantar, tal vez llorar, de Marc Ferrer

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Reír, cantar, tal vez llorarReír, cantar, tal vez llorar, en el amor quién sabe de qué se trata; en este vaivén melancólico de andar por casa, el director Marc Ferrer encuentra una forma de acercarse al mismo desde la sinceridad low-cost del acto cinematográfico como ejercicio de estilo, reflejándose explícitamente en sus referentes para traducir su imaginario en una Barcelona precaria, queer y de a pie. En esta ocasión, su interés recae en la pulsión romántica y apesadumbrada del cineasta Reiner Werner Fassbinder, en especial, en la maravillosa Todos nos llamamos Alí (1974), donde una mujer alemana se enamora de un inmigrante marroquí mucho más joven que ella, situación que provoca el desconcierto y la desaprobación por parte de sus vecinos y familiares.

El autor de títulos como Puta y amada (2018) o ¡Corten! (2021) traslada esta misma historia hasta la actualidad del barrio del Poble Sec. En Reír, cantar, tal vez llorar (2024) los protagonistas transmutan de una película a otra como Toñi y Lahcen, quienes se encuentran por casualidad cuando este último huía de la policía y ella lo cobija en su portal. A través de esta situación —donde se sugiere el contexto social de una realidad discriminatoria y hostil— también nace, inesperadamente, el vínculo entre ambos: uno que se expresa mediante una cadencia hermética y vehicular, subyugada al texto de un registro interpretativo voluntariamente acartonado. Esta forma de abordar la ficción comulga, a su vez, con la intención de su discurso, distanciándose del rigor formal que exigen las convenciones del cine como producto de calidad. Orgullosamente, la película se aleja de eso y remarca el grano y el artificio, filmando en rellanos y espacios desprovistos de cualquier encanto subordinado a un interés comercial. Sin embargo, la banalidad expresa de su concepción fílmica tampoco está exenta de forma e ideas, destacándose, por ejemplo, en la representación de la estima entre los personajes principales, simbolizada por la evidencia de una cortina roja como elemento de intersección que, al mismo tiempo, anticipa esa imposibilidad fronteriza del querer.

Reír, cantar, tal vez llorar

Entre sus virtudes destaca la comicidad de un reparto sumamente ecléctico que hace de la austeridad expuesta su mejor baza, dotando al conjunto de vida; una vida (valga la redundancia) mucho más próxima a la nuestra. Esta cotidianidad solo se ve interrumpida para exaltar la emoción en una serie de leves fugas musicales —ejecutadas en ese mismo nivel, sin grandes números y peripecias—. En esos momentos es donde la propuesta logra trasladar el conflicto hacia el interior, demostrando una voluntad original que, por descontado, va más allá del homenaje o la parodia (si es que quiere pensarse así). A su manera y en sus respectivos códigos de lectura, Marc Ferrer dialoga con su propia filmografía para depurar (más, si aún cabe) esa intención vocacionalmente sujeta al entorno que retrata, dignificando una ficción plural, divertida y abiertamente honesta.

Además de esta cercanía y transparencia, su interés representativo dialoga con las formas de un folclore profundamente castizo, uno que también toma presencia en la historia del drag nacional desde la subversión de unos valores arraigados a la rectitud y las tradiciones. Esta identidad contestataria se enmarca desde su base con la introducción de una serie de personajes ligados a unos ideales encorsetados —vigente en el auge de los nuevos discursos de ultraderecha— que ven tambalear sus cimientos con la llegada del extranjero al vecindario, de una forma parecida a la reciente The Visitor (2024) de Bruce LaBruce. A través de su enunciación acentuada, la película traduce lo liviano de estos arquetipos variopintos hasta una celebración festiva y amena de la estima sin concesiones, poniendo en evidencia el ridículo y la fantasía de aquellos que odian toda diferencia.

Reír, cantar, tal vez llorar

Reír, cantar, tal vez llorar se entona como una canción melancólica rasgada por el tiempo que, por fortuna o por desgracia, sigue reflejándose sintomáticamente en nuestro presente. De esta manera, Marc Ferrer suscribe el voto de sus adeptos en un pequeño pero efectivo milagro que celebra el cine por el cine, realizado desde el entusiasmo y con lo mínimo.