El elefante está ahí, inmenso, imposible de ignorar. Su cuerpo gris ocupa el centro de la habitación, pero nadie lo menciona. Se mueve sin moverse, respira sin hacer ruido, su presencia lo llena todo. Las palabras que podrían nombrarlo quedan atrapadas en la garganta. Silencio. Marga está ahí, en el centro, dormida profundamente. A su lado, una copa de vino llena. La cámara avanza, la ubica cada vez más en el centro del encuadre, mientras la copa se va despojando de su protagonismo, quedando relegada en una esquina, pero sin llegar a desaparecer. De repente, un fuego explota detrás de Marga, inesperado, violento. Y Blanca, su hija pequeña, llega a casa en el momento justo. ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! Esa voz desesperada que grita la primera palabra. La inmediatez del fuego, la amenaza palpable que consume todo a su paso, la urgencia que obliga a actuar. Marga, atrapada en su adicción, ha llegado a un punto donde su propia vida corre el riesgo de arder en ese fuego, dormida, incapaz de reaccionar, con el alcohol como combustible de su vulnerabilidad. ¿Qué queda? ¿Qué viene después?
Marga (Emma Suárez) regresa a casa después de dos meses en un centro de rehabilitación. Dejará atrás la estructura rígida del tratamiento para enfrentarse a un hogar que ya no encaja del todo con ella. Su adicción fue, durante mucho tiempo, un murmullo enterrado bajo la alfombra, y ahora todos intentan reajustarse a su presencia. Félix (Darío Grandinetti), su marido, sigue preocupado por mantener las apariencias, convencido de que la normalidad se puede reconstruir a base de gestos ensayados, de brindar con agua. Blanca (Natalia de Molina), la hija pequeña de la familia, se debate entre el amor y el agotamiento: la atención que Marga absorbe la aleja de su propio camino y de su sueño de ser bailarina. Mientras tanto, María (Alba Aguilera), la mayor, acaba de ser madre, y simplemente es testigo de la situación familiar desde la distancia que ella misma construyó. Un año después, todo sigue en su sitio y, al mismo tiempo, nada es igual. El elefante sigue ahí, enorme como siempre. La diferencia es que, esta vez, algunos no se atreven a cerrar los ojos.
En Desmontando un elefante, Aitor Echevarría (La voluntaria, María y los demás) plantea una película que juega con metáforas evidentes, pero lo hace de manera que resulta original y necesaria, aunque a veces esa misma originalidad se siente agobiada por el peso de sus propias expectativas. Marga, arquitecta, parece alguien que debería encarnar orden, estructura, precisión, pero su vida está lejos de todo ello. Su profesión sugiere estabilidad, y sin embargo, ella es la imagen de la fragilidad. Blanca, bailarina, vive una contradicción similar. La danza, que es movimiento que fluye en libertad, se ve atrapada por la rigidez de un tema mucho más serio, el de su madre, y esa tensión se le clava en el cuerpo. En este punto, es imprescindible mencionar a Natalia de Molina, quien, sin ser bailarina profesional, ha logrado encarnar un personaje cosido por el movimiento de la danza contemporánea. Como intérprete, y ahí reside la verdadera fuerza de los actores, ha sudado para transformarse, para ser otra, para ser Blanca, para soñar con ser bailarina. Su trabajo no solo transmite el esfuerzo físico, sino también el alma de un personaje que busca liberar su cuerpo y su futuro, mientras arrastra el peso de un grito, de una historia familiar que no sabemos si será capaz de dejar atrás.
La metáfora del elefante en la habitación es poderosa porque encapsula, en una imagen simple y absurda, la tensión de una verdad evidente que todos eligen ignorar. ¿Cómo es posible que algo tan grande no sea mencionado? Justamente ahí radica su fuerza: en la imposibilidad de ocultarlo y en la incomodidad que genera su presencia muda. Representa esas realidades incómodas —un conflicto familiar, una crisis inminente, una verdad dolorosa— que flotan en la estancia vital sin ser pronunciadas. ¿Cuántas veces hemos sentido el peso de lo no dicho, de lo que nadie se atreve a nombrar? ¿Hasta cuándo fingiremos que el elefante no está ahí? La película genera, inevitablemente, un diálogo con sus espectadores, un espacio abierto donde cada uno puede proyectar sus propias respuestas. ¿Es el final un comienzo esperanzador para Marga? Algunos pensarán que sí, viendo en él la posibilidad de recimentar su vida; otros, sin embargo, sentirán que la puerta se cierra, que la sombra de lo que se arrastra no se puede dejar atrás tan fácilmente, sin ayuda. Esa ambigüedad es lo que realmente marca la fuerza de la película: plantea una pregunta sin ofrecer una respuesta definitiva. En un mundo que cada vez valora más la individualidad, el hecho de que una historia logre crear este tipo de conversación interna tiene su mérito. Porque al final, cuando los créditos terminan, la vida del espectador sigue adelante, movida por lo que acaba de ver, y quizás, solo quizás, esa reflexión sobre la vida de Marga se convierte en algo más que una historia en la pantalla.
Desmontando un elefante se suma a un eco que resuena con fuerza en dos de las series más aclamadas del año: Yo adicto (Javier Giner) y Los años nuevos (Rodrigo Sorogoyen). Un eco que pone luz sobre un espacio tantas veces silenciado: los centros de rehabilitación, esos lugares donde el tiempo se mide en avances mínimos y recaídas profundas, donde las palabras pesan y los silencios muchas veces abrazan. La adicción no entiende de estatus ni de orígenes. Nos iguala en nuestra fragilidad, en la posibilidad de perder el control, de vernos atrapados en algo que nos consume. En algún momento, cualquier persona puede cruzar esa línea. Y ahí aparece la realidad de estos centros, en los que se tejen redes invisibles pero firmes. La mano del “veterano” que guía sin juzgar, después de haber transitado ese mismo camino y conocido cada quiebra. Las psicólogas que sostienen historias al borde del colapso y recogen lo que queda en pie. Ahora, a ese gesto de visibilización se une la nueva película de Aitor Echevarría, que no solo muestra, sino que invita a mirar de frente lo que tanto nos cuesta nombrar. A desmontar al elefante.